El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Esto pareció calmar al soldado. Miró pensativamente hacia la azul lejanía.

—Todo lo que ves ahí abajo —dijo— es la Llanura de Kingsbury. Debería reportarme un montón de oro. ¿Sabes?, cuando salí de Strangia, lo único que tenía era un pedazo de plata de tres peniques y un botón de latón que solía hacer pasar por un soberano.

—Entonces has ganado mucho —dijo Abdullah.

—Y aún ganaré más —prometió el soldado.

Dejó la sartén cuidadosamente a un lado y pescó dos manzanas de su morral. Le dio una a Abdullah, se comió la otra y luego se estiró tumbándose hacia atrás para contemplar la tierra que oscurecía lentamente. Abdullah asumió que estaba calculando el oro que iba a ganar allí abajo. Se sorprendió cuando el soldado dijo:

—Siempre me encantó el campo por la noche. Echa un vistazo a ese atardecer. ¡Glorioso!

En verdad era glorioso. Las nubes habían llegado del sur y se expandían como un paisaje rubí a lo largo del cielo. Abdullah vio filas de montañas púrpura, a veces del color del vino tinto; una grieta de humo naranja como el corazón de un volcán; un calmado lago rosado. Más allá, reposando sobre una infinidad de cielo marino de azul dorado, estaban las islas, los arrecifes, las bahías y los promontorios. Era como si mirara hacia la costa del cielo o la tierra al oeste del paraíso.

—Y esa nube de ahí —dijo el soldado, señalando—, ¿no parece exactamente un castillo?

Así era. Permanecía en un alto cabo sobre una laguna celeste, una maravilla de esbeltas torres doradas, rubí, e índigo. El cielo dorado que vislumbró a través de la torre más alta, era como una ventana. Le recordaba dolorosamente a la nube que había visto sobre el palacio del sultán mientras era conducido a las mazmorras. Aunque no tenía la misma forma, le devolvió su pena con tanta fuerza que gritó:

—Oh, Flor-en-la-noche, ¿dónde estás?

Capítulo 11

En el que un animal salvaje hace que Abdullah malgaste un deseo

El soldado se giró hacia Abdullah y lo miró.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Nada —dijo Abdullah—, salvo que mi vida ha estado llena de decepciones.

—Cuenta —dijo el soldado—. Desahógate. Después de todo, yo te he hablado de mí.

—Nunca me creerías —dijo Abdullah—, mis penas son aún mayores que las tuyas, oh, asesino entre los mosqueteros.

—Inténtalo —dijo el soldado.

De algún modo, no fue difícil de contar lo que brotaba en Abdullah con el atardecer y el sufrimiento que acarreaba el atardecer. Así que, mientras el castillo se esparcía y disolvía en bancos de arena en el lago celeste y todo el atardecer se desvanecía suavemente del púrpura al marrón hasta concentrarse en tres rayas de rojo oscuro, como las marcas de garra que se curaban en la cara del soldado, Abdullah contó su historia. O por lo menos, contó lo esencial. No contó, por supuesto, nada tan personal como los sueños que tenía despierto o la incómoda manera en que se habían hecho realidad más tarde. Y fue muy cuidadoso de no decir nada acerca del genio. Desconfiaba de que el soldado cogiese la botella y se desvaneciera con ella durante la noche, y la fuerte sospecha de que el soldado tampoco había contado su historia completa le animó a redactar los hechos de ese modo. El final de la historia fue bastante difícil de contar sin referirse al genio, pero Abdullah pensó que lo había hecho bastante bien. Tal como lo contó, parecía que se había escapado de sus cadenas y de los bandidos más o menos por su propia voluntad, y que después había hecho a pie todo el camino hasta el norte de Ingary.

—Mmm… —dijo el soldado cuando Abdullah acabó. Meditabundo, puso más plantas aromáticas en el fuego, que era ahora toda la luz que quedaba—. ¡Vaya vida! Pero debo añadir que creo que merece la pena, ya que estás destinado a casarte con una princesa. Eso es algo que yo siempre he deseado hacer… Casarme con una agradable y tranquila princesa de naturaleza bondadosa y con un pedacito de reino. Tremendo sueño el mío, la verdad.

A Abdullah se le ocurrió una idea espléndida.

—Es posible que lo puedas cumplir —dijo con tranquilidad—. El día que te conocí se me concedió un sueño…, una visión, en la que un ángel de humo del color de la lavanda se me acercó y te señaló, oh, el más inteligente de los cruzados, mientras dormías en un banco fuera de la fonda. Dijo que podías prestarme una ayuda valiosa para encontrar a Flor-en-la-noche. Y que si lo hacías, dijo el ángel, tu recompensa sería casarte con otra princesa. —Esto era (o podría serlo) casi verdad, se dijo Abdullah. Sólo tenía que pedir el deseo adecuado mañana. O mejor dicho, pasado mañana, recordó, ya que el genio le había forzado a usar el deseo de hoy— ¿Me ayudarás —preguntó ansiosamente mirando la cara del soldado iluminada por el fuego— a cambio de esa gran recompensa?

Abdullah notó que el soldado no parecía ni emocionado ni falto de interés.

—No sé muy bien qué podría hacer yo para ayudarte —dijo finalmente el soldado—. Para empezar, no soy ningún experto en demonios. No parece que haya muchos aquí tan al norte. Lo que deberías hacer es preguntarle a alguno de esos malditos magos de Ingary lo que hacen los demonios cuando raptan princesas. Los magos lo sabrán. Si quieres, yo podría ayudarte a sacarle la verdad a alguno. Sería un placer. Pero en cuanto a la princesa, estas no crecen en los árboles, ya sabes. La más cercana debe ser la hija del rey de Ingary, que está allá lejos, en Kingsbury. Pero si ella es lo que tu amigo de humo tenía en mente, entonces supongo que lo mejor será que tú y yo bajemos por aquel camino y veamos qué pasa. La mayoría de los obedientes brujos del rey viven también por allí, o eso me dijeron… Parece que tiene sentido. ¿Te cuadra esta idea?

—Excelentemente, amigo militar de mi alma —dijo.

—Entonces trato hecho. Pero no te prometo nada —dijo el soldado.

Sacó dos mantas de su morral y sugirió que avivaran el fuego, y se dispusieron a dormir.

Abdullah desenganchó la botella del genio de su cinturón y la puso cuidadosamente junto a él sobre la lisa roca, en el lado opuesto al soldado. Después se envolvió en la manta y se acomodó para lo que resultó ser una noche bastante agitada. La roca estaba dura. Y aunque no tenía ni mucho menos tanto frío como la noche anterior en el desierto, el aire húmedo de Ingary le hacía temblar lo mismo. Además, en el momento en que cerró los ojos empezó a obsesionarse con la bestia salvaje que había en la cueva, encima del barranco. Siguió imaginando que podía escucharla rondando por el campamento. Una o dos veces abrió los ojos e incluso llegó a pensar que había visto algo moviéndose más allá de la luz de la lumbre. Cada vez que sintió esto se incorporó y echó más leña al fuego, las llamas se inflamaron y le mostraron que no había nada. Pasó bastante tiempo antes de que se quedara dormido. Y cuando se durmió tuvo un sueño infernal. Soñó que al amanecer llegaba un demonio y se sentaba sobre su pecho. Abrió los ojos para decirle que se fuera y descubrió que no era un demonio sino la bestia de la cueva. Esta permaneció con su dos grandes patas delanteras plantadas en su pecho, mirándole fijamente con ojos que eran como lámparas azuladas en la aterciopelada oscuridad de su abrigo. Hasta donde Abdullah podía decir, era un demonio con la forma de una enorme pantera negra.

Se incorporó con un grito.

Naturalmente, allí, no había nada. Justo ahora rompía el alba. El fuego era una mancha cereza en el gris del crepúsculo y el soldado, un bulto oscuro que roncaba suavemente al otro lado del fuego. Tras él, las tierras estaban blancas con la niebla. Con cansancio, Abdullah puso otro arbusto en el fuego y se quedó dormido de nuevo.

Se despertó con el tempestuoso rugido del genio.

—¡Detén a esta cosa! ¡QUÍTAMELO de encima!

Abdullah saltó. El soldado saltó. Era completamente de día. No había duda de lo que vieron ambos. Un pequeño gato negro estaba agachado junto a la botella del genio justo al lado del lugar en que había estado la cabeza de Abdullah. O el gato era muy curioso o estaba convencido de que había algo de comida en la botella, porque tenía puesta su nariz delicada pero firmemente en el cuello del frasco. En torno a la cabecita negra del gato, el genio salía a borbotones de diez o doce espirales distorsionadas, y las espirales de humo se convertían en manos o caras y después volvían a convertirse en humo de nuevo.

—¡Ayúdame! —gritaban a coro—. ¡Está intentando comerme!

El gato ignoraba completamente al genio. Se comportaba como si en la botella estuviera el más tentador de los olores.

En Zanzib todo el mundo odiaba a los gatos. La gente no tiene mejor opinión de ellos que de las ratas y ratones que comen. Si un gato se te acerca, le pegas una patada y ahogas a cualquier gatito que se te ponga a mano. Así que Abdullah corrió tras el gato, preparado para lanzarle un puntapié.

—¡Fuera! —gritó—. ¡Largo!

El gato saltó. De algún modo evitó el latigazo del pie de Abdullah y se encaramó en el saliente, desde donde bufó y miró enfurecido. Así que no era mudo, pensó Abdullah observándole fijamente los ojos. Eran azulados. ¡Conque era eso lo que se había sentado encima de él por la noche! Cogió una piedra y echó hacia atrás su brazo para arrojársela.

—¡No hagas eso! —dijo el soldado—. ¡Pobre animalito!

El gato no esperó a que Abdullah tirase la piedra. Se perdió de vista.

—Esa bestia no es ningún pobre animalito —dijo— debes darte cuenta, oh, bondadoso pistolero, de que la criatura casi te saca un ojo la pasada noche.

—Lo sé —dijo el soldado cariñosamente—, sólo para defenderse, pobre cosita. ¿Es un genio eso que hay dentro de ese frasco tuyo? ¿Es ese tu amigo de humo azul?

Un viajero que le vendió una alfombra le dijo una vez a Abdullah que la mayoría de la gente del norte era inexplicablemente sentimental con los animales. Abdullah se encogió de hombros y se giró amargamente hacia la botella, dentro de la cual el genio se había desvanecido sin una palabra de agradecimiento. ¡Sabía que esto tenía que pasar! Ahora tendría que vigilar la botella como un halcón.

—Sí —dijo.

—Lo suponía —comentó el soldado—. He oído hablar de los genios. Ven y mira esto, ¿quieres? Se detuvo y cogió su sombrero con cuidado, sonriendo extraña y tiernamente.

Definitivamente parecía que algo no marchaba bien en el soldado aquella mañana, como si su cerebro se hubiera ablandado durante la noche. Abdullah se preguntaba si serían esos arañazos, que ya casi habían desaparecido. Abdullah se acercó a él con preocupación.