El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Dalzel levantó la vista. Estaba echado de lado en su gran trono, jugando al ajedrez con Hasruel. Palideció un poco ante lo que vio y le hizo señas a su hermano para que quitara el tablero. Afortunadamente, la muchedumbre de princesas era demasiado densa para que descubriera a Sophie y la jharín de Jham apiñados en el medio, aunque sus adorables ojos recayeron en Jamal y los encogió con estupefacción.

—¿Qué pasa ahora? —dijo.

—¡Un hombre en nuestra habitación! —gritaron las princesas—. ¡Un terrible y malísimo hombre!

—¿Qué hombre? —resonó Dalzel—. ¿Qué hombre podría atreverse?

—¡Este! —chillaron todas las princesas—. Abdullah fue arrastrado hacia delante entre la princesa Beatrice y la princesa de Alberia, vestido de la más vergonzosa manera, con nada encima salvo las enaguas de aro que colgaban tras la cortina. Estas enaguas eran una parte esencial del plan. Dos de las cosas que había ocultas debajo eran la botella del genio y la alfombra mágica. Cuando Dalzel le miró, Abdullah se alegró de haber tomado esas precauciones. Él no sabía que los ojos de un demonio podían arder. Los ojos de Dalzel eran como dos calderas azuladas. El comportamiento de Hasruel hizo que Abdullah se sintiera todavía más incómodo. Una sonrisa mezquina se extendió por los enormes rasgos de Hasruel y dijo: «Ah, tú de nuevo». Entonces cruzó los brazos y miró de un modo muy sarcástico.

—¿Cómo consiguió este tipo llegar aquí? —preguntó Dalzel con su voz de trompeta.

Antes de que nadie pudiera responder, Flor-en-la-noche realizó su parte del plan apareciendo de entre las otras princesas y arrojándose con gracia a los escalones del trono.

—¡Ten piedad, gran demonio! —gritó—. Sólo vino a rescatarme.

Dalzel rio despectivamente.

—Entonces el muchacho es un loco. Debería arrojarlo directamente de vuelta a la Tierra.

—¡Haz eso, gran demonio, y nunca te dejaré en paz! —manifestó Flor-en-la-noche.

No estaba actuando, lo decía de verdad y Dalzel lo sabía.

Un escalofrío recorrió su delgado y pálido cuerpo, y sus dedos de garras doradas se aferraron al trono. Pero sus ojos todavía llameaban de ira.

—¡Haré lo que yo desee! —retumbó.

—Entonces desea ser misericordioso —gritó Flor-en-la-noche—. Dale al menos una última oportunidad.

—¡Cállate, mujer! —resonó Dalzel—. No lo he decidido todavía. Antes quiero saber cómo consiguió llegar hasta aquí.

—Disfrazado de perro del cocinero, por supuesto —dijo la princesa Beatrice.

—¡Y bastante desnudo cuando se transformó en hombre! —dijo la princesa de Alberia.

—Un escandaloso asunto —dijo la princesa Beatrice—, Tuvimos que meterlo en las enaguas de la sin-par.

—Traedlo más cerca —ordenó Dalzel.

La princesa Beatrice y su asistente arrastraron a Abdullah hacia las escaleras del trono. Abdullah caminaba con pequeños pasos remilgados que esperaba que los demonios atribuyeran a las enaguas. Pero se debía en realidad a que la tercera cosa que había debajo de ellas era el perro de Jamal. Estaba agarrado firmemente entre las rodillas de Abdullah para que no se escapara. En esta parte del plan sobraba un perro y ninguna de las princesas había confiado en que Dalzel no mandara a Hasruel en su busca y probara que todo el mundo estaba mintiendo.

Dalzel contempló a Abdullah y Abdullah deseó con fuerza que fuese verdad que Dalzel no tenía poderes propios. Hasruel había llamado a su hermano «débil». Pero se le ocurría a Abdullah que incluso un demonio débil era varias veces más fuerte que un hombre.

—¿Llegaste aquí como un perro? —resonó Dalzel—. ¿Cómo?

—Con magia, gran demonio —dijo Abdullah. Su intención era hacerle una detallada explicación al respecto, pero por debajo de las enaguas tenía lugar una escondida lucha. El perro de Jamal resultó odiar a los demonios más de lo que había odiado a toda la raza humana. Quería ir a por Dalzel.

—Me disfracé del perro de vuestro cocinero —empezó a explicar Abdullah. En este punto el perro de Jamal estaba ya tan ansioso por lanzarse sobre Dalzel que a Abdullah le preocupaba que se soltase. Se vio forzado a apretar sus rodillas todavía con más fuerza. La respuesta del perro fue gruñir y dar un enorme ladrido.

—¡Lo siento! —jadeó Abdullah. El sudor le llenaba la frente—. Todavía tengo tanto de perro, que no puedo reprimir mis gruñidos de vez en cuando.

Flor-en-la-noche se dio cuenta de que Abdullah tenía problemas y rompió en lamentaciones.

—¡Oh, el más noble de los príncipes! ¡Sufrir la forma de un perro por mi culpa! ¡Libérale, noble demonio! ¡Libérale!

—Cállate, mujer. ¿Dónde está ese cocinero? Traedlo aquí.

Jamal fue empujado hacia delante por la princesa de Farqtan y la heredera de Thayack. Se retorció las manos y se encogió.

—¡Honorable demonio, esto no tiene nada que ver conmigo, lo juro! —gimió Jamal—. ¡No me hagas daño! ¡Nunca supe que no era un perro de verdad!

Abdullah habría jurado que Jamal estaba en un estado de auténtico terror. Y quizá era así pero, pese a esto, tuvo la entereza de darle una palmadita a Abdullah en la cabeza.

—Buen perro —dijo—. Buen compañero. —Después se tiró al suelo y se postró en las escaleras del trono a la manera de Zanzib—. ¡Soy inocente, grandeza! —lloriqueó—. ¡Inocente! ¡No me dañes!

El perro se calmó al escuchar la voz de su amo. Sus gruñidos desaparecieron. Abdullah pudo relajar un poco sus rodillas.

—Yo también soy inocente, oh, coleccionista de doncellas reales —dijo—. Vine sólo a rescatar a la que amo. Puesto que tú mismo amas a tantas princesas, mi devoción debe despertar tu bondad.

Dalzel frotó perplejo su mentón.

—¿Amar? —dijo—. No, no puedo decir que entienda el amor. No puedo entender cómo nada puede hacer que alguien se exponga a una situación como esta, mortal.

Hasruel, se agachó, vasto y oscuro junto al trono, y sonrió más malévolamente que nunca.

—¿Qué quieres que haga con la criatura, hermano? —retumbó—, ¿Asarlo? ¿Extraer su alma y convertirla en parte del suelo? ¿Desbaratarlo?

—¡No, no! ¡Sé compasivo, gran Dalzel! —gritó de repente Flor-en-la-noche—. Dale al menos una oportunidad. Si lo haces, nunca te haré preguntas ni me quejaré ni te sermonearé. ¡Seré dócil y educada!

Dalzel frotó su mentón de nuevo y miró con dudas. Abdullah se sintió bastante aliviado. Dalzel era en verdad un demonio débil, al menos débil de carácter.

—Si le diera una oportunidad… —empezó.

—Acepta mi consejo, hermano —le cortó Hasruel—, no lo hagas. Este es un liante.

Justo entonces, Flor-en-la-noche alzó otro gran lamento y se golpeó el pecho. Abdullah gritó a través del ruido:

—Déjame adivinar dónde escondes la vida de tu hermano, gran Dalzel. Si no lo acierto, mátame. Si lo adivino, déjame partir en paz.

Esto divirtió mucho a Dalzel. Su boca se abrió mostrando afilados dientes plateados y su risa resonó alrededor de la sala de nubes como una fanfarria de trompetas.

—¡Pero nunca lo adivinarás, pequeño mortal! —dijo mientras se reía. Después, tal como las princesas le habían asegurado repetidamente a Abdullah, Dalzel fue incapaz de resistirse a dar pistas—. He escondido la vida tan inteligentemente —dijo con alegría—, que puedes mirarla y no verla. Hasruel no la puede ver y es un demonio. Así que, ¿qué esperanza tienes tú? Pero creo que te daré tres oportunidades, por pura diversión, antes de matarte. Así que, primer intento: ¿Dónde he escondido la vida de mi hermano?

Abdullah lanzó una rápida mirada a Hasruel por si decidía interferir. Pero este se mantuvo simplemente agachado, con aspecto inescrutable. Por ahora el plan estaba teniendo éxito. A Hasruel le interesaba no intervenir. Abdullah había contado con eso. Le dio un firme agarrón con sus piernas al perro y se ajustó las enaguas de la sin-par, mientras hacía como que pensaba. Lo que realmente estaba haciendo era empujar la botella del genio.

—Mi primer intento, gran demonio… —dijo y miró al suelo como si el verde pórfido pudiera inspirarle. ¿Cumpliría el genio su palabra? Durante un desagradable momento Abdullah se asustó pensando que el genio le había traicionado como siempre y que iba a tener que arriesgarse intentándolo por sí mismo. Después, con gran alivio, vio un diminuto tirabuzón de humo púrpura arrastrarse fuera de las enaguas, y quedarse, quieto y vigilante, junto al pie desnudo de Abdullah—. Mi primer intento es que escondiste la vida de Hasruel en la luna.

Dalzel rio con deleite.

—¡Incorrecto! ¡Él la habría encontrado ahí! No, es mucho más obvio y mucho menos obvio que eso. ¡Piensa que estás jugando al escondite!

Esto le dijo a Abdullah que la vida de Hasruel se encontraba en el castillo, como la mayoría de las princesas había imaginado. Fingió que se esforzaba mucho en pensar.

—Mi segundo intento es que se lo diste a uno de los ángeles guardianes para que la guardara —continuó.

—¡Incorrecto de nuevo! —dijo Dalzel, más deleitado que nunca—. Los ángeles se la habrían devuelto inmediatamente. Es mucho más ingenioso que eso, pequeño mortal. Nunca lo adivinarás. ¡Es sorprendente cómo nadie puede ver lo que tiene delante de sus propias narices!

En este momento, en un arrebato de inspiración, Abdullah estuvo seguro de que sabía dónde estaba verdaderamente la vida de Hasruel. Flor-en-la-noche le amaba. Todavía se sentía flotando en el aire. Su mente estaba inspirada y él lo sabía. Pero estaba mortalmente asustado de cometer un error. Cuando en breve llegara el momento en que él mismo tendría que apoderarse de la vida de Hasruel, sabía que debería ir directamente a por ella porque Dalzel no le daría una segunda oportunidad. Era por esto que necesitaba que el genio confirmase su suposición. El tirabuzón de humo estaba todavía allí, casi invisible, y si él lo había adivinado, seguramente también el genio lo sabía, ¿no?

—Eh… —dijo Abdullah—. Um…

El tirabuzón de humo se arrastró sin ruido de vuelta dentro de las enaguas de la sin-par donde se expandió y debió de hacer cosquillas en la nariz al perro de Jamal. El perro estornudó. «¡Achís!», gritó Abdullah, y casi ahoga el hilo de voz del genio que le susurraba: «¡Es el aro de la nariz de Hasruel!».

—¡Achís! —dijo Abdullah y fingió que se equivocaba. Esta era la parte en que su plan se volvía abiertamente arriesgado—. La vida de tu hermano está en uno de tus dientes, gran Dalzel.

—¡Incorrecto! —retumbó Dalzel—. ¡Hasruel, ásalo!

—¡Perdónale! —gimió Flor-en-la-noche mientras Hasruel, con el disgusto y la desilusión escritos en cada parte de su cuerpo, empezó a levantarse.

Las princesas estaban preparadas para este momento. Diez manos reales empujaron instantáneamente a Valeria fuera de la muchedumbre en dirección a los escalones del trono.

—¡Quiero a mi perrito! —proclamó Valeria. Este era su gran momento. Como Sophie le había señalado, ahora tenía treinta nuevas titas y tres nuevos tíos y todos ellos le habían suplicado que gritara tan fuerte como pudiera. Nunca nadie había querido que ella gritara. Además todas las nuevas titas le habían prometido una caja de caramelos si tenía un berrinche realmente bueno. Treinta cajas. Eso merecía que lo hiciera lo mejor que podía. Volvió a abrir el enorme agujero de su boca. Expandió su pecho. Dio todo lo que tenía—: ¡QUIERO A MI PERRITO! ¡NO QUIERO A ABDULLAH! ¡QUIERO QUE VUELVA MI PERRITO! —Se arrojó a los escalones del trono, cayó frente a Jamal, se arrojó de nuevo y se lanzó al trono. Dalzel rápidamente saltó en el trono para apartarse de su camino—. ¡DAME A MI PERRITO! —bramó Valeria.

En el mismo momento la diminuta princesa amarilla de Tsapfan le dio a Morgan un astuto pellizco, justo en el lugar adecuado. Morgan había estado dormido en sus diminutos brazos, soñando que era de nuevo un gatito. Se despertó de un sobresalto y descubrió que seguía siendo un niño indefenso. Su furia no conocía límites. Abrió la boca y rugió. Sus pies patalearon con enfado. Sus manos se agitaban sin cesar. Y sus rugidos fueron tan potentes que si esta hubiera sido una competición entre Valeria y él mismo, Morgan habría ganado. Así, el sonido era inenarrable. En la sala los ecos doblaban los gritos, los hacían más fuertes y devolvían la estridente mezcla al trono.

—Más eco para esos demonios —dijo Sophie en el tono conversacional de su magia—. No sólo el doble, el triple.

La sala era una casa de locos. Ambos demonios se taparon sus puntiagudas orejas con las manos. Dalzel ululó:

—¡Detenlos! ¡Detenlos! ¿De dónde ha salido ese bebé?

A lo que Hasruel aulló:

—¡Las mujeres tienen bebés, demonio tonto! ¿Qué esperabas?

—¡QUIERO QUE VUELVA MI PERRO! —declaró Valeria, golpeando el sillón del trono con sus puños.