El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Este pensamiento le devolvió la razón a Abdullah. Con una sacudida. Con la clase de sacudida que podría hacer una alfombra mágica si la cargases con dos mujeres tan pesadas (siempre suponiendo que fuera capaz de levantarse del suelo con ellas encima. Porque estaban muy rechonchas). Imaginarlas haciendo compañía a Flor-en-la-noche… ¡Puf! Ella era inteligente, educada y amable, además de ser hermosa (y delgada). Esas dos no habían demostrado tener una neurona entre las dos. Querían casarse y su llanto era una manera de obligarle a ello. Y se reían tontamente. Él nunca había escuchado a Flor-en-la-noche reírse tontamente.

Abdullah se sorprendió al descubrir que, real y verdaderamente, amaba a Flor-en-la-noche tan ardientemente como se había dicho a sí mismo (o aún más, porque vio que la respetaba). Sabía que moriría sin ella. Y si aceptaba casarse con estas dos sobrinas gordinflonas, la perdería. Podría llamarle avaricioso, como al príncipe de Ochinstan.

—Lo siento mucho —dijo haciéndose oír por encima de los sollozos—, realmente deberíais haberme consultado primero, oh, parientes de la primera mujer de mi padre, oh, el más honrado y honesto de los jueces. Os habríais ahorrado este malentendido. No puedo casarme todavía. He hecho un voto.

—¿Qué voto? —exigieron saber todos, incluidas las novias gordas y el juez.

—¿Has registrado ese voto? Para que sean legales, todos los votos deben ser certificados por un magistrado.

Eso había sido torpe por su parte. Abdullah pensó con rapidez.

—Pues sí, está registrado, oh, verdadera balanza de la justicia —dijo—. Cuando me ordenó hacerlo, mi padre me llevó frente a un magistrado para registrarlo. Por aquella época yo era sólo un niño pequeño. Aunque no lo entendí entonces, ahora veo que fue a causa de la profecía. Mi padre, un hombre prudente, no quería ver desperdiciadas sus cuarenta monedas de oro. Me hizo prometer que no me casaría hasta que el destino me hubiese alzado sobre todos los demás en esta tierra. Así que como veis —Abdullah metió las manos en las mangas de su mejor traje e hizo una reverencia pesarosa a las dos novias gordas— no puedo casarme con vosotras, ciruelas gemelas recubiertas de azúcar, pero llegará el momento.

Todo el mundo dijo: «Oh, en ese caso» en varios tonos de descontento y, para alivio de Abdullah, la mayoría de ellos se apartó de él.

—Siempre pensé que tu padre era un hombre bastante avaricioso —añadió Fátima.

—Incluso en su tumba —convino Assif—. Así pues, deberemos esperar el ascenso de este querido chico.

El juez, sin embargo, siguió en sus trece:

—¿Y ante qué magistrado hiciste este voto? —preguntó.

—No conozco su nombre —inventó Abdullah, hablando con intenso arrepentimiento. Estaba sudando—. Yo era un niño muy pequeño y sólo recuerdo a un hombre viejo con una larga barba blanca. —Pensó que aquello serviría como descripción de cualquier magistrado, allá donde los haya, incluyendo al juez que tenía en frente.

—Tendré que comprobar todos los registros —dijo el juez, con irritación. Se giró hacia Assif, Hakim y Fátima, y (bastante fríamente) hizo sus formales adioses.

Abdullah salió con él, casi agarrado al fajín oficial del juez, apremiado como estaba por escapar del emporio y de las dos novias gordas.

Capítulo 5

Que cuenta cómo el padre de Flor-en-la-noche quiso alzar Abdullah sobre todos los demás en la tierra

«¡Qué día!», se dijo Abdullah cuando al fin se encontró de vuelta en el interior de su puesto. «¡Si continúa así mi suerte no me sorprenderá que la alfombra no vuelva a moverse!». O peor aún, pensó mientras se tumbaba en la alfombra, vestido todavía con su mejor traje, sí que lograría llegar hasta el jardín nocturno, pero sólo para descubrir que a causa de su anterior estupidez, Flor-en-la-noche estaba demasiado enfadada como para amarlo nunca más. O quizá ella aún le amaba, pero había decidido no salir volando con él. O…

Le llevó un rato quedarse dormido.

Pero cuando despertó, todo era perfecto. Justo ahora, la alfombra aterrizaba suavemente sobre el banco iluminado por la luna. Así que Abdullah comprendió que había dicho la palabra correcta después de todo y hacía tan poco tiempo que la había dicho que casi recordaba cuál era. Pero se le borró de la cabeza cuando Flor-en-la-noche llegó corriendo ansiosamente hacia él, entre las blancas flores perfumadas y las redondas lámparas amarillas.

—¡Estás aquí! —dijo ella mientras corría—. Estaba bastante preocupada.

No estaba enfadada. El corazón de Abdullah cantó de alegría.

—¿Estás preparada para salir? —le dijo a su vez—. Salta junto a mí.

Flor-en-la-noche rio encantada —definitivamente eso no era una risita tonta— y fue corriendo a través del césped. La luna debió de esconderse tras una nube porque, por un momento, Abdullah vio a la joven iluminada sólo por las lámparas, dorada y ansiosa, mientras corría. Se puso de pie y tendió sus manos hacia ella.

Mientras lo hacía, la nube se colocó justo bajo la luz de las lámparas. Y no era una nube, sino grandes alas negras y coriáceas, batiendo silenciosamente. Un par de brazos también de cuero, con manos que tenían largas uñas como garras, salieron de la sombra de esas alas batientes y envolvieron a Flor-en-la-noche. Abdullah vio cómo era sacudida y cómo esos brazos pararon su carrera. Ella miró alrededor y hacia arriba. Lo que quiera que viese le hizo soltar un único grito salvaje, desesperado, que se cortó cuando uno de los brazos curtidos cambió de posición para poner una enorme mano con forma de garra sobre su cara. Flor-en-la-noche golpeó el brazo con sus puños, pateó y forcejeó, pero todo resultó inútil. Fue elevada, una pequeña figura blanca contra la inmensa negrura. Las enormes alas volvieron a batir en silencio. Un pie gigantesco, con garras como las manos, presionó el césped a un metro del banco donde Abdullah estaba aún levantándose y una pierna coriácea flexionó los poderosos músculos de la pantorrilla para que aquella cosa (fuera lo que fuera) saltara hacia el cielo. Por un brevísimo momento, Abdullah se encontró a sí mismo contemplando una cara espantosa y pellejuda con un aro que atravesaba su ganchuda nariz y grandes ojos oblicuos, reservados y crueles. Aquello no le estaba mirando a él. Simplemente se concentraba en conseguir alzarse en el aire, junto con su cautiva.

Al siguiente segundo ya estaba volando. Un latido después, Abdullah lo vio sobre su cabeza: un poderoso demonio volador que balanceaba una diminuta y pálida chica humana en sus brazos. Después, la noche se lo tragó. Todo pasó increíblemente rápido.

—Tras él. Sigue a ese demonio —ordenó Abdullah a la alfombra.

La alfombra pareció obedecer. Se alzó del banco. Y entonces, casi como si alguien le hubiera dado otra orden, se arrellanó de nuevo y se quedó quieta.

—¡Tú, felpudo apolillado! —le chilló Abdullah.

Llegó un grito de más allá del jardín:

—¡Por aquí, hombres! El grito venía de allí arriba.

A lo largo de la arcada, Abdullah atisbo los reflejos de la luz de la luna sobre cascos metálicos y (peor todavía) las doradas luces de las lámparas reflejadas en espadas y ballestas. No se esperó a explicarle a esa gente porque había chillado. Se lanzó en plancha sobre la alfombra.

—¡De vuelta al puesto! —le susurró—. ¡Rápido! ¡Por favor!

Esta vez la alfombra obedeció tan deprisa como lo había hecho la noche anterior. En un abrir y cerrar de ojos estuvo fuera del banco y después sorteó volando a toda velocidad un muro amenazadoramente alto. Abdullah sólo pudo echar un vistazo fugaz al numeroso grupo de mercenarios norteños que daba vueltas alrededor del jardín iluminado por la luz de las lámparas, antes de llegar volando a toda velocidad sobre los tejados dormidos y las torres iluminadas por la luna de Zanzib. Casi no tuvo tiempo de comprender que el padre de Flor-en-la-noche debía ser aún más rico de lo que él había imaginado (pocas personas podrían permitirse aquella cantidad de soldados a sueldo y los mercenarios del norte eran los más caros) antes de que la alfombra descendiera planeando y le dejara suavemente en medio de su puesto atravesando las cortinas.

Entonces le llegó la desesperación.

Un demonio había raptado a Flor-en-la-noche y la alfombra había rehusado seguirlo. Eso no era sorprendente. Un demonio, como todo el mundo sabía en Zanzib, dominaba enormes poderes en el aire y en la tierra. No había duda de que el demonio, como precaución, había ordenado a todas las cosas del jardín permanecer donde estaban hasta que él se llevara a Flor-en-la-noche. Seguro que no había notado la presencia de la alfombra ni a Abdullah sobre ella, pero la magia menor de la alfombra había sucumbido a la orden del demonio. De modo que el demonio había raptado a Flor-en-la-noche, a la que Abdullah amaba más que a su propia alma, justo cuando ella corría a sus brazos y no parecía que él hubiera podido hacer nada al respecto.

Sollozó.

Después prometió que tiraría todo el dinero que llevaba escondido en sus ropas. Ahora no le servía para nada. Pero antes de hacerlo volvió a entregarse a la pena, ruidosa y tristemente al principio, lamentándose en voz alta y golpeando su pecho a la manera de Zanzib; luego, cuando los gallos empezaron a cacarear y la gente comenzó su ir y venir de un lado a otro, cayó en una silenciosa desesperación. No sentía necesidad ni siquiera de moverse. El resto de la gente podría andar con prisas, silbar o tocar tambores, peco Abdullah no era ya parte de esa vida. Permanecía agachado sobre la alfombra mágica, deseando estar muerto.

Tan triste estaba que no se le ocurrió que él mismo podría estar en peligro. No prestó atención cuando todos los ruidos del Bazar cesaron de golpe, como pájaros cuando un cazador entra en el bosque. Ni se dio cuenta del ruido de la pesada marcha de los mercenarios, ni del regular ¡clanc, clanc, clanc! de sus armaduras. Cuando alguien ordenó «¡Alto!» fuera de su puesto, ni siquiera giró la cabeza. Pero se dio la vuelta cuando echaron abajo las cortinas. Se fue sorprendiendo poco a poco. Guiñó sus hinchados ojos a la poderosa luz del sol y se preguntó vagamente qué hacía allí una tropa de soldados norteños.

—Es él —dijo alguien con ropa de civil, que bien podría haber sido Hakim y que se escabulló prudentemente antes de que los ojos de Abdullah pudieran enfocarlo.

—¡Tú! —dijo con brusquedad el jefe del escuadrón—. Fuera. Con nosotros.

—¿Qué? —dijo Abdullah.

—Agarradle —dijo el jefe.

Abdullah estaba desconcertado. Protestó débilmente cuando le arrastraron y retorcieron los brazos para que anduviera. Continuó protestando mientras marchaban a paso ligero (¡clanc, clanc, clanc, clanc!) fuera del Bazar y hacia el barrio oeste. Al poco rato ya protestaba airadamente.

—¿Qué es esto? —jadeó—. Yo exijo… como ciudadano… ¿Dónde vamos?

—Cállate. Ya lo verás —respondieron, demasiado en forma para jadear.

Poco después, metieron a toda prisa a Abdullah por debajo de una puerta maciza hecha de bloques de piedra que resplandecían al sol y lo condujeron a la puerta de una herrería, que parecía un horno, situada en un patio brillante, donde pasaron cinco minutos cargando a Abdullah de cadenas. Él protestó aún más.

—¿Para qué es esto? ¿Dónde estamos? ¡Exijo saberlo!

—Cállate —dijo el jefe del escuadrón. Luego comentó a su segundo al mando en su bárbaro acento del norte—: Siempre se retuercen así estos zanzibeños, no tienen noción de la dignidad.

Mientras el jefe del escuadrón decía esto, el herrero (que era también de Zanzib) le murmuró a Abdullah:

—El sultán te busca. No creo que tengas muchas posibilidades. La última vez que encadené así a alguien, lo crucificaron.

—Pero yo no he hecho nada —protestó Abdullah.

—¡CÁLLATE! —gritó el jefe del escuadrón—. ¿Has terminado, herrero? Bien. ¡Paso ligero! —Y condujeron a Abdullah de nuevo a través del patio brillante y hasta el interior de un gran edificio situado en el otro extremo.

Abdullah jamás hubiera imaginado que era posible andar con esas cadenas. Así eran de pesadas. Pero es increíble lo que puede hacer uno si un grupo de soldados de caras largas se empeña en que lo hagas. Corrió, ¡clin, clan!, ¡clin, clan!, ¡clanc!, hasta que finalmente, con un exhausto traqueteo, llegó a los pies de un asiento sumamente alto hecho de azulejos dorados y azul marino y cubierto con almohadones. Allí, todos los soldados se arrodillaron, de forma distante, decorosa, como hacen los soldados del norte con la persona que les paga.

—Entrego al prisionero Abdullah, mi señor sultán —dijo el jefe del batallón.