El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Una chica extremadamente encantadora llegó desde el otro lado del césped a su encuentro, pisando suavemente la hierba húmeda con los pies descalzos. Las prendas vaporosas que flotaban a su alrededor mostraban que era esbelta, pero no flaca, justo como la princesa de las fantasías de Abdullah. Cuando estuvo cerca, Abdullah vio que su cara no era un óvalo perfecto, como debería haber sido el rostro de la princesa de sus sueños, y que sus enormes ojos oscuros no eran en absoluto melancólicos. De hecho, estos examinaban la cara de Abdullah de modo penetrante, con manifiesto interés. Abdullah, apresuradamente, ajustó su sueño, pues ella era verdaderamente maravillosa. Y cuando al fin habló, su voz era tal y como él podría haber deseado, luminosa y alegre como el agua de la fuente, pero también la voz de una persona segura de sí misma.

—¿Eres una nueva sirvienta? —dijo ella.

La gente siempre preguntaba cosas extrañas en sueños, pensó Abdullah.

—No, obra maestra de mi imaginación —dijo él—. Sabe que soy realmente el vástago perdido, mucho tiempo atrás, de un gran príncipe lejano.

—Oh —dijo ella—. Entonces eso cambia las cosas. ¿Quieres decir que tú y yo somos dos tipos diferentes de mujer?

Abdullah miró fijamente a la chica de sus sueños con cierta perplejidad:

—No soy una mujer —dijo.

—¿Estás segura? —preguntó—. Llevas un vestido.

Abdullah miró hacia abajo y descubrió que, a la manera de los sueños, llevaba puesto su camisón.

—Estos son atuendos extranjeros —dijo apresuradamente—. Mi verdadero país está lejos de aquí. Te aseguro que soy un hombre.

—Oh, no —dijo ella decididamente—. No puedes ser un hombre. No tienes la figura adecuada. Los hombres son dos veces más gruesos que tú por todos lados. Y sus estómagos sobresalen en una parte gorda que se llama barriga. Y tienen pelo gris por todas partes y nada salvo piel brillante sobre sus cabezas. Tú tienes pelo en la cabeza, como yo, y casi ninguno en tu cara. —Luego, mientras Abdullah ponía su mano, bastante indignado, sobre los seis pelos de su labio superior, ella preguntó—: ¿O tienes la piel desnuda bajo tu sombrero?

—De ninguna manera —dijo Abdullah, que estaba orgulloso de su espesa y ondulada cabellera. Puso su mano en su cabeza y se quitó lo que resultó ser su gorro para dormir—. Mira —dijo.

—Ah —respondió ella. Su encantadora cara estaba extrañada—. Tu pelo es casi tan bonito como el mío. No lo entiendo.

—Yo tampoco lo entiendo bien —dijo Abdullah—. Será que no has visto a muchos hombres.

—Por supuesto que no —dijo ella—. No seas tonto. ¡Sólo he visto a mi padre! Pero lo he visto mucho, así que sé bien de lo que hablo.

—Pero ¿no sales nunca? —preguntó Abdullah con impotencia.

Ella se rio.

—Sí, he salido ahora. Este es mi jardín nocturno. Mi padre lo hizo para que mi belleza no se arruinara con el sol.

—Me refiero a salir a la ciudad para ver gente —explicó Abdullah.

—Bueno, no, no todavía —admitió ella. Y como si eso le molestara un poco, se giró para alejarse y se sentó en el filo de la fuente. Volviéndose para mirarlo, continuó—: Mi padre dice que después de casarme podré salir y ver la ciudad alguna que otra vez si mi marido me lo permite, pero no será esta ciudad. Mi padre lo está organizando todo para casarme con un príncipe de Ochinstan. Hasta entonces tengo que permanecer dentro de estos muros, por supuesto.

Abdullah había escuchado que algunas personas muy ricas de Zanzib tenían a sus hijas (e incluso a sus mujeres) casi como prisioneras dentro de sus grandes casas. Él había deseado muchas veces que alguien hubiera hecho esto con la hermana de la primera mujer de su padre, Fátima. Pero ahora, en su ensoñación, le parecía que esta costumbre era irrazonable y nada justa con tan encantadora chica. ¡Qué extraño no saber cómo es el aspecto de un hombre joven!

—Perdona mi pregunta, pero ¿es el príncipe de Ochinstan quizá viejo y un poquito feo? —dijo él.

—Bueno —dijo ella, evidentemente no muy segura—, mi padre dice que está en la flor de la vida, justo como él mismo. Pero creo que el problema reside en la naturaleza brutal de los hombres. Si otro me viera antes que el príncipe, mi padre afirma que caería instantáneamente enamorado de mí, y me raptaría, lo cual arruinaría todos los planes, naturalmente. Mi padre dice que la mayoría de los hombres son grandes bestias. ¿Tú eres una bestia?

—Ni lo más mínimo —dijo Abdullah.

—Eso pensaba —dijo ella, y lo miró con gran preocupación—. Tú no me pareces una bestia. Lo que me hace estar bastante segura de que no eres un hombre en realidad. —Ella era evidentemente una de esas personas a las que les gusta aferrarse a una teoría una vez que la han fabricado. Tras considerarlo un momento, preguntó—: ¿Puede ser que tu familia, por razones que desconocemos, te haya inculcado una falsedad desde pequeño?

A Abdullah le hubiera gustado decir que era justo al contrario, pero puesto que eso lo tachaba de maleducado, simplemente agitó su cabeza y pensó en lo generoso que era por su parte el estar tan preocupada por él y cómo la preocupación en su cara la hacía más maravillosa (por no hablar de la manera en que sus ojos brillaban compasivamente en la luz dorada y plateada que reflejaba la fuente).

—Quizá tiene que ver con el hecho de que provienes de un país lejano —dijo ella, y dio unas palmaditas en el filo de la fuente—. Siéntate y háblame de eso.

—Dime tu nombre primero.

—Es un nombre bastante tonto —dijo nerviosa—. Me llamo Flor-en-la-noche.

Era el nombre perfecto para la chica de sus sueños, pensó Abdullah. La miró fijamente con admiración.

—Mi nombre es Abdullah —dijo él.

—¡Incluso te dieron un nombre de hombre! —exclamó con indignación Flor-en-la-noche—. Siéntate y cuéntame.

Abdullah se sentó junto a ella en el borde de mármol y pensó que este era un sueño muy real. La piedra estaba fría. Unas salpicaduras del agua de la fuente empaparon su camisón mientras el dulce olor de agua de rosas de Flor-en-la-noche se mezclaba del modo más realista con los perfumes de las flores del jardín. Y, puesto que estaba en un sueño, eso significaba que aquí las fantasías que imaginaba despierto eran también reales. Así que Abdullah le habló del palacio en el que había vivido como príncipe y de cómo fue raptado por Kabul Aqba y de cómo escapó después al desierto, donde lo encontró el mercader de alfombras.

Flor-en-la-noche le escuchó con lástima.

—¡Qué terrible! ¡Qué agotador! —dijo—. ¿No podría ser que tu padre adoptivo se hubiese aliado con los bandidos para engañarte?

Aunque sólo estaba soñando, Abdullah tenía el sentimiento creciente de estar apelando a su compasión con engaños. Convino con ella que su padre podría haber estado al servicio de Kabul Aqba y después simplemente cambió de tema.

—Volvamos a tu padre y sus planes —dijo—. Me parece poco conveniente que debas casarte con este príncipe de Ochinstan sin haber visto a ningún otro hombre para poder comparar. ¿Cómo vas a saber si lo amas o no?

—Tienes razón —dijo ella—. Eso también me preocupa a mí a veces.

—Entonces te diré qué vamos a hacer —dijo Abdullah—. Supón que vuelvo mañana por la noche y te traigo los dibujos de tantos hombres como pueda encontrar. Así tendrías algo con lo que comparar al príncipe.

Fuese o no fuese un sueño, Abdullah no tenía absolutamente ninguna duda de que volvería mañana, y esta era la excusa apropiada.

Flor-en-la-noche consideró el ofrecimiento, meciéndose dubitativamente hacia delante y hacia atrás mientras sujetaba sus rodillas con las manos. Abdullah casi podía ver filas de hombres gordos, calvos y de grises barbas, desfilando por la mente de la joven.

—Te aseguro —le dijo— que hay hombres de todas las tallas y formas.

—Eso sería muy instructivo —convino ella—. Y al menos me daría una excusa para verte de nuevo. Eres una de las personas más agradables que he conocido nunca.

Abdullah se sintió incluso más determinado a volver al día siguiente. Se dijo a sí mismo que habría sido injusto dejarla en la ignorancia.

—Y yo pienso lo mismo de ti —dijo tímidamente.

En este momento, para desilusión de Abdullah, Flor-en-la-noche se levantó para irse.

—Tengo que volver adentro —dijo—. Una primera visita no debe durar más de media hora, y estoy casi segura de que llevas aquí más del doble. Pero ahora que nos conocemos, puedes quedarte al menos dos horas la próxima vez.

—Gracias, lo haré —dijo Abdullah.

Ella sonrió y se esfumó como un sueño, más allá de la fuente y por detrás de dos arbustos frondosos y florecientes.

Después de aquello, el jardín, la luz de luna y las esencias parecían bastantes insulsas. Abdullah no tenía nada mejor que hacer que tomar de vuelta el camino por donde había llegado. Y allí, en el banco iluminado por la luna, encontró la alfombra. Se había olvidado de ella completamente. Pero puesto que también estaba allí, en el sueño, se recostó sobre ella y se quedó dormido.

Se levantó unas horas más tarde, con la cegadora luz del día entrando a raudales por las rendijas de su puesto. El olor del incienso que llevaba dos días en el aire se le antojaba vulgar y sofocante. De hecho, el puesto entero era anticuado, maloliente y vulgar. Y Abdullah tenía dolor de oído porque su gorro de dormir parecía habérsele caído por la noche. Pero al menos, al buscar el gorro, reparó en que la alfombra no había salido corriendo mientras él dormía. Todavía la tenía debajo. Esto era lo único bueno en lo que de repente se le antojó una vida a todas luces aburrida y deprimente.

Entonces Jamal, agradecido aún por las piezas de plata, gritó desde el exterior que tenía el desayuno listo para los dos. Abdullah retiró gustosamente las cortinas del puesto. Los gallos cacareaban en la distancia. El cielo estaba de un azul brillante e intensos rayos de sol atravesaban el triste polvo y el viejo incienso dentro del puesto. Ni con aquella luz tan fuerte, Abdullah consiguió encontrar su gorro de dormir. Y se sentía más deprimido que nunca.

—Dime, ¿no hay días que te encuentras inexplicablemente triste? —le preguntó a Jamal mientras los dos se sentaban al sol, con las piernas cruzadas para comer.

Jamal le dio tiernamente un pastelito a su perro.

—Yo habría estado triste hoy —dijo— si no hubiese sido por ti. Creo que alguien pagó a esos desdichados para robarme.

Fueron tan concienzudos. Y encima, los guardias me multaron. ¿Te lo dije? Creo que tengo enemigos, amigo mío.

Esto confirmaba las sospechas de Abdullah acerca del extranjero que le había vendido la alfombra, aunque no resultaba de mucha ayuda.

—Quizá —dijo— deberías estar más pendiente de a quién muerde tu perro.

—¡Yo no! —dijo Jamal—. Soy un creyente del libre albedrío. Si mi perro elige odiar a toda la raza humana menos a mí, es libre de hacerlo.

Después del desayuno, Abdullah buscó de nuevo su gorro de dormir. Simplemente no estaba allí. Intentó recordar cuándo fue la última vez que lo llevaba puesto, y resultó que fue al acostarse para dormir la noche anterior, cuando pensaba en llevarle la alfombra al gran visir. El sueño llegó después. Se dio cuenta de que en él llevaba puesto el gorro. Recordó que se lo había quitado para mostrarle a Flor-en-la-noche (¡qué nombre más maravilloso!) que no estaba calvo. A partir de entonces, que él recordara, había llevado el gorro en la mano hasta que se sentó junto a ella en el filo de la fuente. Después de eso, narró la historia de su secuestro por Kabul Aqba, y recordaba con claridad haber gesticulado libremente mientras hablaba y que no tenía el gorro en las manos. Las cosas desaparecían de pronto en los sueños, eso lo sabía, pero las pruebas apuntaban a que se le había caído al sentarse. ¿Sería posible que lo hubiera dejado en la hierba junto a la fuente? En tal caso…

Abdullah se quedó clavado en el centro del puesto, mirando los rayos de sol que, extrañamente, no le parecían ya llenos de escuálidas motas de polvo e incienso. En lugar de eso, eran puros fragmentos de oro.

—¡No fue un sueño! —dijo Abdullah.

De algún modo, su depresión había desaparecido. Incluso le resultaba más fácil respirar.

—¡Fue real! —dijo.

Se quedó pensativo mirando la alfombra mágica. Ella también había estado en el sueño, en tal caso…

—Eso quiere decir que me transportaste al jardín de algún hombre rico mientras dormía —le dijo—. Quizá te hablé y en sueños te ordené hacerlo. Seguramente. Pensaba en jardines. Eres incluso más valiosa de lo que yo creía.