El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

La voz de trompeta de Dalzel luchó para ser oída:

—Dale un perrito, Hasruel, o te mataré a ti.

A estas alturas de los planes de Abdullah, él había previsto (si es que no lo habían matado para entonces) que lo convirtieran en perro. Eso era lo que había preparado. Y había calculado que entonces también se liberaría el perro de Jamal. Él había contado con la estampa no de un perro, sino de dos irrumpiendo de debajo de las enaguas de la sin-par, para añadir confusión. Pero Hasruel estaba tan distraído con los gritos, y el triple de ecos de los gritos, como lo estaba su hermano. Se giraba hacia un lado y otro, agarrando firmemente sus orejas y gritando de dolor, la viva imagen de un demonio a punto de volverse loco. Finalmente cruzó sus grandes alas y se convirtió en un perro él mismo.

Era un perro enorme, entre un burro y un bulldog, marrón y gris a parches, con un gran aro en su nariz respingona. El perro puso sus fantásticas pezuñas en el brazo del trono y lanzó una enorme lengua babeante hacia la cara de Valeria. Hasruel estaba intentando parecer amigable. Pero a la vista de algo tan grande y tan feo, Valeria, como era natural, gritó más fuerte que nunca. El sonido asustó a Morgan, que gritó más fuerte también.

Hubo un momento en el que Abdullah estuvo bastante perdido, sin saber qué hacer, y después otro en el que estuvo seguro de que ninguno le oiría gritar.

—¡Soldado —rugió—, agarra a Hasruel! ¡Que alguien sujete a Dalzel!

Afortunadamente el soldado estaba alerta. Era bueno para eso. La jharín de Jham se desvaneció con revuelo de viejas ropas y el soldado subió de un salto las escaleras del trono. Sophie se apresuró tras él, llamando a las princesas. Arrojó sus brazos alrededor de las finas y blancas rodillas de Dalzel, mientras el soldado envolvía con sus fornidos brazos el cuello del perro. Las princesas franquearon los escalones frente a ellas y la mayoría se arrojó también sobre Dalzel, con aire de princesas con mucha necesidad de venganza (todas excepto Beatrice, que arrastró a Valeria fuera de la muchedumbre y comenzó la difícil tarea de hacerla callar). La diminuta princesa de Tsapfan, mientras tanto, se sentó con calma en el suelo de pórfido y balanceó a Morgan para que se durmiera.

Abdullah intentó correr hacia Hasruel. Pero tan pronto como se movió, el perro de Jamal aprovechó su oportunidad y se escapó. Salió de golpe de debajo de las enaguas para observar la lucha que tenía lugar. Adoraba las luchas. También vio otro perro. Si había algo que odiara más que a los demonios o a los humanos, era a los perros. No importaba de qué tamaño fuesen. Corrió ladrando al ataque. Mientras Abdullah estaba todavía liberándose de las enaguas de la sin-par, el perro de Jamal se lanzó a la garganta de Hasruel.

Esto fue demasiado para Hasruel, ya acuciado por el soldado. Se convirtió en demonio de nuevo. Hizo un gesto de enfado y el perro salió volando para caer estrepitosamente con un aullido al otro lado de la sala. Después Hasruel intentó levantarse pero para entonces el soldado estaba sobre su espalda, impidiéndole desplegar sus pellejudas alas. Hasruel se movía arriba y abajo con fuerza.

—¡Mantén tu cabeza agachada, Hasruel, yo te conjuro! —gritó Abdullah, liberándose por fin de una patada de las enaguas. Subió los escalones, vestido sólo con sus calzoncillos y se agarró a la enorme oreja izquierda de Hasruel. En este momento, Flor-en-la-noche entendió dónde estaba la vida de Hasruel y para alegría de Abdullah, saltó y se agarró a la oreja derecha de Hasruel. Y allí estaban los dos colgados, alzados de tanto en tanto en el aire, cuando Hasruel ganaba al soldado, y devueltos de golpe al suelo cuando el soldado le ganaba a Hasruel, con los brazos del soldado alrededor del cuello del demonio justo junto a ellos dos y la enorme cara enojada de Hasruel en medio. En algunos momentos, Abdullah vislumbraba a Dalzel de pie en el asiento de su trono bajo un montón de princesas. Había desplegado sus débiles alas doradas. No parecían muy útiles para volar, pero golpeaba con ellas a las princesas y pedía ayuda a gritos a Hasruel.

Los gritos de trompeta de Dalzel parecieron inspirar a Hasruel. Empezó a ganarle al soldado. Abdullah intentó soltar una mano para poder alcanzar el aro dorado, colgando justo sobre su hombro, bajo la nariz ganchuda de Hasruel. Abdullah liberó su mano izquierda. Pero su mano derecha estaba sudando y escurriéndose de la oreja de Hasruel. Se agarró (desesperadamente) antes de caerse.

No había pensado en el perro de Jamal. Después de yacer aturdido casi un minuto, se levantó más enfadado que nunca, y lleno de odio hacia los demonios. Vio a Hasruel y supo que era su enemigo. Llegó corriendo desde el fondo de la sala con el pelo erizado, y pasó ladrando junto a la diminuta princesa y a Morgan, junto a la princesa Beatrice y Valeria, a través de las princesas arremolinadas alrededor del trono, junto a la agachada figura de su amo y saltó hacia la parte del demonio más fácil de alcanzar. Abdullah quitó su mano justo a tiempo.

—¡Chas! —mascaron los dientes del perro—. ¡Glup! —bajó por la garganta.

Después de eso una mirada de desconcierto cruzó la cara del perro y cayó al suelo, hipando molesto. Hasruel aulló con dolor y saltó con ambas manos agarradas a su nariz. El soldado fue arrojado al suelo. Abdullah y Flor-en-la-noche salieron volando cada uno para un lado. Abdullah se lanzó a por el perro hipante, pero Jamal llegó primero y lo cogió cariñosamente.

—¡Pobre perro, mi pobre perro! ¡Pronto te sentirás mejor! —le arrulló, y bajó cuidadosamente los escalones con él en brazos.

Abdullah levantó al soldado aturdido y ambos se pusieron frente a Jamal.

—¡Alto, todo el mundo! —gritó—. ¡Dalzel, yo te conjuro a que pares! ¡Tenemos la vida de tu hermano!

La lucha en el trono cesó. Dalzel permaneció con las alas desplegadas y sus ojos como hornos de nuevo.

—No te creo —dijo—. ¿Dónde?

—Dentro del perro —dijo Abdullah.

—Pero sólo hasta mañana —añadió con dulzura Jamal, cuyos pensamientos eran sólo para su perro con hipo—. Tiene el intestino irritado de comer tanto calamar. Da gracias…

Abdullah le dio un golpe para que se callara.

—El perro se ha comido el aro de la nariz de Hasruel —dijo.

El disgusto de la cara de Dalzel le confirmó que el genio había acertado. Y él lo había adivinado.

—¡Oh! —dijeron las princesas—. Todos los ojos se volvieron hacia Hasruel, enorme e inclinado, con lágrimas en sus fieros ojos y ambas manos sobre su nariz. Sangre de demonio, que era clara y verdosa, goteaba entre sus enormes dedos como cuernos.

—Debedía habedme dado cuenta —masculló Hasruel con disgusto—. Estaba justo debajo de mis nadices.

La vieja princesa de High Norland se apartó de la muchedumbre que rodeaba el trono, cogió un pequeño pañuelo de encaje de su manga y se lo acercó a Hasruel.

—Aquí tienes —dijo—. Sin resentimientos.

Hasruel cogió el pañuelo con un agradecido «gdacias» y lo presionó en la punta sangrante de su nariz. El perro no había comido mucho más aparte del aro. Después de limpiarse, Hasruel se arrodilló pesadamente y le hizo señas a Abdullah, que estaba arriba de las escaleras del trono.

—¿Qué quieres que haga ahora que soy bueno de nuevo? —preguntó con profunda tristeza.

Capítulo 21

En el que el castillo baja a la tierra

Abdullah no necesitó pensar mucho la pregunta de Hasruel.

—Debes exiliar a tu hermano, poderoso demonio, a un lugar del que no retorne —dijo.

Dalzel enseguida rompió a llorar con conmovedoras lágrimas azules.

—¡No es justo! —sollozó y dio una patada en el suelo—. ¡Todo el mundo contra mí! ¡Tú no me quieres, Hasruel! ¡Me has engañado! ¡Ni siquiera intentaste librarte de esos tres que colgaban de ti!

Abdullah estaba seguro de que Dalzel tenía razón en eso. Conociendo el poder que tenía un demonio, Abdullah estaba seguro de que Hasruel los podría haber lanzado, al soldado, a Flor-en-la-noche y a él mismo, a los confines de la tierra si hubiera querido.

—¡No es que estuviese haciendo ningún daño! —gritó Dalzel—. Tenía derecho a casarme, ¿no?

—Hay una isla errante al sur, en el océano, que sólo se puede encontrar una vez cada cien años. Tiene un palacio y muchos árboles frutales, ¿Puedo mandar allí a mi hermano? —susurró Hasruel a Abdullah mientras Dalzel lloraba y pataleaba.

—¡Y ahora vas a mandarme lejos! —gritó Dalzel—. A ninguno de vosotros le preocupa lo solo que voy a estar.

—Por cierto —masculló Hasruel—, los familiares de la primera mujer de tu padre hicieron un pacto con los mercenarios, lo que les permitió huir de Zanzib para escapar de la cólera del sultán, pero dejaron a dos sobrinas atrás. El sultán ha encerrado a las dos desafortunadas chicas, que son los único familiares cercanos a ti que pudo encontrar.

—Es de lo más espantoso —dijo viendo dónde quería llegar Hasruel—. ¿Quizá, poderoso demonio, podrías celebrar tu vuelta a la bondad trayendo aquí a esas dos damiselas aquí?

La horrorosa cara de Hasruel se iluminó. Alzó sus enormes manos de garras. Hubo una palmada de truenos, seguida por algunos chillidos femeninos y las dos gordas sobrinas aparecieron de pie frente al trono. Fue tan simple como eso. Abdullah comprobó que antes, evidentemente, Hasruel había contenido su fuerza. Y mirando a los enormes ojos oblicuos del demonio (que todavía tenían lágrimas en las esquinas del ataque del perro) vio que Hasruel sabía que él lo sabía.

—¡No más princesas! —dijo la princesa Beatrice. Estaba agachada junto a Valeria, parecía bastante abrumada.

—Nada por el estilo, te lo aseguro —dijo Abdullah.

Las dos sobrinas difícilmente habrían podido tener menos aspecto de princesas. Estaban vestidas con sus ropas más viejas, rosa práctico y amarillo de diario, desgastadas y manchadas por sus malas experiencias, y el pelo de ambas se había quedado aplastado. Le echaron un vistazo a Dalzel, pataleando y lloriqueando sobre ellas en el trono, otro vistazo a la enorme figura de Hasruel y después una tercera mirada a Abdullah, que llevaba sólo los calzoncillos puestos, y gritaron. Cada una intentó esconderse en el hombro regordete de la otra.

—Pobres chicas —dijo la princesa de High Norland—. Un comportamiento poco majestuoso.

—¡Dalzel! —gritó Abdullah al lloriqueante demonio—. Bello Dalzel, cazador furtivo de princesas, tranquilízate un momento y mira el regalo que te entrego para que te lo puedas llevar al exilio.

Dalzel se detuvo a medio sollozo:

—¿Un regalo?

Abdullah señaló:

—Contempla a estas dos esposas, jóvenes, suculentas y completamente necesitadas de un novio.

Dalzel derramó lágrimas luminosas sobre sus mejillas e inspeccionó a las sobrinas de la misma manera que los astutos clientes de Abdullah solían examinar sus alfombras.

—Un par a juego —dijo Dalzel—. ¡Y maravillosamente gordas! ¿Dónde está la trampa? Quizá no sean tuyas y no puedas entregarlas en matrimonio.

—Sin trampas, brillante demonio —dijo Abdullah. Le parecía que, ahora que los otros familiares de las chicas las habían abandonado, podrían decidir por sí mismas. Pero por precaución añadió—: Puedes raptarlas, poderoso Dalzel. —Abdullah fue hacia las sobrinas y le dio una palmadita a cada una en su regordete brazo—. Señoras —dijo—, las más grandes lunas de Zanzib, os ruego me perdonéis por ese poco afortunado voto que me impedía disfrutar para siempre de vuestra grandeza. Mirad hacia arriba y contemplad al marido que os he encontrado en mi lugar.

Las cabezas de ambas sobrinas se levantaron tan pronto como escucharon la palabra marido. Observaron a Dalzel.

—Es tan guapo —dijo la de rosa.

—Me gustan con alas —dijo la de amarillo—. Es diferente.

—Los colmillos son bastante sexis —reflexionó la de rosa—. Y también las garras, siempre que tenga cuidado al ponerlas en las alfombras.

Dalzel sonreía más y más ampliamente con cada puntualización.

—Debería raptarlas ahora mismo —dijo—. Me gustan más que las otras princesas. ¿Por qué no coleccioné señoras gordas, Hasruel?