El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Con este sonido, después de haber atado al otro joven, el soldado se giró. Abdullah retrocedió rápidamente. No le gustó la velocidad con la que se giró el soldado ni la manera en la que disponía sus manos, con los dedos firmemente juntos como dos asesinas armas sin filo.

—Escuché que planeaban matarte, valiente veterano —explicó rápidamente—, y corrí para poder advertirte y prestarte mi ayuda.

El soldado clavó sus ojos (muy azules, pero ya nada inocentes) en los suyos. Eran ojos que habrían destacado por su astucia incluso en el Bazar de Zanzib. Parecían catalogar a Abdullah de todas las maneras posibles. Por fortuna parecían satisfechos con lo que veían. El soldado dijo: «Entonces, gracias» y se giró para patear la cabeza del joven atado, que dejó de moverse también; y con esto, se acabó la partida.

—Quizá —sugirió Abdullah—, deberíamos informar a un agente.

—¿Para qué? —preguntó el soldado—. Se agachó y, para ligera sorpresa de Abdullah, realizó una búsqueda rápida y experta en los bolsillos del joven cuya cabeza acababa de golpear. Obtuvo un gran puñado de monedas de cobre y, mostrándose satisfecho, las guardó en su propio bolsillo.

—Un pésimo cuchillo, después de todo —dijo mientras lo rompía en dos—. Puesto que estás aquí, ¿por qué no miras al que has atizado, mientras yo hago lo propio con los otros dos? El tuyo debe valer al menos una moneda de plata.

—¿Quieres decir —preguntó Abdullah dubitativamente— que la costumbre de este país permite robar a los ladrones?

—No he oído hablar de que sea una costumbre —dijo el soldado con calma—, pero sí es lo que yo acostumbro a hacer. ¿Por qué crees que enseñé mi oro en la fonda? Siempre hay algún malvado que piensa que un estúpido soldado merece que lo atraquen. Y casi todos ellos llevan suelto encima.

Cruzó la carretera y empezó a registrar al joven que había caído del árbol. Tras dudar un momento, Abdullah se dio a la ingrata tarea de rebuscar en los bolsillos del que él había derribado con la botella. No tuvo más remedio que revisar la idea que tenía del soldado. A un hombre que podía enfrentarse con tanta seguridad a cuatro atacantes a la vez era mejor tenerlo de amigo que de enemigo. Y los bolsillos del joven inconsciente contenían tres piezas de plata. También había un cuchillo. Abdullah intentó romperlo en la carretera como había hecho el soldado con el otro.

—Ah, no —dijo el soldado—. Ese sí es un buen cuchillo. Quédatelo.

—Honestamente, no sé usarlo —dijo Abdullah tendiéndoselo al soldado—, soy un hombre de paz.

—Entonces no llegarás lejos en Ingary —dijo el soldado—. Guárdalo y úsalo para cortar tu carne, si lo prefieres. Yo tengo seis cuchillos mejores que ese en mi morral, todos de diferentes rufianes. Quédate la plata también… aunque mostraste tan poco interés cuando hablé de mi oro que debes estar forrado, ¿no es así?

«Este es en verdad un hombre observador y perspicaz», pensó Abdullah, guardándose el dinero.

—No soy tan rico que no pueda serlo más —dijo.

Luego, sintiéndose parte de aquello, le quitó los cordones de las botas al joven y los usó para afianzar la botella del genio a su cinturón. Mientras lo hacía, el hombre se reanimó y gruñó.

—Están despertándose. Lo mejor es que nos vayamos —dijo el soldado—. Cuando despierten tergiversarán el asunto, dirán que fuimos nosotros los que les atacamos a ellos. Y como quiera que este es su pueblo y nosotros somos extranjeros, les creerán a ellos. Pienso acortar por las montañas. Si quieres un consejo, haz lo mismo.

—Me sentiría honrado, oh, el más discreto de los luchadores, si pudiera acompañarte —dijo Abdullah.

—No me importa —dijo el soldado—. No te mentiré, estaría bien tener compañía para variar. Recogió su morral y su sombrero (parecía que había tenido tiempo para esconderlos ordenadamente detrás de un árbol antes de que empezara la lucha) y enfiló el camino hacia el bosque.

Durante algún tiempo caminaron con paso seguro entre los árboles. El soldado hizo que Abdullah se sintiera deplorablemente desentrenado. Daba zancadas tan ligera y fácilmente como si el camino fuese cuesta abajo, y Abdullah cojeaba tras él. Sentía su pie izquierdo en carne viva.

Habiéndose alejado bastante, el soldado paró y le esperó en un promontorio en un claro del bosque.

—¿Te hace daño esa estrambótica bota? —preguntó—. Siéntate en la roca y quítatela. —Se descolgó su morral mientras hablaba.— Tengo algo así como un botiquín de primeros auxilios bastante insólito, aquí dentro —dijo—. Lo encontré en el campo de batalla. Creo. En algún lugar de Strangia, en cualquier caso.

Abdullah se sentó y se descalzó. El alivio que sintió al quitársela fue rápidamente anulado cuando miró su pie. Estaba en carne viva. El soldado gruñó y le colocó rápidamente una especie de venda blanca que se quedó fija sin necesidad de atarla. Abdullah aulló. Después, un bendito frescor llegó de la venda.

—¿Es algún tipo de magia? —preguntó.

—Probablemente —dijo el soldado—, creo que esos magos de Ingary le dieron estos morrales a su ejército. Ponte la bota. Ahora podrás caminar. Deberíamos estar lejos antes de que los papás de esos chicos empiecen a buscarnos a lomos de sus caballos.

Abdullah pisó con precaución cuando se puso la bota. Definitivamente la venda tenía que ser mágica. Su pie parecía curado. Ahora casi era capaz de seguir el ritmo del soldado (y menos mal, porque el soldado continuó subiendo sin parar hasta que Abdullah sintió que habían caminado tanto como él el día anterior en el desierto). Abdullah no podía evitar echar un nervioso vistazo hacia atrás de vez en cuando, por si acaso los caballos estaban persiguiéndolos. Se dijo que al menos era un cambio con respecto a los camellos, aunque, por una vez, sería bastante agradable no tener a nadie persiguiéndolo. Pensando en esto, llegó a la conclusión de que también en el Bazar los parientes de la primera mujer de su padre lo habían perseguido desde el mismo momento en que este murió. Estaba enfadado consigo mismo por no haberse dado cuenta antes.

Entretanto, habían ascendido mucho, el bosque a esa altura daba paso a ásperos arbustos que crecían entre las peñas. A la caída de la tarde caminaban entre rocas, en algún lugar cerca de la cima de una línea de montañas, donde apenas unos pocos matojos, pequeños y olorosos, permanecían aferrados a las grietas. Abdullah pensó, mientras el soldado se encaminaba a lo largo de una especie de barranco entre altos riscos, que habían llegado a otro tipo de desierto. No parecía muy probable que encontraran allí algo para cenar.

Un poco más allá del barranco, el soldado se detuvo y se quitó el morral.

—Cuídame esto un momento —dijo—. Creo que allí arriba, a este lado del acantilado, hay una cueva. Voy a asomarme y veré si es un buen lugar para pasar la noche.

Cuando miró con cansancio hacia arriba, a Abdullah le pareció ver una apertura oscura en las rocas sobre sus cabezas. No le apetecía dormir allí. Parecía un lugar frío y duro. Pero pensó, mientras veía con pesar cómo el soldado subía fácilmente el acantilado y llegaba al agujero, que probablemente era mejor que dormir a cielo abierto sobre las rocas.

Y entonces sonó un estrépito como de engranajes metálicos.

Abdullah vio al soldado salir tambaleándose de la cueva, con una mano sobre su cara, y casi caerse de espaldas por el acantilado. Pero, de algún modo, consiguió salvarse y llegó resbalando y maldiciendo en una tormenta de escombros.

—¡Hay un animal salvaje ahí dentro! —jadeó—. Movámonos. —Sangraba abundantemente por ocho grandes arañazos. Cuatro de ellos comenzaban en su frente, cruzaban su mano, y bajaban por su mejilla hasta la barbilla. Los otros cuatro habían rasgado su manga y arañado su brazo desde la muñeca hasta el codo. Parecía que había conseguido taparse la cara con las manos justo a tiempo para no perder un ojo. Temblaba tanto que Abdullah tuvo que coger su sombrero y su morral y guiarlo para bajar el barranco (y lo hizo bastante rápidamente. Cualquier animal que pudiera ganarle la batalla a este soldado era un animal con el que Abdullah no quería encontrarse).

El barranco acababa cien metros más abajo. Y allí donde terminaba era un sitio perfecto para acampar. Ahora estaban en la otra cara de las montañas, con una amplia vista sobre las tierras que se extendían a lo lejos, todo tamizado de oro, verde y niebla en el sol del oeste. El barranco acababa en un espacioso suelo de roca y ascendía por una pendiente suave hasta acabar en otra especie de cueva, pues ahí las rocas colgaban sobre el suelo inclinado. Era aún mejor, justo delante había un pequeño arroyo que bajaba murmurando por la montaña.

Por muy perfecto que fuese, Abdullah no deseaba parar en un sitio tan cercano al animal salvaje de la cueva. Pero el soldado insistió. Los arañazos le dolían. Se echó en la roca inclinada y sacó algún tipo de ungüento del botiquín mágico.

—Enciende un fuego —dijo mientras se lo untaba en sus heridas—, los animales salvajes tienen miedo del fuego.

Abdullah cedió, trepó con dificultad y se dispuso a cortar los arbustos olorosos para el fuego. Un águila o algo similar había anidado en los peñascos hacía tiempo. Con el viejo nido llenó sus brazos de palitos y bastantes ramas, así que pronto tuvo una buena pila de leña. Cuando el soldado hubo terminado de untarse el ungüento, sacó un yesquero y encendió un pequeño fuego a medio camino de la roca inclinada. Las llamas crepitaban y saltaban de lo más alegremente. El humo, que olía parecido al incienso que Abdullah solía quemar en su puesto, se dispersaba desde el final del barranco y se extendía hacia el inicio de un glorioso atardecer. «Si esto realmente asusta a las bestia de la cueva», pensó Abdullah, «sería casi perfecto estar aquí». Sólo casi perfecto porque, por supuesto, no había nada para comer en kilómetros a la redonda. Abdullah suspiró.

El soldado sacó una lata de su morral.

—¿Te importaría rellenar esto con agua? A menos —dijo echándole un ojo a la botella del genio que Abdullah llevaba atada al cinturón— que tengas algo más fuerte en ese frasco tuyo.

—Desgraciadamente, no —dijo Abdullah—. Esto es meramente una reliquia familiar, un raro cristal ahumado de Singispat, que llevo por razones sentimentales. —No tenía intención de informar a alguien tan poco honesto como el soldado de la existencia del genio.

—Una pena —dijo el soldado—. Trae agua entonces, y yo me las apañaré para cocinarnos algo de cena.

Así el lugar se convirtió en un sitio casi completamente perfecto. Abdullah fue saltando presto hasta el arroyo. Cuando regresó vio que el soldado había sacado una sartén y vaciaba en ella paquetes de carne seca y guisantes secos. Añadió el agua y un par de cubitos misteriosos y lo puso todo a hervir en el fuego. En muy poco tiempo se había convertido en un sustancioso estofado. Y olía deliciosamente.

—¿Más material de los magos? —preguntó Abdullah mientras el soldado servía la mitad del estofado en un plato de latón y se lo pasaba.

—Eso creo —dijo el soldado—, lo cogí del campo de batalla. —Tomó la sartén para comer y encontró un par de cucharas. Se sentaron amigablemente a comer, con el fuego crepitando entre ellos mientras el cielo se volvía lentamente rosado y carmesí y dorado, y las tierras allí abajo empezaban a ponerse azules.

—No estás acostumbrado a pasar apuros, ¿verdad? —señaló el soldado—. Buenas ropas, botas caras, pero por el aspecto que tienen se ve que les has dado demasiado uso últimamente y se han desgastado y desgarrado. Y por tu forma de hablar y tu bronceado debes ser de bastante al sur de Ingary, ¿no?

—Todo eso es verdad, oh, el más preciso observador de los compañeros —dijo Abdullah cauteloso—. Y todo lo que yo sé de ti es que vienes de Strangia y actúas de la manera más extraña, exhibiendo las monedas de tu paga para que te roben.

—¡Maldita paga! —interrumpió el soldado con enfado—. No conseguí ni un penique de Strangia ni de Ingary. Me dejé todas mis agallas en esa guerra, todos lo hicimos, y al final dijeron: «Eh, chavales, ahora es tiempo de paz» y nos lanzaron a morir de hambre. Así que me dije a mí mismo ¡De acuerdo! ¡Alguien me debe todo el trabajo que he hecho y creo que ese alguien es la gente de Ingary! ¡Ellos son los que trajeron a los magos e hicieron trampas para ganar! Así que me puse en camino, dispuesto a reclamarles mi paga del modo en que me viste hacerlo hoy. Puedes llamarlo estafa si quieres, pero ya me has visto, júzgame. ¡Sólo le saco el dinero a los que intentan robarme!

—La palabra estafa nunca ha cruzado mis labios, oh, virtuoso veterano —dijo Abdullah con sinceridad—, yo diría que tu plan es de lo más ingenioso, y creo que nadie salvo tú podría llevarlo a cabo.