El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Esto pareció aplacar al ángel. Las alas desaparecieron de sus nubosos costados y aunque su extraña cabeza se giró para mirarlos mientras la alfombra seguía deslizándose, no intentó detenerlos. Pero el ángel del otro extremo del camino tenía ya los ojos abiertos y los dos siguientes también se volvieron a mirarlos. Abdullah no se atrevió a sentarse de nuevo. Aseguró sus pies para no perder el equilibrio y se inclinó ante cada par de ángeles que pasaban. No era fácil de hacer. La alfombra sabía tan bien como Abdullah lo peligrosos que podían llegar a ser los ángeles y avanzaba más y más deprisa.

Incluso Sophie se dio cuenta de que un poco de cortesía podría ser de ayuda. Mientras pasaban a toda prisa, saludó a cada ángel agachando la cabeza y diciendo: «Buenas tardes. Hermoso atardecer el de hoy. Buenas tardes». No tenía tiempo para más porque la alfombra recorrió disparada el último trecho de la avenida. Cuando alcanzó las cancelas del castillo, que estaban cerradas, pasó a través de ellas como una rata atraviesa una alcantarilla. Abdullah y Sophie se sintieron sofocados con la neblinosa humedad y después salieron a la calma de una luz dorada. Descubrieron que estaban en un jardín. En ese momento, la alfombra cayó al suelo, mustia como un estropajo, y allí se quedó. Pequeños escalofríos le recorrían a todo lo largo, como haría una alfombra si temblase de miedo o jadeara de esfuerzo, o ambas cosas a la vez.

Puesto que el suelo era sólido y no parecía estar hecho de nube, Sophie y Abdullah saltaron cuidadosamente sobre él. Era un césped firme en el que crecía plateada hierba verde. A lo lejos, entre los ordenados setos, el agua manaba de una fuente de mármol. Sophie miró la fuente, miró alrededor y comenzó a fruncir el ceño.

Abdullah se agachó y enrolló la alfombra consideradamente, dándole palmaditas y hablándole con dulzura.

—Has sido muy valiente, oh, la más atrevida de los damascos —le dijo—. Ya está, ya está. No temas. No permitiré que ningún demonio, por muy poderoso que sea, dañe un solo hilo de tu preciada tela, ni un fleco de tu filo.

—Te pareces al soldado, armando escándalo con Morgan cuando era Mequetrefe —dijo Sophie—. Por ahí está el castillo.

Se dirigieron hacia él, Sophie mirando alerta alrededor y soltando uno o dos resoplidos, Abdullah con la alfombra tiernamente sobre sus hombros. Le daba palmaditas de vez en cuando y sentía que los temblores se extinguían mientras andaban. Caminaron durante un tiempo por el jardín que, aunque no era de nube, cambiaba y se alargaba en torno a ellos. Los setos se convirtieron en artísticos bancos de flores de color rosa pálido y la fuente, que podían ver con claridad en la distancia todo el tiempo, parecía ahora de cristal o posiblemente de crisolita. Unos pocos pasos más y todo estuvo lleno de enjoyadas macetas y frondosas enredaderas que se elevaban alrededor de pilares lacados. Los resoplidos de Sophie se hicieron más sonoros. La fuente, según podían ver, estaba hecha de plata con zafiros incrustados.

—Ese demonio se ha tomado libertades con un castillo que no es suyo —dijo Sophie—. A menos que esté completamente equivocada, esto solía ser nuestro baño.

Abdullah se sintió enrojecer. Fuese o no el cuarto de baño de Sophie, esos eran los jardines de sus propios sueños. Hasruel se burlaba de él, como había hecho todo el tiempo. Cuando la fuente se convirtió en oro y centelleante vino oscuro con rubíes, Abdullah se enfadó tanto como Sophie.

—Un jardín no debería ser así, incluso si nos olvidamos de los continuos cambios —dijo Abdullah con irritación—. Un jardín debería tener un aspecto natural, con secciones salvajes, y debería incluir una gran área de jacintos del bosque.

—Exacto —dijo Sophie—. ¡Mira ahora esa fuente! ¡Qué manera de tratar un baño!

La fuente era de platino y esmeraldas.

—Ridículamente ostentoso —dijo Abdullah—. Cuando yo diseñe mi jardín…

Fue interrumpido por los gritos de un niño. Ambos echaron a correr.

Capítulo 18

Que está bastante lleno de princesas

Los gritos del niño aumentaron. No había duda de la dirección de la que procedían. Mientras Sophie y Abdullah corrían a lo largo de un claustro columnado en dirección al lugar, Sophie jadeó:

—No es Morgan. Es un niño mayor.

Abdullah pensó que tenía razón. Escuchaba palabras entre los gritos, aunque no podía distinguir cuáles. Y, aunque se pusiera a berrear con todas sus fuerzas, Morgan no tenía todavía pulmones tan grandes como para emitir ese tipo de ruido. Los gritos se hicieron casi insoportables y después se convirtieron en chirriantes sollozos. Y los chirriantes sollozos dieron lugar a un continuo y persistente «¡Bua, bua, bua!» y, justo cuando ese sonido se hizo verdaderamente intolerable, el niño alzó la voz de nuevo con histéricos gritos.

Sophie y Abdullah siguieron el sonido hasta el final del claustro y salieron a una enorme sala de nube. Allí se detuvieron prudentemente detrás de un pilar.

—¡Nuestro salón, deben haberlo inflado como un globo! —dijo Sophie.

Era una sala muy grande y lo que gritaba, en su centro, era una niña. Tendría unos cuatro años, rizos rubios y llevaba un camisón blanco. Su cara estaba roja, su boca era un enorme agujero negro y alternativamente se arrojaba al suelo de pórfido verde y se levantaba para volver a tirarse. Si había una niña hecha una furia, era esta. Los ecos de la gran sala gritaban con ella.

—Es la princesa Valeria —murmuró Sophie a Abdullah—. Justo lo que pensaba.

Cerniéndose sobre la princesa chillona estaba la oscura figura de Hasruel. Otro demonio, mucho más pequeño y pálido, se escondía tras él.

—¡Haz algo! —gritó el demonio pequeño. Se le escuchaba entre el estrépito porque su voz era como de trompetas plateadas—. ¡Me está volviendo loco!

Hasruel giró su enorme rostro hacia la gritona cara de Valeria.

—Pequeña princesa —le arrulló retumbante—. Deja de llorar. Nadie te va a hacer daño.

Como respuesta, la princesa Valeria primero se levantó, gritó a la cara de Hasruel, después se lanzó de bruces al suelo, se puso a rodar y patalear allí.

—¡Bua, bua, bua! —vociferó—. ¡Quiero mi casa! ¡Quiero a mi papá! ¡Quiero a mi niñera! ¡Quiero a mi tío Justin! ¡Buaaaa!

—Pequeña princesa —le arrulló Hasruel desesperadamente.

—¡No le hagas sólo arrullos! —voceó el otro demonio, que era claramente Dalzel—. ¡Haz algo de magia! ¡Una nana, un conjuro de silencio, mil ositos, una tonelada de caramelos toffe! ¡Lo que sea!

Hasruel se volvió hacia su hermano. Sus alas abiertas desencadenaron agitados vendavales que revolvieron el pelo de Valeria y removieron su camisón. Sophie y Abdullah tuvieron que aferrarse al pilar para que la fuerza del viento no los lanzara hacia atrás. Pero nada de esto cambió la rabieta de la princesa Valeria. En todo caso, gritó más fuerte.

—¡Lo he intentado todo, hermano mío! —tronó Hasruel.

Ahora la princesa Valeria gritaba sin parar «¡MADRE, MADRE, ESTÁN SIENDO MUY MALOS CONMIGO!

Hasruel tuvo que alzar su voz hasta que se convirtió en un completo estruendo.

—¿No sabes —retumbó— que casi ningún tipo de magia puede parar a una cría con este genio?

Dalzel se tapó las orejas con sus pálidas manos (las orejas eran puntiagudas, con cierto aspecto de hongos).

—¡Pues no puedo soportarlo! —se desgañitó Dalzel—. ¡Ponla a dormir durante doscientos años!

Hasruel asintió con la cabeza. Se volvió hacia la princesa Valeria, que gritaba y se revolcaba por el suelo, y extendió su enorme mano sobre ella.

—¡Oh, querido! —dijo Sophie a Abdullah—. ¡Haz algo!

Puesto que Abdullah no tenía ni idea de qué hacer y puesto que en su interior sentía que cualquier cosa que parara ese ruido sería una buena idea, no hizo nada salvo alejarse dubitativamente del pilar. Y afortunadamente, antes de que la magia de Hasruel tuviera algún efecto notable en la princesa Valeria, llegó una muchedumbre de personas. Una voz fuerte, bastante áspera, atravesó el barullo:

—¿Qué es todo este ruido?

Ambos demonios retrocedieron. Las recién llegadas eran todas mujeres y todas parecían extremadamente disgustadas; pero dicho esto, sólo tenían en común ambas cosas. Permanecían en fila, unas treinta, mirando fija, acusadoramente, a los dos demonios, y eran altas, bajas, corpulentas, delgadas, jóvenes y viejas y de cada color de piel producido por la raza humana. Los ojos de Abdullah se movieron rápidamente y con asombro a lo largo de la hilera. Debían de ser las princesas raptadas. Esa era la tercera cosa que tenían en común. El conjunto iba desde una diminuta, frágil, princesa amarilla, la más cercana a él, hasta una encorvada anciana situada más o menos en el medio. Y llevaban todo tipo de ropa imaginable, desde un vestido de gala a pantalones de deporte.

La que había gritado era una princesa de complexión fuerte, de mediana estatura que permanecía ligeramente al frente de las demás. Llevaba ropa de montar. Su cara, aparte de estar bronceada y un poquito arrugada por haber pasado mucho tiempo al aire libre, transmitía sinceridad y sensatez. Miraba a los dos demonios con profundo desprecio.

—¡Esta es la más ridícula de todas las cosas ridículas que he visto! —dijo—. ¡Dos enormes y poderosas criaturas como vosotros, y no podéis ni siquiera hacer que una niña deje de llorar! —Y avanzó hacia Valeria y le dio una brusca cachetada en su sucio trasero—. ¡Cállate!

Funcionó. Nunca nadie le había pegado antes en toda su vida. Se dio la vuelta y se enderezó como si alguien la hubiese empujado. Miró a la princesa más que asombrada, con los ojos hinchados.

—¡Me has pegado!

—¡Y lo haré de nuevo si hace falta! —dijo la princesa con franqueza.

—Gritaré —Su boca se convirtió de nuevo en un agujero negro. Respiró profundamente.

—No. No lo harás —dijo, severa, la princesa. Cogió a Valeria y la puso bruscamente en los brazos de dos princesas que había tras ella y que, junto con algunas más, la encerraron en un corrillo haciendo sonidos tranquilizadores. En el medio del corrillo, Valeria empezó a gritar de nuevo, pero de modo poco convincente. La princesa de aspecto sensato se puso las manos en las caderas y se volvió con desprecio a los demonios.

—¿Veis? —dijo—. ¡Todo lo que necesitáis es un poquito de firmeza y algo de amabilidad, pero no se puede esperar que ninguno de vosotros dos entienda eso!

Dalzel avanzó hacia ella. Ahora que no estaba tan angustiado, Abdullah descubrió con sorpresa que Dalzel era guapo. Si no hubiese sido por sus orejas de hongo y sus pies de garra, podría haber pasado por un hombre alto y angelical. Unos rizos dorados crecían en su cabeza, y sus alas, aunque pequeñas y de aspecto atrofiado, eran doradas también. Su boca, intensamente roja, mostró una dulce sonrisa. En conjunto tenía una belleza sobrenatural que iba muy bien con el extraño reino de nube donde vivía.

—Por favor, llévate a la niña —dijo— y consuélala, princesa Beatrice, la más excelente de mis esposas.

La princesa Beatrice ya estaba haciendo gestos a las otras princesas para que se llevaran a Valeria lejos, pero se volvió de repente al escuchar eso:

—Te he dicho, muchacho —dijo ella—, que ninguna de nosotras es tu mujer. Puedes decirlo hasta que te pongas azul, pero eso no cambiará nada. ¡No somos tus mujeres, y no lo seremos jamás!

—¡Exacto! —dijeron casi todas las princesas, en un firme pero desigual coro. Todas ellas, excepto una, se dieron la vuelta y se marcharon, llevándose con ellas a la sollozante princesa Valeria.

La cara de Sophie se iluminó con una sonrisa encantada. Susurró:

—¡Parece que las princesas se están defendiendo!