El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

La cabeza de Sophie se inclinó para echar un vistazo. Apretó a Abdullah todavía más fuerte, si es que eso era posible.

—¡Oh, madre mía! ¡Seguimos subiendo! ¡Creo que el desdichado soldado se ha ido con Morgan tras el demonio!

Tanta era la altura a la que estaban que Abdullah pensó que tenía razón.

—Sin duda su deseo era rescatar a la princesa —dijo Abdullah—, con la esperanza de recibir una gran recompensa.

—¡Pero no tenía derecho a llevarse mi bebé! ¡Espera que lo vea! ¿Y cómo lo ha conseguido sin la alfombra?

—Debe de haber ordenado al genio que siguiera al demonio, oh, luna de la maternidad.

A lo que Sophie contestó:

—¿Qué genio?

—Te aseguro, oh, la más avispada de las mentes hechiceras, que además de la alfombra poseo un genio, aunque tú nunca te hayas dado cuenta —dijo Abdullah.

—Me fiaré de tu palabra —dijo Sophie—. Sigue hablando. Habla… O miraré abajo, y si miro abajo… sé que me caeré.

Sophie se agarraba con tanta fuerza al brazo de Abdullah, que estaba seguro de que, si ella se caía, él se caería también. Kingsbury era ahora un punto brillante y brumoso, que aparecía alternativamente a un lado y a otro mientras la alfombra continuaba subiendo en espiral. El resto de Ingary se disponía alrededor como un enorme plato azul oscuro. Si pensaba en una caída desde tan alto, Abdullah se sentía casi tan asustado como Sophie. Empezó a relatarle rápidamente todas sus aventuras, cómo había conocido a Flor-en-la-noche, cómo el sultán le había metido en la prisión, cómo el genio había sido pescado en la laguna del oasis por los hombres de Kabul Aqba (que eran ángeles en realidad) y lo difícil que había sido pedir deseos que no fueran saboteados por la malicia del genio.

Para entonces, el desierto se veía como un pálido mar al sur de Ingary, aunque habían llegado tan alto que era bastante difícil distinguir nada.

—Ahora veo que el soldado aceptó que yo había ganado la apuesta para convencerme de su honestidad —dijo Abdullah con pesar—. Creo que siempre ha pretendido robarme el genio y probablemente también la alfombra.

Sophie se mostraba interesada. Para gran alivio de Abdullah, su apretón en el brazo se relajó ligeramente.

—No puedes culpar a ese genio por odiar a todos —dijo—. Piensa en cómo te sentirías si estuvieses encerrado en la mazmorra.

—Pero el soldado… —dijo Abdullah.

—¡Esa es otra cuestión! —afirmó Sophie—. ¡Sólo espera a que le eche las manos encima! ¡No puedo soportar a la gente que va de suave con los animales y después engaña a cada humano con el que se cruza! Pero volviendo al genio que dices que poseías, parece que el demonio quería que lo tuvieses. ¿Crees que forma parte de su plan para que los desconsolados pretendientes le ayuden a ganar la batalla contra su hermano?

—Eso creo —dijo Abdullah.

—Entonces, cuando lleguemos al castillo de nubes, si es que es ahí adonde vamos —dijo Sophie—, deberíamos contar con la ayuda de otros pretendientes.

—Quizá —dijo Abdullah prudentemente—. Pero quiero recordar, oh, el más curioso de los gatos, que te escabulliste en los arbustos mientras el demonio hablaba, y este no esperaba a nadie más que a mí.

Abdullah miró hacia arriba. Empezaba a hacer más frío y las estrellas parecían incómodamente apagadas. Cierto toque plateado en la oscuridad azul del cielo sugería que había luz de luna intentando despuntar desde algún sitio. Era maravilloso. El corazón de Abdullah se hinchó con el pensamiento de que, finalmente, parecía estar en camino de rescatar a Flor-en-la-noche.

Desafortunadamente, Sophie también miró hacia arriba. Apretó el brazo con más fuerza.

—Habla —dijo ella—. Estoy aterrada.

—En ese caso, deberías hablar tú también, valeroso azúcar de los conjuros —dijo Abdullah—. Cierra los ojos y háblame del príncipe de Ochinstan, con el que Flor-en-la-noche se prometió.

—No creo que esto haya sido posible —dijo Sophie casi balbuceando. Estaba verdaderamente aterrada—. El hijo del rey es sólo un niño. Por otra parte, está el hermano del rey, el príncipe Justin, pero supuestamente se iba a casar con la princesa Beatrice de Strangia, aunque ella lo rechazó y huyó. ¿Crees que estará en poder del demonio? En mi opinión, tu sultán sólo va detrás de las armas que fabrican nuestros magos… Y no podrá conseguirlas. Nunca dejan que los mercenarios se las lleven al sur. De hecho, Howl dice que no se deberían mandar mercenarios. Howl… —su voz se desvaneció y sus manos temblaron en el brazo de Abdullah—. ¡Habla! —gritó.

Se estaba haciendo difícil respirar.

—Apenas puedo hacerlo, sultana de fuertes manos —jadeó Abdullah—. Creo que el aire es escaso aquí. ¿No puedes hacer algún encantamiento que nos ayude a respirar?

—Probablemente no. Tú me llamas bruja, pero en realidad soy bastante nueva en esto —contestó Sophie—. Ya lo viste, cuando era un gato, hacerme más grande fue todo lo que pude lograr.

Pero soltó a Abdullah un momento para hacer unos gestos breves y entrecortados sobre sus cabezas.

—¡Aire! —dijo ella—. ¡Esto es realmente vergonzoso! Vas a tener que dejarnos respirar un rato más o no duraremos mucho. ¡Agrúpate aquí alrededor y deja que te respiremos! —Se agarró de nuevo a Abdullah—. ¿Mejor?

Parecía que realmente había más aire, aunque era más frío que nunca. Abdullah estaba sorprendido por el método de lanzar conjuros de Sophie, que le había parecido de lo menos mágico (de hecho, no era muy diferente de su propia manera de convencer a la alfombra para que se moviera). Aunque tuvo que admitir que había funcionado.

—Sí, muchas gracias, recitadora de conjuros.

—¡Habla! —dijo Sophie.

Estaban tan alto que abajo el mundo ya no se veía. Abdullah no tenía problemas para entender el horror que sentía Sophie. La alfombra navegaba a través del oscuro vacío, arriba, arriba. Abdullah sabía que, de hallarse solo, estaría gritando.

—Habla tú, poderosa señora mágica —tembló—. Háblame de ese mago Howl tuyo.

Los dientes de Sophie rechinaron, pero dijo con orgullo:

—Él es el mejor mago de Ingary, y de todas partes. De haber contado con tiempo, él mismo habría vencido a ese demonio. Y es vago y egoísta y vanidoso como un pavo real, y cobarde, y no puedes hacer que se comprometa con nada.

—¿De veras? —preguntó Abdullah—. Es extraño que hables con tanto orgullo de tal dechado de vicios, oh, la más encantadora de las señoras.

—¿Qué quieres decir con vicios? —preguntó Sophie enfadada—. Sólo estaba describiendo a Howl. Debes saber que proviene de un mundo completamente diferente llamado Gales, y me niego a creer que esté muerto… ¡Ohhh!

Terminó la frase con un gemido mientras la alfombra se zambulló en un diáfano velo de nube, allá en lo alto. Dentro de la nube el velo resultó estar formado por escamas de hielo que les salpicaron en forma de fragmentos, astillas y cantos, como en una tormenta de granizo. Ambos se quedaron boquiabiertos mientras la alfombra aceleraba para salir de allí. Luego volvieron a quedarse con la boca abierta, pero maravillados.

Se encontraban en un nuevo país, bañado por la luz de la luna (con el tinte dorado de la luna de la cosecha). Pero cuando Abdullah se detuvo un instante para buscar el astro lunar, no lo encontró por ningún sitio. La luz parecía venir del propio cielo azul plateado. Tachonado de enormes y cristalinas estrellas doradas. Sólo pudo echarles una ojeada. La alfombra salió frente a un brumoso y transparente mar y se movió junto con las suaves olas que rompían en las rocas de nube. Aun cuando podía ver a través de cada ola como si fueran de seda verde y dorada, sus aguas eran realmente húmedas y amenazaban con inundar la alfombra. El aire era cálido. Y la alfombra, por no hablar de sus propias ropas y su pelo, estaba cargada de montones de hielo derritiéndose. Durante los primeros minutos, Sophie y Abdullah estuvieron completamente ocupados tirando el hielo por los bordes de la alfombra al translúcido océano, donde se hundía en el cielo hasta desvanecerse allá abajo.

Cuando la alfombra, más ligera otra vez, pudo volver a alzarse y tuvieron la oportunidad de mirar alrededor, se quedaron boquiabiertos una vez más. Pues aquí estaban las islas y promontorios y bahías de tenue oro que Abdullah había visto al atardecer, extendiéndose desde donde ellos estaban hasta la lejana y plateada distancia, en donde descansaban silentes y tranquilos y encantados, como si fuesen una visión del paraíso mismo. Las olas cristalinas rompían en la orilla nubosa con sólo el más débil de los susurros, que parecía sumarse al silencio.

Parecía incorrecto hablar en tal sitio. Sophie le dio un codazo a Abdullah y señaló al frente. Allí, en el cabo de nube más cercano, se alzaba un castillo, una multitud de orgullosas y elevadas torres con oscuras ventanas de plata visibles en ellas. Estaba hecho de nube. Mientras lo contemplaban, un buen número de las torres más altas fluctuaron de un lado a otro y abandonaron la existencia, deshaciéndose, mientras otras se hundían y ensanchaban. Bajo sus ojos, el castillo creció como un borrón y se transformó en una enorme fortaleza arrugada y después su forma volvió a cambiar. Pero todavía estaba allí y todavía era un castillo y parecía ser el lugar adonde les estaba llevando la alfombra.

La alfombra iba con paso rápido pero suave, apegada a la orilla como si no tuviese ningún deseo de ser vista. Había arbustos nubosos más allá de las olas, teñidos de rojo y plata como los resquicios del atardecer. Al recorrer la bahía para llegar al promontorio, la alfombra se escondió al abrigo de estos, como se había escondido tras los árboles en la Llanura de Kingsbury.

Mientras marchaban, vieron otros paisajes de mares dorados, en los que, a lo lejos, se movían remotas formas de humo que bien podían ser barcos o quizá criaturas de nube ocupadas en sus propios asuntos. Todavía en profundo, susurrante silencio, la alfombra se arrastró cautelosa hacia el cabo, donde no había ya arbustos, y empezó a moverse sigilosamente pegada al nuboso suelo del mismo modo que se había deslizado pegada a los tejados de Kingsbury. Abdullah pensó que hacía lo correcto. Frente a ellos, el castillo cambiaba de nuevo, alargándose hasta convertirse en un imponente pabellón. Mientras la alfombra entraba en la gran avenida que conducía a sus cancelas, las cúpulas iban creciendo y sobresaliendo, y un borroso minarete de oro despuntó como si les hubiese visto llegar.

La avenida estaba bordeada de figuras de nube que también parecían observarles. Las figuras crecían en el suelo, a la manera en que un penacho de nube a veces sobresale visiblemente de la masa principal. Pero, al contrario que el castillo, estas no cambiaban de forma. Cada una se enarbolaba con orgullo, como un caballito de mar o los caballos de ajedrez, aunque sus caras eran más planas e inexpresivas que esas caras equinas y estaban rodeadas de ondulados rizos que no eran ni de nube ni de caballo.

Mientras pasaban a su lado, Sophie miró cada una de ellas con creciente desaprobación.

—No tengo muy buena opinión de su gusto en lo que respecta a las estatuas.

—¡Silencio, oh, la más franca de las damas! —susurró Abdullah—. No son estatuas, sino los doscientos ángeles guardianes de los que habló el demonio.

El sonido de sus voces atrajo la atención de la figura de nube más cercana. Se agitó brumosamente, abrió un par de inmensos ojos de piedra lunar y se dobló para examinar la alfombra que pasaba sigilosamente junto a ella.

—¡No te atrevas a detenernos! —le dijo Sophie—. Sólo hemos venido a por mi bebé.

Los enormes ojos parpadearon. Evidentemente el ángel no estaba acostumbrado a que se le hablara de un modo tan brusco. Alas de nube blanca empezaron a desplegarse de sus costados.

Rápidamente, Abdullah se levantó en la alfombra e hizo una reverencia.

—Saludos, noble mensajero de los cielos —dijo—. Lo que la señora tan abruptamente ha dicho es la verdad. Por favor, perdónala. Es del norte. Pero ella, como yo, viene en son de paz. Los demonios están cuidando de su hijo y nosotros sólo venimos a recogerlo y rendirles nuestra mayor humildad y nuestras devotas gracias.