El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

De repente el gato apareció de nuevo en el saliente, haciendo ese sonido de poleas metálicas y mostrando enfado y preocupación en cada ápice de su pequeño cuerpo negro. Abdullah lo ignoró y miró el sombrero del soldado. Redondos ojos azules le observaban desde el grasiento interior. La pequeña boca sonrosada bufaba con rebeldía, el gatito se fue gateando hacia la parte de atrás del sombrero moviendo la diminuta escobilla de su cola para equilibrarse.

—¿No es dulce? —dijo el soldado embobado.

Abdullah echó un vistazo al gato que maullaba en lo alto de la roca, se quedó helado y miró de nuevo con más atención. Era enorme. Era una poderosa pantera que le mostraba sus grandes colmillos blancos.

—Estos animales deben pertenecer a una bruja, valeroso compañero —dijo temblorosamente.

—Si es así, entonces la bruja debe de estar muerta —dijo el soldado—. Tú lo has visto. Viven salvajes en aquella cueva. La madre gata habrá cargado a su gatito todo el camino hasta aquí por la noche, ¿no es maravilloso? ¡Ha debido saber que le íbamos a ayudar! —Miró hacia la enorme bestia que gruñía en la roca y no pareció darse cuenta de su tamaño—. ¡Baja, cosita dulce! —dijo persuasivamente—. Sabes que no te dañaremos ni a ti ni a tu gatito.

La bestia madre se lanzó desde la roca. Abdullah dio un grito ahogado, se echó a un lado y se sentó de golpe. El enorme cuerpo negro pasó volando sobre él y, para su sorpresa, el soldado empezó a reír. Abdullah miró con indignación y descubrió que la bestia se había convertido en una pequeña gata negra y ahora estaba de lo más cariñoso, caminando sobre el hombro del soldado y frotándose en su cara.

—¡Oh! ¡Eres una maravilla, pequeña Medianoche! —El soldado soltó una risita—. Sabes que cuidaré de tu Mequetrefe por ti, ¿no? Así es. ¿Ronroneas?

Abdullah se levantó con disgusto y dio la espalda a esta fiesta del amor. La sartén se había limpiado muy concienzudamente por la noche. El plato de latón estaba pulido. Contrariado, fue y lavó ambos en el arroyo, esperando que el soldado olvidara pronto a esas peligrosas bestias mágicas y empezara a pensar en el desayuno.

Pero cuando el soldado soltó finalmente el sombrero y se quitó con ternura a la madre gata del hombro, en lo que pensó fue en el desayuno de los gatos.

—Necesitarán leche —dijo— y un buen plato de pescado fresco. Pide a ese genio tuyo que les consiga algo.

Un chorro malva azulado saltó del cuello de la botella y se esparció en un boceto de la cara irritada del genio.

—¡Oh, no! —dijo el genio—. Un deseo al día es todo lo que concedo, y él consiguió ayer el deseo de hoy. Ve y pesca en el arroyo.

El soldado avanzó con enfado hacia el genio.

—No hay peces a esta altura de la montaña —dijo— y la pequeña Medianoche está muriéndose de hambre y tiene un gatito que alimentar.

—¡Peor para ti! —dijo el genio—, y no intentes amenazarme, soldado. Por menos de eso hay hombres que se han convertido en sapos.

El soldado era realmente un hombre valiente (o uno muy tonto), pensó Abdullah.

—Hazme eso y romperé tu botella, sea cual sea mi forma —gritó—. No te pido el pescado para mí.

—Prefiero la gente egoísta —respondió el genio—. ¡De manera que quieres que te convierta en sapo!

Entonces salieron más borbotones de humo azul de la botella y se convirtieron en brazos que hacían unos gestos que Abdullah temía reconocer.

—No, no, detente. Te lo imploro, oh, zafiro entre los espíritus —dijo apresuradamente—. Deja al soldado tranquilo y, como un gran favor, consiente concederme otro deseo un día antes de lo debido: que los animales sean alimentados.

—¿También quieres convertirte en sapo? —dijo el genio.

—Si está escrito en la profecía que Flor-en-la-noche ha de casarse con un sapo, entonces conviérteme en sapo —dijo piadosamente—, pero trae primero leche y pescado, gran genio.

El genio se arremolinó de mal humor.

—¡Vaya con la profecía! Contra eso no puedo. De acuerdo. Tendrás tu deseo, con la condición de que me dejes en paz los dos próximos días.

Abdullah suspiró. Era una manera terrible de desperdiciar un deseo.

—Muy bien.

Una vasija de barro con leche y un salmón en un plato ovalado cayeron en la roca junto a sus pies. El genio ofreció a Abdullah una terrible mirada de enfado y se arrastró al interior de la botella.

—¡Gran trabajo! —dijo el soldado, y procedió a hacer un puré cociendo el salmón a fuego lento en la leche y asegurándose de que no hubiera raspas con las que pudiera ahogarse la gata.

Abdullah notó que la gata había pasado todo este tiempo lamiendo pacíficamente a su gatito en el sombrero. No parecía darse cuenta de que el genio estaba allí. Pero sí que se dio cuenta del salmón. Tan pronto como empezó a cocinarse, dejó a su gatito y empezó a enredarse en torno al soldado, maullando hambrienta y apremiante.

—¡Ya mismo, ya mismo, mi querida negrita! —dijo el soldado.

Lo único que se le ocurría a Abdullah es que la magia de la gata y la del genio eran tan diferentes que no eran capaces de percibirse el uno al otro. Lo bueno de la situación era que quedaría leche y salmón de sobra para los dos humanos.

Mientras la gata engullía con delicadeza, y su gatito daba lengüetazos, estornudaba y hacía con torpeza todo lo que podía para beber la leche con sabor a salmón, el soldado y Abdullah se dieron una fiesta con la papilla hecha de leche y filete de salmón asado.

Después de un desayuno como ese, Abdullah se sintió más afectuoso con el mundo entero. Se dijo a sí mismo que el genio no podía haber elegido un mejor compañero para él que este soldado. Y el genio no era tan malo. Además, seguro que pronto estaría mirando a Flor-en-la-noche. Estaba pensando que tampoco el sultán y Kabul Aqba eran tan malas personas cuando descubrió contrariado que el soldado pretendía llevar a la gata y a su gatito con ellos hacia Kingsbury.

—Pero, oh, el más benevolente bombardero y considerado coracero —protestó—, ¿que será del esquema que te habías hecho para ganar tu paga? No puedes robar a los ladrones con un gatito en tu sombrero.

—Considero que ahora que me has prometido una princesa ya no necesito hacer nada de eso —respondió el soldado con calma—. Y nadie debería dejar que Medianoche y Mequetrefe mueran de hambre en esta montaña. ¡Eso es muy cruel!

Abdullah sabía que no tenía argumentos. Ató amargamente la botella del genio a su cinturón y juró no volver nunca más a hacerle una promesa al soldado. El soldado rehízo su morral, dispersó el fuego y cogió cuidadosamente su sombrero con el gatito dentro. Partió montaña abajo junto al arroyo, silbándole a Medianoche como si fuera un perro.

Medianoche, sin embargo, tenía otros planes. Cuando Abdullah salió tras el soldado, ella se detuvo en el camino mirándole fijamente. Abdullah no se dio cuenta y trató de sortearla dando un rodeo. Entonces la gata, de repente, volvió a convertirse en una enorme pantera negra, incluso más grande que antes (si eso era posible), que gruñía y bloqueaba su camino. Se detuvo, francamente aterrorizado, y la bestia saltó sobre él. Estaba tan asustado que no podía ni gritar. Cerró los ojos y espero a que le arrancara la garganta. ¡Se acabaron el destino y las profecías!

En lugar de eso, algo suave tocó su garganta. Patas pequeñas y firmes pies pisaban sus hombros y otro conjunto de tales pinchaban su pecho. Abdullah abrió los ojos y descubrió que Medianoche tenía de nuevo el tamaño de un gato y se aferraba al frente de su chaqueta. Los ojos verdeazulados parecían decir: «Llévame, o verás».

—Muy bien, formidable felino —dijo Abdullah—. Pero ten cuidado de no rasgar más el bordado de esta chaqueta. Una vez fue mi mejor traje. Y, por favor, recuerda que cargo contigo en total desacuerdo. No me gustan los gatos.

Con tranquilidad, Medianoche se subió a los hombros de Abdullah, donde se sentó con petulancia, balanceándose mientras Abdullah siguió bajando lenta y pesadamente la montaña el resto del día.

Capítulo 12

En el que la ley alcanza a Abdullah y al soldado

Por la tarde, Abdullah casi se había acostumbrado a Medianoche. Ella, al contrario que el perro de Jamal, olía a limpio y era, a todas luces, una madre excelente. Sólo abandonó los hombros de Abdullah para alimentar a su gatito. Excepto por ese hábito suyo de crecer cuando él la enfadaba, sentía que podía llegar a tolerarla con el tiempo. El gatito, por su parte, era encantador. Se puso a jugar con el extremo de la trenza del soldado e intentó cazar mariposas (de manera temblorosa) cuando se detuvieron a almorzar. El resto del día lo pasó subido a la parte delantera de la chaqueta del soldado, mirando con avidez la hierba y los árboles y las cataratas, con su hilera de helechos, de camino a la Llanura.

Pero a Abdullah le disgustó completamente el número que montaron el soldado y sus nuevas mascotas cuando pararon por la noche. Decidieron quedarse en la primera fonda del primer valle al que llegaron, y aquí el soldado decretó que sus gatos tendrían que disfrutar de las mejores atenciones.

El posadero y su mujer eran de la opinión de Abdullah. Se trataba de gente ignorante que ya estaba de mal humor a causa del misterioso robo, ocurrido aquella misma mañana, de un cuenco de leche y un salmón. Corretearon de un lado a otro con adusta desaprobación y trajeron la cesta adecuada y una suave almohada que pusieron encima. Aunque huraños, se apresuraron en traer leche, hígado de pollo y pescado. A regañadientes prepararon ciertas infusiones que, según afirmaba el soldado, eran buenas para prevenir las úlceras de las orejas de los gatos. Salieron furiosos en busca de hierbas que se supone curaban a los gatos de los gusanos. Pero no pudieron creerlo cuando se les pidió que calentaran agua para el baño porque el soldado sospechaba que Mequetrefe había cogido una pulga.

Abdullah se vio forzado a negociar.

—¡Oh, príncipe y princesa de los patrones! —dijo—, os pido que seáis pacientes con las excentricidades de mi excelente amigo. Cuando dice un baño se refiere, por supuesto, a un baño para él mismo y para mí. Ambos estamos algo sucios del viaje y un poco de agua limpia y caliente sería bienvenida, y pagaremos, qué duda cabe, los extras necesarios.

—¿Qué? ¿Yo? ¿Baño? —dijo el soldado cuando el posadero y su mujer salieron desconcertados a poner a hervir las grandes calderas.

—Sí, tú —dijo Abdullah—, o tú y tus gatos y yo nos separamos esta misma tarde. El perro de mi amigo Jamal, allá en Zanzib, era bastante menos desagradable a la nariz que tú, oh, sucio guerrero; y Mequetrefe, con pulgas o sin ellas, es también bastante más limpio que tú.

—¿Pero qué hay de mi princesa y de la hija de tu sultán si te marchas? —preguntó el soldado.

—Ya se me ocurrirá algo —dijo Abdullah—. Pero preferiría que te dieras un baño y, si lo deseas, metieras a Mequetrefe contigo. Ese fue mi propósito al pedirlo.

—Bañarte te debilita —dijo el soldado dubitativamente—. Pero supongo que mientras estoy ahí metido, podría bañar también a Medianoche.

—Usa ambos gatos como esponjas si te place, encaprichado soldado de infantería —dijo Abdullah. Y se dispuso a deleitarse con su propio baño. Como el clima de Zanzib era muy caluroso, la gente estaba acostumbrada a bañarse a menudo. Abdullah visitaba los baños públicos al menos un día sí y otro no, y ya lo echaba de menos. El propio Jamal iba a los baños una vez en semana, y se rumoreaba que llevaba a su perro con él. Abdullah pensó que el soldado, que ahora empezaba a calmarse metido en el agua caliente, no estaba más embobado con sus gatos de lo que Jamal lo estaba con su perro. Esperaba que Jamal y el perro se las hubieran ingeniado para escapar y, de ser así, que no estuviesen sufriendo las penalidades del desierto.