El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Abdullah recogió la botella del genio y la puso en la alfombra, pero la botella, de repente, se cayó de lado y rodó hacia fuera.

—¡No, no! —gritó el genio desde el interior—. ¡Yo no me monto en eso! ¿Por qué crees que me tiré la última vez? Odio las alturas.

—¡Oh, no empieces! —dijo el soldado. Tenía a Medianoche enrollada alrededor de un brazo pataleando, rasgando, mordiendo y demostrando de todas las maneras posibles que los gatos y las alfombras voladoras no hacen una buena mezcla. Lo cual habría bastado para irritar a cualquiera, pero Abdullah sospechaba que el mal humor del soldado tenía más que ver con el hecho de que la princesa Valeria era sólo una niña de cuatro años. El soldado ya se había imaginado comprometiéndose con la princesa Valeria. Y ahora, como era natural, se sentía como un tonto.

Abdullah agarró con firmeza la botella del genio y se sentó en la alfombra. Diplomáticamente, evitó hacer comentarios acerca de su apuesta aunque para él estaba claro que había ganado. Es cierto que volvían a tener la alfombra, pero como le estaba prohibido seguir al demonio no resultaba útil para rescatar a Flor-en-la-noche.

Después de una prolongada riña, el soldado consiguió que Medianoche y su sombrero y Mequetrefe y él mismo estuvieran más o menos seguros en la alfombra.

—Da tus órdenes —dijo el soldado. Su cara morena estaba encendida.

Abdullah roncó. La alfombra se elevó medio metro en el aire con suavidad y Medianoche aulló y forcejeó, y el genio se estremeció en las manos de Abdullah.

—Oh, elegante tapiz de encantamiento —dijo Abdullah—. Oh, alfombra compuesta de los más complejos conjuros, te ruego que te muevas a una velocidad sosegada hacia Kingsbury, pero, para ejercitar la grandiosa sabiduría entretejida en tu fabricación, asegúrate de que nadie nos ve por el camino.

Obediente, la alfombra se dirigió hacia arriba y hacia el sur, escalando la niebla. El soldado apresó a Medianoche en sus brazos. Una ronca y temblorosa voz dijo desde la botella:

—¿Tienes que alabarla tan nauseabundamente?

—Al contrario que tú —dijo Abdullah—, esta alfombra es de un sortilegio tan puro y excelente que atiende sólo al más fino lenguaje. En el fondo es una poeta entre las alfombras.

Una cierta satisfacción emanó de las hebras de la alfombra. Mantuvo sus raídos filos orgullosamente rectos y navegó con dulzura hacia la dorada luz del sol sobre la niebla. Un pequeño chorro azul salió de la botella y desapareció con un aullido de pánico:

—¡Bueno, yo no haría eso! —replicó el genio.

Al principio fue fácil para la alfombra que no la vieran. Se limitó a volar sobre la niebla, que permanecía bajo ellos con el cuerpo y la blancura de la leche. Pero, conforme el sol ascendía, empezaron a aparecer a través de la bruma brillantes campos verdes y dorados y después caminos blancos y casas aisladas. Mequetrefe estaba completamente fascinado. Permaneció de pie en el borde mirando hacia abajo con tanta atención que parecía que se iba a tirar de cabeza de un momento a otro, así que el soldado agarró su pequeña y poblada cola con una mano.

Y menos mal que lo hizo. La alfombra se inclinó y se lanzó sobre una hilera de árboles que seguían el margen de un río. Medianoche clavó sus garras en ella y Abdullah apenas pudo salvar el morral del soldado.

El soldado parecía algo mareado:

—¿Son necesarias tantas precauciones para que no nos vean? —preguntó mientras se deslizaban entre los árboles como unos amantes agazapados entre los setos.

—Así lo creo —dijo Abdullah—, mi experiencia dice que ver esta águila entre las alfombras es desear robarla —y le habló del jinete montado en el camello.

El soldado convino que Abdullah tenía razón.

—Es sólo que nos está retrasando —dijo—. Deberíamos llegar a Kingsbury y advertir al rey de que un demonio va por su hija. Los reyes dan grandes recompensas a cambio de ese tipo de información.

Estaba claro que, ahora que se había visto forzado a abandonar la idea de casarse con la princesa Valeria, el soldado buscaba otras maneras de hacer fortuna.

—Lo haremos, no temas —dijo Abdullah, y una vez más no mencionó la apuesta.

Tardaron casi todo el día en llegar a Kingsbury. La alfombra sobrevoló ríos y se deslizó del bosque a la floresta, aumentando la velocidad sólo si la tierra debajo estaba vacía. Cuando, al final de la tarde, alcanzaron la ciudad (un enorme conjunto de torres dentro de altos muros, al menos tres veces más altos que los de Zanzib), Abdullah le indicó a la alfombra que buscara una buena posada cerca del palacio del rey y que aterrizara donde nadie pudiera sospechar cómo habían viajado hasta allí.

La alfombra obedeció deslizándose sobre los grandiosos muros como una serpiente. Después, prosiguió por los tejados, siguiendo la forma de cada uno de ellos igual que un lenguado sigue el fondo del mar. Abdullah y el soldado, y también los gatos, miraban maravillados hacia abajo y los alrededores. Las calles, ya fuesen estrechas o amplias, estaban abarrotadas de gente con ricos vestidos y caros carruajes. Cada casa le parecía a Abdullah un palacio. Vio torres, domos, ricas esculturas, cúpulas doradas y plazas de mármol que el sultán de Zanzib habría estado encantado de llamar suyas. Las casas más pobres (si se podía llamar pobre a tanta riqueza) estaban exquisitamente decoradas con dibujos. En lo que respecta a las tiendas, la abundancia y la cantidad de la mercancía a la venta hizo que Abdullah se diera cuenta de que el Bazar de Zanzib era realmente humilde y de segunda fila. ¡No había duda de por qué el sultán estaba tan ansioso de una alianza con el príncipe de Ingary!

La posada que encontró la alfombra, cerca de los grandes edificios de mármol del centro de Kingsbury, había sido enyesada con elevados diseños frutales por todo un artista, y sus muros habían sido cubiertos después con pan de oro y los colores más brillantes. La alfombra aterrizó suavemente en el tejado inclinado de los establos de la posada, escondiéndoles astutamente junto a un capitel dorado coronado por una veleta refulgente. Se sentaron y contemplaron todo este esplendor mientras esperaban que el patio se quedase vacío. Había dos sirvientes abajo limpiando un rico carruaje y murmurando mientras trabajaban.

Casi toda su charla era relativa al dueño de la posada, un hombre que innegablemente amaba el dinero. Pero cuando terminaron de quejarse de lo poco que les pagaba, uno de ellos dijo:

—¿Alguna noticia del soldado estrangiano que robó a toda esa gente en el norte? Alguien me dijo que se dirigía hacia aquí.

A lo que el otro respondió:

—Seguro que se dirige hacia Kingsbury. Todos lo hacen. Pero están vigilando su llegada en las puertas de la ciudad. No irá muy lejos.

Los ojos del soldado se encontraron con los de Abdullah.

—¿Tienes algo para cambiarnos de ropa? —murmuró Abdullah.

El soldado asintió y buscó furibundamente en su morral. Hizo aparecer enseguida dos camisas de estilo campesino con bordados fruncidos en el pecho y la espalda. Abdullah se preguntó cómo las habría conseguido.

—¡Tendederos! —murmuró el soldado, sacando su cuchilla y un cepillo para la ropa. Allí, en el techo, se puso una de las camisas e hizo lo que pudo para cepillar sus pantalones sin hacer ruido. La parte más ruidosa fue cuando se afeitó sólo con una cuchilla. Los dos sirvientes miraron hacia el techo, donde sonaba un seco raspar.

—Debe ser un pájaro —dijo uno.

Abdullah se puso la segunda camisa encima de su chaqueta que, a estas alturas, parecía cualquier cosa menos la mejor de sus ropas. Tenía bastante calor así, pero no había forma de sacar el dinero escondido en la chaqueta sin que el soldado viese cuánto tenía. Se cepilló el pelo con el cepillo de la ropa, se alisó su mostacho (ahora sentía como si tuviese al menos doce pelos) y después, también con el cepillo de la ropa, alisó sus pantalones. Cuando terminó, el soldado le pasó a Abdullah la cuchilla de afeitar y se soltó silenciosamente la trenza que llevaba recogida.

—Un gran sacrificio, pero creo que uno sabio, amigo mío —murmuró Abdullah.

Cortó la trenza y la escondió en el capitel de oro. Fue una gran transformación. El soldado parecía ahora un próspero y melenudo granjero. Abdullah esperaba pasar por el hermano menor del granjero.

Mientras hacían esto, los dos sirvientes terminaron de limpiar el carruaje y lo empujaron hacia la cochera. Cuando pasaron bajo el techo donde estaba la alfombra, uno de ellos preguntó:

—¿Y qué piensas de la historia de que alguien está intentando raptar a la princesa?

—Bueno, ya que lo preguntas, creo que es verdad —contestó el otro—. Dicen que el mago real se arriesgó mucho para mandar el mensaje, pobre tipo, y es de los que no se arriesgan por nada.

Los ojos del soldado y Abdullah se encontraron de nuevo. La boca de aquel pronunció una buena maldición.

—No te preocupes —murmuró Abdullah—, hay otras maneras de conseguir una recompensa.

Esperaron hasta que los sirvientes volvieron a la posada. Después Abdullah le pidió a la alfombra que aterrizara en el patio y esta se deslizó obedientemente hacia abajo. Abdullah cogió la alfombra y envolvió con ella la botella del genio mientras el soldado cargaba su morral y ambos gatos. Fueron hacia la posada intentando parecer respetables y no llamar la atención.

Les recibió el dueño. Advertido por lo que habían dicho los sirvientes, Abdullah llevaba intencionalmente una moneda de oro entre sus dedos. El dueño la vio. Fijó tan atentamente una mirada inexpresiva en la moneda de oro que Abdullah dudó incluso de que hubiera visto sus caras. Abdullah fue extremadamente educado. Y también el dueño. Les mostró una espaciosa y agradable habitación en el segundo piso. Aceptó mandarles cena y proporcionarles baños.

—Y los gatos necesitarán… —comenzó el soldado.

Abdullah golpeó con fuerza el codo del soldado.

—Y eso será todo, oh, león entre los posaderos —dijo—. Aunque, oh, el más servicial de los anfitriones, si tus vigorosos y diligentes empleados pudieran proporcionarnos una cesta, un cojín y un plato de salmón, la poderosa bruja a la que llevaremos mañana el regalo de este par de excepcionales gatos sin duda te recompensará generosamente por ello.

—Veré qué puedo hacer, señor —dijo el dueño.

Abdullah le lanzó despreocupadamente la pieza de oro. El hombre hizo una larga reverencia y salió de la habitación caminando hacia atrás. Abdullah se sintió satisfecho de sí mismo.

—No hay necesidad de parecer tan petulante —dijo el soldado con enfado—. ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora? Aquí soy un hombre perseguido por la ley y parece que el rey sabe lo del demonio.

Fue un sentimiento placentero para Abdullah descubrir que ahora era él el que estaba al mando de los acontecimientos y no el soldado.

—¡Ah! ¿Pero sabe el rey que hay un castillo lleno de princesas raptadas, flotando encima de sus cabezas, en espera de su hija? —dijo—. Estás olvidando, amigo mío, que el rey no ha tenido la oportunidad de hablar personalmente con el demonio. Deberíamos hacer uso de esa ventaja.

—¿Pero cómo? —exigió el soldado—. ¿Se te ocurre alguna manera de que el demonio no rapte a la niña? ¿O se te ocurre alguna manera para llegar al castillo?

—No, pero opino que un mago sabrá esas cosas —dijo Abdullah—. Creo que deberíamos repensar la idea que tuviste antes. En lugar de buscar a uno de los magos del rey y retorcerle el pescuezo, deberíamos preguntar cuál es el mejor mago que hay por aquí y pagarle por su ayuda.

—Está bien, pero eso lo tendrás que hacer tú —dijo el soldado—. Cualquier mago que valga la pena descubrirá a simple vista que soy estrangiano y llamará a los agentes antes de que pueda moverme.