El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

El dueño en persona trajo la comida para los gatos. Se dio mucha prisa en traer un cuenco de leche, un salmón al que habían quitado cuidadosamente las espinas y un plato de chanquetes. Lo seguía su esposa, una mujer de ojos tan inexpresivos como los suyos que llevaba una suave cesta de juncos y un cojín bordado. Abdullah intentó no parecer presuntuoso de nuevo:

—Mil gracias, oh, los más ilustres posaderos —dijo—, le hablaré a la bruja de vuestro gran esmero.

—Muy bien, señor —dijo la posadera—. Aquí en Kingsbury sabemos cómo respetar a aquellos que usan la magia.

Abdullah fue de la petulancia a la mortificación. Tendría que haberse presentado él mismo como un mago. Calmó sus sentimientos diciendo:

—Espero que este cojín sea de plumas de pavo real. La bruja es de lo más particular.

—Sí, señor —dijo la posadera—, conozco todo eso.

El soldado tosió. Abdullah desistió. Dijo grandilocuentemente:

—Además de los gatos, a mi amigo y a mí se nos ha confiado un mensaje para un mago. Preferiríamos entregarlo al mago real, pero hemos escuchado rumores por el camino de que se ha encontrado con cierto infortunio.

—Así es —dijo el posadero apartando a su mujer con un empujón—. Uno de los magos reales ha desaparecido, señor, pero afortunadamente hay dos. Puedo dirigirle al otro, el mago real Suliman, si usted quiere, señor.

Miraba elocuentemente las manos de Abdullah.

Abdullah suspiró y le acercó su pieza más grande de plata. Pareció ser la cantidad correcta. El posadero le dio meticulosas indicaciones y cogió la moneda de plata, prometiendo que enseguida vendrían los baños y la cena. Los baños, cuando llegaron, estaban calientes, y la cena fue buena. Abdullah estaba encantado. Mientras el soldado se bañaba a sí mismo y a Mequetrefe, Abdullah pasó su caudal de la chaqueta a su cartera de seguridad, lo que le hizo sentir más tranquilo. El soldado debía de sentirse mejor también. Después de cenar se sentó con los pies sobre la mesa, fumando con su larga pipa de arcilla. Alegremente desató el cordón del cuello de la botella del genio y lo balanceó para que Mequetrefe jugara con él.

—No hay duda —dijo—. El dinero convence en esta ciudad. ¿Vas a hablar con el mago real esta noche? Desde mi punto de vista, cuanto antes lo hagas mejor.

Abdullah estuvo de acuerdo.

—Me pregunto cuál será su precio —dijo.

—Elevado —dijo el soldado—. A menos que puedas hacerle ver que le estás haciendo un favor contándole lo que te dijo el demonio. Al mismo tiempo —continuó pensativo, quitándole el cordón a Mequetrefe, que lo había enredado en sus patas— creo que no deberías hablarle del genio o de la alfombra si puedes evitarlo. Esos señores de la magia aman los objetos mágicos del mismo modo que el posadero ama el oro. Y no querrás que los exija como paga. ¿Por qué no los dejas aquí cuando te vayas? Yo los cuidaré.

Abdullah dudó. Parecía tener sentido. Aun así no se fiaba del soldado.

—Por cierto —dijo el soldado—, te debo una moneda de oro.

—¿Ah, sí? —dijo Abdullah—. ¡Esa es la noticia más sorprendente que escucho desde que Flor-en-la-noche me confundió con una mujer!

—Nuestra apuesta —continuó diciendo el soldado—. La alfombra trajo consigo al demonio y ese es un problema todavía mayor del que normalmente provoca el genio. Tú ganas. Aquí tienes.

Le lanzó una pieza de oro a Abdullah a través de la habitación.

Abdullah la cogió, la guardó y sonrió. El soldado era honesto, aunque a su manera. Inundado con los pensamientos de que pronto estaría tras el rastro de Flor-en-la-noche, Abdullah bajó alegremente las escaleras y allí la posadera le detuvo y le contó de nuevo cómo llegar a la casa del mago Suliman. Abdullah estaba tan contento que se marchó, casi sin remordimiento, con otra moneda menos de plata.

La casa no estaba lejos de la posada, pero se encontraba en el Barrio Viejo, lo que quería decir que el camino discurría principalmente a través de intrincados y pequeños callejones y recónditos patios. Anochecía y ya brillaban con fuerza un par de estrellas en el azul oscuro del cielo, sobre las cúpulas y las torres, pero Kingsbury estaba bien iluminada por grandes globos de luz que flotaban como Junas sobre su cabeza.

Abdullah los estaba mirando, preguntándose si serían artefactos mágicos, cuando percibió una sombra negra de cuatro patas que se escabullía en los tejados junto a él. Podría haber sido cualquier gato negro cazando entre las tejas. Pero Abdullah sabía que era Medianoche. No había confusión posible por el modo en que se movía. Al principio, cuando se desvaneció en la profunda sombra negra de un gablete, supuso que buscaba una paloma dormida para llevarle otra inapropiada comida a Mequetrefe. Pero apareció de nuevo cuando Abdullah iba por la mitad del siguiente callejón y se arrastró cautelosamente a lo largo de un parapeto que había sobre él. Al cruzar un estrecho patio que tenía tinas con árboles en el centro, la vio acercarse hasta allí saltando de un canalón a otro y supo con certeza que le estaba siguiendo. No tenía ni idea de porqué. Le siguió la pista con el rabillo del ojo mientras bajaba los dos callejones siguientes, pero sólo logró verla un instante, en el arco de una entrada. Cuando llegó al patio adoquinado de la casa del mago real, no había señales de ella. Abdullah se encogió de hombros y se dirigió a la puerta.

Era una casa estrecha y bonita con vitrales romboidales en sus ventanas y entrelazados signos mágicos pintados en sus viejos e irregulares muros. A un lado y otro de la puerta principal, sobre dos soportes de cobre, ardían grandes espirales de llamas amarillas. Abdullah agarró el aldabón, un rostro de mirada maliciosa con un anillo en su boca, y llamó con energía.

Un criado de cara alargada y adusta abrió la puerta.

—Temo que el mago está extremadamente ocupado, señor —dijo—. No recibe clientes hasta nueva orden. —Y empezó a cerrar la puerta.

—¡No, espera, fiel criado y el más encantador de los lacayos! —protestó Abdullah—. ¡Tengo que comunicarle algo que atañe nada menos que a la seguridad de la hija del rey!

—El mago lo sabe todo acerca de eso, señor —dijo el hombre y siguió cerrando la puerta.

Abdullah puso su pie con destreza en la puerta.

—Debes escucharme, oh, el más sabio de los sirvientes —empezó—. Vengo…

De detrás del criado, la voz de una joven mujer dijo:

—Espera un momento, Manfred. Sé que esto es importante.

La puerta se abrió de nuevo.

Abdullah miró boquiabierto cómo el sirviente se desvanecía en la puerta para reaparecer, de algún modo, dentro del vestíbulo. Una mujer joven, extremadamente encantadora, con rizos oscuros y una cara vivaz ocupó su lugar en la puerta. A Abdullah le bastó una mirada para darse cuenta de que, a su manera norteña y extranjera, era tan hermosa como Flor-en-la-noche, pero, al momento, se sintió obligado a apartar modestamente la vista. Era obvio que iba a tener un hijo. Las mujeres en Zanzib no se dejaban ver cuando se hallaban en este interesante estado y Abdullah apenas sabía hacia dónde mirar.

—Soy la mujer del mago, Lettie Suliman —dijo la joven—. ¿Para qué has venido?

Abdullah hizo una reverencia, esto le ayudaba a mantener los ojos fijos en el umbral de la puerta.

—Oh, fructífera luna de la encantadora Kingsbury —dijo—, sabe que soy Abdullah, hijo de Abdullah, mercader de alfombras de la lejana Zanzib, y traigo noticias que tu esposo deseará escuchar. Dile, oh, esplendor de una casa mágica, que esta mañana hablé con el poderoso demonio Hasruel acerca de la más preciada hija del rey.

Claramente, Lettie Suliman no estaba acostumbrada a las maneras de Zanzib.

—¡Cielo santo! —dijo—. Quiero decir, ¡qué educado! Y dices la verdad, ¿no? Creo que deberías hablar con Ben enseguida. Entra, por favor.

Se retiró de la puerta para permitir que Abdullah entrase.

Abdullah, que todavía bajaba la mirada con modestia, entró en la casa. Tan pronto lo hizo, algo cayó en su espalda, luego despegó con un fuerte desgarrón lanzándose por encima de su cabeza y aterrizó de golpe en el prominente torso de Lettie. Un ruido como de engranajes metálicos llenó el aire.

—¡Medianoche! —dijo Abdullah irritado, tambaleándose hacia delante.

—¡Sophie! —gritó Lettie, tambaleándose hacia atrás con el gato en sus brazos.

—¡Oh, Sophie, estaba muerta de preocupación! Manfred, trae a Ben enseguida. No me importa qué esté haciendo. ¡Es urgente!

Capítulo 16

En el que les suceden extrañas cosas a Medianoche y a Mequetrefe

Todo era prisa y confusión alrededor de Abdullah. Aparecieron dos sirvientes más, seguidos primero por uno y después por dos jóvenes con largas togas azules, que parecían ser los aprendices del mago. Unos y otros correteaban mientras Lettie iba de un lado a otro del vestíbulo con Medianoche en sus brazos, dando órdenes a gritos. En medio de todo este desorden, Manfred se acercó a Abdullah y le ofreció asiento y un vaso de vino con solemnidad. Y puesto que parecía que eso era lo que se esperaba de él, Abdullah se sentó y le dio un sorbo al vino, perplejo por la confusión.

Justo cuando parecía que iba a seguir así por siempre, todo paró. Un hombre alto, imponente, vestido con una toga negra apareció de algún sitio.

—¿Qué diablos pasa? —dijo el hombre.

Esa frase resumía todos los sentimientos de Abdullah, de modo que aquel hombre le cayó bien desde el principio. Tenía el pelo de un color rojizo desvaído y una cara cansada, con los rasgos muy marcados. La toga confirmó las suposiciones de Abdullah, aquel debía ser el mago Suliman, y habría parecido mago llevara lo que llevara. Abdullah se levantó de la silla e hizo una reverencia. El mago le dirigió una mirada de marcado desconcierto y se volvió hacia Lettie.

—Viene de Zanzib, Ben —dijo Lettie—, y sabe algo sobre la amenaza a la princesa. Y trajo a Sophie con él. ¡Sophie es una gata! ¡Mira! ¡Ben, tienes que transformarla enseguida!

Lettie era una de esas mujeres que se ven más encantadoras cuanto más consternadas están. Abdullah no se sorprendió cuando el mago Suliman la cogió por los codos suavemente y le dijo: «Sí, por supuesto, mi amor» y después la besó en la frente. Esto hizo que Abdullah se preguntase con tristeza si él tendría alguna vez la oportunidad de besar así a Flor-en-la-noche, o de decir, como acababa de añadir el mago: «Cálmate, acuérdate del bebé». Después de esto el mago se giró y dijo mirando por encima de su hombro:

—¿Y puede alguien cerrar la puerta? Media Kingsbury debe de haberse enterado ya de lo que está pasando aquí.

Con esas palabras, el mago Suliman se acabó de ganar el aprecio de Abdullah. Lo único que le había impedido a él mismo levantarse y cerrar la puerta era la duda de que dejar la puerta abierta en una crisis fuese una costumbre del lugar. Hizo otra reverencia y luego se topó con el mago, que giraba sobre sus talones para mirarlo de frente.

—¿Y qué ha pasado, joven? —preguntó el mago—. ¿Cómo sabías que esta gata era la hermana de mi mujer?

La pregunta sorprendió a Abdullah. Explicó (y lo explicó varias veces) que no tenía ni idea de que Medianoche fuese humana, ni mucho menos de que fuese la cuñada del mago real, pero no estaba demasiado seguro de que alguien le estuviese escuchando. Todos parecían tan contentos de ver a Medianoche que simplemente asumieron que Abdullah la había llevado a la casa motivado por pura amistad. Lejos de exigir una gran suma, el mago Suliman parecía creer que era él quien le debía algo a Abdullah y cuando Abdullah afirmó que no le debía nada, el mago añadió: «Bueno, de todos modos acompáñame y mira cómo se transforma». Lo dijo de un modo tan amistoso y confiado que Abdullah sintió aún más cariño por él y se dejó arrastrar junto con los demás a una gran habitación que parecía estar situada detrás de la casa (aunque Abdullah tenía la sensación de que, de algún modo, también estaba situada en otro, sitio). El suelo y los muros se inclinaban de una manera inusual.