El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

De mala gana, un fantasmal revoloteo de humo apareció en la boca de la botella.

—¿Y esto a qué viene? —dijo—. ¿A dónde ha ido a parar toda esa charla de joyas, flores y demás?

—Dijiste que no te gustaba. He dejado de hacerlo —dijo Abdullah—. Ahora me he convertido en un realista. Mi deseo es acorde a mi nueva forma de ser.

—¡Ah! —dijo el humo del genio—, vas a pedir que vuelva la alfombra mágica.

—Para nada —dijo Abdullah. Esto sorprendió tanto al genio que por poco se sale de la botella. Miró a Abdullah con unos ojos enormes, que en la luz del amanecer parecían sólidos y brillantes y casi humanos.

—Me explicaré —dijo Abdullah—. El destino está claramente decidido a retrasar mi búsqueda de Flor-en-la-noche. Y eso a pesar de que también ha decretado que debo casarme con ella. Cada vez que intento ir contra el destino resulta que tú te aseguras de que mi deseo no haga bien a nadie y normalmente también te aseguras de que acabe perseguido por jinetes en camellos o caballos. O bien el soldado consigue que malgaste un deseo. Puesto que estoy cansado de tu malicia y de la del soldado, que va siempre a lo suyo, he decidido desafiar al destino para variar. Pretendo malgastar cada deseo deliberadamente de ahora en adelante. El destino se verá forzado a tomar partido o, si no, la profecía relativa a Flor-en-la-noche nunca se verá cumplida.

—Te estás comportando como un chiquillo —dijo el genio— o como un héroe. O posiblemente como un loco.

—No…, como un realista —dijo Abdullah—. Más aún, te desafiaré a ti malgastando los deseos de manera que hagan el bien a alguien en algún sitio.

El genio se mostró completamente sarcástico:

—¿Y cuál es tu deseo hoy? ¿Un hogar para los huérfanos? ¿Qué el ciego recupere la vista? ¿O simplemente prefieres que coja todo el dinero de los ricos y se lo dé a los pobres del mundo?

—Estaba pensando —dijo Abdullah— que debería desear que esos dos bandidos que transformaste en sapos volvieran a su forma humana.

Una mirada de delicioso regocijo se extendió en la cara del genio.

—Podría ser peor. Te lo concedo con placer.

—¿Qué problema acarrea ese deseo? —preguntó Abdullah.

—Oh, uno no muy grande —dijo el genio—. Sencillamente que los soldados del sultán siguen acampados en aquel oasis. El sultán está convencido de que todavía andas en algún lugar del desierto. Sus hombres están peinando la región entera en tu busca. Pero estoy seguro de que emplearán algo de tiempo con los dos bandidos, aunque sólo sea para mostrarle al sultán lo celosos que son de su trabajo.

Abdullah lo tuvo en cuenta.

—¿Y quién más hay en el desierto que podría estar en peligro debido a la búsqueda del sultán?

El genio le miró de reojo:

—Estás ansioso por desperdiciar un deseo, ¿no? No muchos, salvo algunos tejedores de alfombras y algún profeta que otro… Y Jamal y su perro, por supuesto.

—¡Ah! —dijo Abdullah—. Entonces gastaré este deseo en Jamal y su perro. Deseo que Jamal y su perro sean transportados instantáneamente ambos a una vida de comodidad y prosperidad como, déjame ver, como cocinero y perro guardián en el palacio real más cercano, aparte del de Zanzib.

—Haces muy difícil —dijo el genio patéticamente— que ese deseo salga mal.

—Tal era mi propósito —dijo Abdullah—. Si pudiera descubrir cómo hacer que ninguno de tus deseos salga mal, me quedaría descansando.

—Podrías conseguir eso con un solo deseo —dijo el genio.

El genio sonaba bastante melancólico por lo que Abdullah adivinó a qué se refería. Quería ser liberado del encantamiento que lo ataba a la botella. Podría gastar fácilmente así su deseo, reflexionó Abdullah, pero sólo lo haría si pudiese contar con que, después, el genio estuviera suficientemente agradecido para ayudarle a encontrar a Flor-en-la-noche. Con este genio eso parecía de lo menos probable. Y si liberaba al genio, entonces se vería obligado a dejar de desafiar al destino.

—Pensaré en ese deseo más tarde —dijo—. Mi deseo de hoy es para Jamal y su perro. ¿Están ya a salvo?

—Sí —dijo el genio malhumoradamente. Por la mirada en su cara de humo mientras se desvanecía al interior de la botella, Abdullah tuvo la inquietante sensación de que, de alguna manera, se las había arreglado para hacer que este deseo también saliera mal, pero, por supuesto, no había manera de saberlo.

Abdullah se giró y se encontró al soldado mirándolo. No tenía idea de cuánto había escuchado pero se encontraba preparado para contestarle.

Aunque lo único que dijo el soldado fue «No entiendo demasiado bien la lógica de todo eso», antes de sugerir que caminaran hasta encontrar una granja donde poder comprar el desayuno.

Abdullah volvió a montar a Medianoche en los hombros y se pusieron en camino. Aunque no había signos de guardias, no parecía que se estuviesen acercando a Kingsbury. De hecho, cuando el soldado le preguntó a un hombre que cavaba una fosa cómo de lejos quedaba, este le contestó que estaba a cuatro días de camino. «¡El destino!», pensó Abdullah.

A la mañana siguiente, le dio la vuelta al almiar donde habían dormido y deseó que los dos sapos del desierto se convirtieran en hombres.

El genio estaba muy disgustado:

—¿No me escuchaste decir que la primera persona que abriese mi botella se convertiría en sapo? ¿Qué quieres, que deshaga un trabajo bien hecho?

—Sí —dijo Abdullah.

—¿Y eso contando con el hecho de que los hombres del sultán siguen allí y seguramente los colgarán? —preguntó el genio.

—Creo —dijo Abdullah recordando su experiencia como sapo— que incluso así preferirían ser hombres.

—¡Oh, muy bien! —respondió el genio con enfado—. Te das cuenta de que estás arruinando mi venganza, ¿no? ¡Pero, qué te importa! ¡Para ti soy sólo un deseo diario en una botella!

Capítulo 14

Que cuenta cómo la alfombra mágica reaparece

Una vez más, Abdullah se dio la vuelta y se encontró al soldado mirándolo, pero ahora el soldado no dijo nada de nada. Abdullah estaba seguro de que sencillamente esperaba su momento. Aquel día, el camino se empinaba, y ellos seguían adelante con dificultad. Los exuberantes senderos verdes dieron lugar a otros arenosos y bordeados de arbustos secos y espinosos. Alegremente, el soldado remarcó que al fin parecían llegar a un sitio diferente. Abdullah se limitó a gruñir. Estaba decidido a no darle una oportunidad al soldado.

Al anochecer se hallaron a gran altura, en monte abierto, contemplando un nuevo tramo de llanura. Un punto borroso en el horizonte, dijo el soldado con alegría, era definitivamente Kingsbury. Mientras plantaban el campamento, invitó a Abdullah, con mayor alegría si cabe, a observar lo encantador que resultaba que Mequetrefe jugara con las hebillas de su morral.

—Indudablemente —dijo Abdullah—, me parece tan encantador como que aquel pizco del horizonte sea Kingsbury.

Hubo otro vasto atardecer de color rojo. Mientras cenaban, el soldado se lo señaló a Abdullah y dirigió su atención a una gran nube roja con forma de castillo.

—¿No te parece hermoso?

—Es sólo una nube —dijo Abdullah—. No tiene mérito artístico.

—Amigo —dijo el soldado—. Creo que estás dejando que ese genio te afecte.

—¿Cómo?

El soldado apuntó con la cuchara a un oscuro montecillo en el atardecer.

—¿Lo ves? —dijo—. Es Kingsbury. Tengo el pálpito, y creo que tú también lo tienes, de que las cosas van a empezar a cambiar cuando lleguemos allí. Pero no parece que lleguemos. No creas que no entiendo tu punto de vista: un tipo joven, desconsolado, impaciente; naturalmente piensas que el destino está en contra tuya. Créeme, así es como se comporta el destino la mayoría del tiempo. No está de parte de nadie, ni el genio tampoco.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Abdullah.

—Porque el genio odia a todo el mundo —contestó el soldado—. Quizá sea su naturaleza, aunque me atrevo a decir que estar encerrado en una botella no ayuda en absoluto. Pero no olvidemos que, sean cuales sean sus sentimientos, siempre tiene que concederte un deseo. ¿Por qué te lo pones aún más difícil tratando de fastidiar al genio? ¿No sería mejor pedirle el deseo más útil que se te ocurra, sacar de él lo que haya que sacar, y enfrentarse con cualquier cosa que se invente para que todo salga mal? He seguido dándole vueltas al asunto y creo que, haga lo que haga el genio para fastidiarlo, el mejor deseo sigue siendo pedir que vuelva la alfombra mágica.

Mientras hablaba el soldado, Medianoche se subió a las rodillas de Abdullah, para gran sorpresa de este, y se frotó contra su cara, ronroneando. Abdullah tuvo que admitir que se sentía halagado. Había permitido que Medianoche le afectara tanto como el genio y el soldado, por no hablar del destino.

—Si deseo la alfombra —dijo—, apuesto a que los infortunios que el genio traiga con ella sobrepasarán de lejos su utilidad.

—¿Lo apuestas? —dijo el soldado—. Nunca rechazo una apuesta. Va una pieza de oro a que la alfombra será más útil que problemática.

—Hecho —dijo Abdullah—. Lo haremos a tu manera. Me sorprende, amigo mío, que nunca llegaras a comandar ese ejército tuyo.

—A mí también —dijo el soldado—. Hubiese sido un buen general.

A la mañana siguiente los despertó una niebla densa. Todo estaba blanco y húmedo, y era imposible ver más allá de los arbustos más cercanos. Medianoche se enrolló junto a Abdullah, temblando. Cuando Abdullah se plantó frente a la botella del genio, este tenía un aspecto decididamente enfurruñado.

—Sal —dijo Abdullah—. Necesito pedir un deseo.

—Puedo concedértelo bastante bien desde aquí dentro —respondió cavernosamente—. No me gusta esta humedad.

—Muy bien —dijo Abdullah—. Deseo que vuelva mi alfombra mágica.

—Hecho —dijo el genio—. ¡Y espero que eso te enseñe a no hacer apuestas tontas!

Durante un rato, Abdullah miró hacia arriba y a su alrededor, expectante, pero no parecía que ocurriese nada. Después Medianoche dio un brinco. La cara de Mequetrefe asomó del morral del soldado, con sus orejas ladeadas hacia el sur. Cuando Abdullah miró en esa dirección, le pareció escuchar un leve susurro, que bien podría haber sido del viento o de algo que se movía en la niebla. Pronto la niebla se arremolinó y luego volvió a arremolinarse más intensamente. El rectángulo gris de la alfombra apareció a la vista y planeó hasta situarse en el suelo, junto a Abdullah.

Llevaba un pasajero. Acurrucado sobre ella, pacíficamente dormido, había un hombre malvado con un largo mostacho. Su nariz ganchuda presionaba la alfombra, pero Abdullah pudo ver el aro de oro, medio oculto por el mostacho y la sucia tela del turbante. Una de las manos del hombre agarraba firmemente una pistola engastada en plata. No había duda de que se trataba de Kabul Aqba.

—Creo que he ganado la apuesta —murmuró Abdullah.

El murmullo (o quizá la frialdad de la niebla) hizo que el bandido se revolviese inquieto y mascullase con mal humor. El soldado se llevó un dedo a los labios y agitó la cabeza. Abdullah asintió. De haber estado solo, se habría preguntado qué demonios hacer, pero con el soldado allí, sintió que estaba casi en igualdad con Kabul Aqba. Tan silenciosamente como le fue posible, dio un ronquido y le susurró a la alfombra:

—Sal de debajo de ese hombre y flota junto a mí.

Se formaron unas ondas en el filo de la alfombra. Abdullah comprendió que estaba intentando obedecer. Dio una sacudida pero, evidentemente, el peso de Kabul Aqba no le permitía escurrirse bajo él. Así que lo intentó de otra manera. Se elevó tres centímetros más en el aire, y antes de que Abdullah pudiera darse cuenta de lo que pretendía hacer, salió como una flecha de debajo del durmiente.

—¡No! —dijo Abdullah, pero lo dijo demasiado tarde.

Kabul Aqba se pegó un golpetazo en el suelo y se despertó. Trató de incorporarse y se quedó sentado, agitando su pistola y aullando en una extraña lengua.

Actuando con rapidez, pero con calma, el soldado cogió la alfombra flotante y la enrolló alrededor de la cabeza de Kabul Aqba.

—Coge su pistola —dijo, sujetando con sus musculosos brazos al bandido, que forcejeaba.