El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Abdullah también era capaz de hacerlo. Un mercader de alfombras aprendía esas cosas. No estaba impresionado. Metió sus manos dentro de las mangas en una actitud servil y estirada y examinó la mercancía. La alfombra no era grande. Desenrollada se veía incluso más deslustrada de lo que había imaginado, si bien el patrón era inusual, o lo habría sido si la mayor parte de él no hubiese estado desgastado. Lo que quedaba estaba sucio, y sus esquinas, deshilachadas.

—Ay de mí, este pobre vendedor no puede ofrecer más de tres monedas de cobre por esta, la más ornamental de las alfombras —observó—. Este es el límite de mi modesto monedero. Son tiempos difíciles, ¡oh, capitán de muchos camellos! ¿Es aceptable el precio?

—Aceptaré QUINIENTAS —dijo el extranjero.

—¿Qué? —dijo Abdullah.

—Monedas de ORO —añadió el extranjero.

—Seguramente, el rey de todos los bandidos del desierto está encantado de bromear —dijo Abdullah—. ¿O, quizá, habiendo comprobado que en mi pequeño puesto no hay otra cosa que el olor de los calamares fritos, desee salir y probar suerte con un mercader más rico?

—No especialmente —dijo el extranjero—. Aunque saldré si no estás interesado, oh, vecino de los arenques. Esta es, por supuesto, una alfombra mágica.

Abdullah ya había escuchado aquello antes. Se inclinó sobre sus manos arropadas.

—Muchas y varias son las virtudes que dicen que residen en las alfombras —convino—. ¿Cuál de ellas reclama el poeta de las arenas para esta? ¿Da la bienvenida a un hombre a su tienda? ¿Trae paz al hogar? ¿O, quizá —dijo, dándole un significativo empujoncito al deshilachado filo de la alfombra con un dedo del pie— se dice de ella que nunca se desgasta?

—Vuela —dijo el extranjero—. Vuela adondequiera que el dueño le ordene, oh, mente pequeña entre las mentes pequeñas.

Abdullah levantó la vista hacia la sombría cara del hombre, en la que el desierto había atrincherado profundas arrugas bajo cada mejilla. Aquellas líneas se hacían aún más profundas con la expresión de desprecio de su rostro. Abdullah reparó en que disgustaba a esta persona al menos tanto como disgustaba al hijo del tío de la mujer de su padre.

—Deberás convencer a este incrédulo —dijo—. Si le das ocasión de lucirse a la alfombra, oh, monarca de la mendacidad, entonces podríamos cerrar algún trato.

En ese momento, tenía lugar en la caseta de frituras de la puerta de al lado un percance de lo más habitual. Probablemente algunos chicos de la calle habían intentado robar calamares. Fuera como fuese, el perro de Jamal se echó a ladrar; varias personas, incluido Jamal, empezaron a gritar, y ambos sonidos fueron virtualmente ahogados por el ruido de las cacerolas y el siseo de la grasa caliente.

Trampear era un modo de vida en Zanzib. Abdullah no permitió que su atención se distrajera ni un instante del extranjero y su alfombra. Era bastante posible que este hubiera sobornado a Jamal para provocar una distracción. Había mencionado bastante a Jamal, como si Jamal estuviera en su pensamiento. Abdullah mantuvo sus ojos severamente fijos en la alta figura del hombre y, particularmente, en los sucios pies plantados sobre la alfombra. Pero reservó el rabillo de un ojo para mirarle la cara y vio que movía los labios. Sus oídos en alerta captaron incluso las palabras «un metro hacia arriba» a pesar del barullo del puesto contiguo. Y miró incluso con mayor atención cuando la alfombra se elevó suavemente del suelo y flotó más o menos a la altura de las rodillas de Abdullah, de tal modo que el turbante deshilachado del extranjero quedó apenas rozando el techo del puesto. Abdullah buscó barras bajo la alfombra. Buscó cables que pudieran haber sido hábilmente enganchados al techo. Agarró con fuerza la lámpara y la movió por todas partes, iluminando por encima y por debajo de la alfombra.

El extranjero mantuvo los brazos cruzados y una expresión de burla atrincherada en su cara mientras Abdullah realizaba estas pruebas.

—¿Ves? —dijo—. ¿Está convencido ahora el más desesperado de los dudosos? ¿Estoy o no estoy en el aire? —Tuvo que gritar. El sonido que venía de la puerta contigua era todavía ensordecedor.

Abdullah se vio forzado a admitir que la alfombra parecía flotar en el aire sin ningún medio de apoyo que él hubiese podido encontrar.

—Casi del todo —gritó a su vez—. La siguiente parte de la demostración es que desmontes y yo conduzca esa alfombra.

El hombre frunció el entrecejo.

—¿Y eso, por qué? ¿Qué añadirá el resto de tus sentidos a la prueba de tus ojos, oh, dragón de la incertidumbre?

—Podría tratarse de una alfombra de un solo hombre —vociferó Abdullah—, como sucede con algunos perros.

El perro de Jamal todavía bramaba fuera, así que era natural que pensase eso. Y el perro de Jamal mordía a cualquier persona que lo tocara excepto a Jamal.

El extranjero suspiró.

—Abajo —dijo, y la alfombra descendió suavemente al suelo. El extranjero desmontó y con una reverencia invitó a subir a Abdullah.

—Puedes probarla tú mismo, oh, jeque de la sagacidad.

Considerablemente emocionado, Abdullah se subió a la alfombra.

—Álzate medio metro —le dijo (o más bien le gritó). Parecía que los agentes de la Guardia de la ciudad habían llegado al puesto de Jamal. Hacían sonar las armas y vociferaban para que les explicaran qué había ocurrido.

Y la alfombra obedeció a Abdullah. Se elevó medio metro vertiginosa pero suavemente con un movimiento que le volteó el estómago. Se sentó con celeridad. La alfombra resultó ser perfectamente cómoda. La sentía como una hamaca muy estirada.

—Este intelecto lamentablemente lento empieza a estar convencido —confesó al extranjero—. ¿Cuál era tu precio, oh, parangón de la generosidad? ¿Doscientas de plata?

—Quinientas de ORO —contestó el extranjero—. Dile a la alfombra que descienda y discutiremos el tema.

Abdullah le dijo a la alfombra:

—Baja y aterriza en el suelo.

Y lo hizo, eliminando así una ligera duda que persistía en la mente de Abdullah: que el extranjero hubiera pronunciado algunas palabras cuando Abdullah se subió a la alfombra y que estas hubiesen quedado ahogadas por el barullo de la puerta de al lado. Se puso de pie y comenzó el regateo:

—Todo lo que tengo en mi monedero es ciento cincuenta monedas de oro —explicó—, y eso si lo sacudo y palpo hasta las costuras.

—Entonces debes sacar tu otro monedero o incluso palpar debajo del colchón —replicó el extranjero—. Porque el límite de mi generosidad es cuatrocientas noventa y cinco de oro, y jamás la vendería si no fuese por una necesidad imperiosa.

—Podría ofrecer otras cuarenta y cinco de oro si estrujase la suela de mi zapato izquierdo —contestó Abdullah—. Es lo que guardo para emergencias. Y lamentablemente no hay más.

—Examina tu zapato derecho —respondió el extranjero—. Cuatrocientas cincuenta.

Y así siguió la cosa. Una hora más tarde el extranjero salió del puesto con 210 piezas de oro, dejando a Abdullah como el encantado dueño de lo que parecía ser una genuina (aunque gastada) alfombra mágica. Pero Abdullah estaba todavía receloso. No concebía que nadie, ni siquiera un trotamundos del desierto con pocas necesidades, quisiera desprenderse de una auténtica alfombra voladora (aunque cierto es que casi deshecha) por menos de 400 piezas de oro. Era demasiado útil (mejor que un camello, porque no necesitaba comer, y un buen camello costaba al menos 450 de oro).

Tenía que haber trampa. Y Abdullah recordó un truco del que había oído hablar. Se hacía a menudo con caballos o perros. Un hombre llegaba y vendía a un granjero o cazador confiado un animal espléndido por un precio sorprendentemente pequeño, diciendo que eso es lo único que le salvaría de la inanición. El encantado granjero (o cazador) pondría el caballo en un establo (o el perro en una caseta) durante la noche. Por la mañana este se habría ido, entrenado como estaba para escaparse de su ronzal (o collar) y volver con su dueño durante la noche. A Abdullah le pareció que aquella obediente alfombra podría haber sido entrenada del mismo modo. Así que antes de dejar su puesto, envolvió cuidadosamente la alfombra mágica alrededor de uno de los postes que sujetaban el techo y la ató allí, vuelta tras vuelta, con un carrete completo de bramante, que después ató a uno de las estacas de hierro en la base del muro.

—Creo que te será difícil escapar de aquí —le dijo—. Y salió para averiguar lo que había pasado en el puesto de comida.

El puesto estaba ahora en silencio y en calma. Jamal estaba sentado en su mostrador, abrazando lastimeramente a su perro.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Abdullah.

—Unos ladronzuelos derramaron todos mis calamares —dijo Jamal—. ¡La mercancía de todo el día arrojada a la porquería, perdida, desperdiciada!

Abdullah estaba tan encantado con su trato que le dio a Jamal dos piezas de plata para comprar más calamares. Jamal sollozó con gratitud y abrazó a Abdullah. Su perro no sólo no hizo por morder a Abdullah sino que lamió su mano. La vida iba bien. Se fue silbando a encontrar una buena cena mientras el perro guardaba su tienda. Ya cuando la tarde teñía de rojo el cielo tras las cúpulas y minaretes de Zanzib, Abdullah regresó, todavía silbando, lleno de planes para vender la alfombra al mismísimo sultán por un precio muy, muy alto. Encontró la alfombra exactamente donde la había dejado. ¿O sería mejor ir a ver al gran visir (se preguntaba mientras se lavaba) y sugerirle que tal vez le conviniera hacerle un regalo al sultán? De esa manera podría pedir incluso más dinero. Con el pensamiento de cuan valiosa era la alfombra, la historia del caballo entrenado para escapar de su ronzal le molestó de nuevo. En cuanto se puso el camisón, Abdullah empezó a visualizar la alfombra meneándose libre. Era vieja y flexible. Probablemente estaba muy bien entrenada. Ciertamente podría liberarse del bramante. Incluso si no podía, sabía que la idea le mantendría despierto toda la noche.

Al final, cortó cuidadosamente el bramante y extendió la alfombra en lo alto de la pila de sus tapetes más valiosos, que usaba como cama. Después se colocó el gorro de dormir (algo necesario pues soplaban los fríos vientos del desierto y llenaban el puesto de corrientes de aire), se cubrió con su manta, le sopló a la lámpara y durmió.

Capítulo 2

En el que Abdullah es confundido con una joven dama

Cuando despertó se encontraba tumbado en un banco, con la alfombra todavía bajo él, en un jardín más maravilloso que cualquiera de los que había imaginado.

Abdullah estaba convencido de que era un sueño. Aquí estaba el jardín que había intentado imaginar cuando el extranjero le interrumpió tan rudamente. Aquí estaba la luna casi llena viajando en lo alto, arrojando una luz tan blanca como pintura sobre un centenar de flores pequeñas y fragantes en la hierba que le rodeaba. Redondas lámparas amarillas colgaban en los árboles, dispersando las densas y negras sombras de la luna. Abdullah pensó que esta era una idea muy agradable. Entre las dos luces, blanca y amarilla, podía ver una arcada de plantas trepadoras apoyada sobre elegantes pilares. Atrás, más allá del césped donde se encontraba, fluía tranquilamente el agua oculta.

Era todo tan fresco y celestial que Abdullah se levantó y fue en busca del agua escondida, paseando bajo la arcada, donde flores estrelladas rozaron su cara, todas blancas y calladas a la luz de la luna, y otras flores con forma de campana exhalaban la más embriagadora y suave de las esencias. Como hace uno en sueños, aquí Abdullah tocó un gran lirio ceroso y allí rodeó deliciosamente un pequeño claro de pálidas rosas. No había tenido nunca un sueño tan maravilloso.

El agua, cuando la descubrió más allá de un gran matorral de helechos que goteaba rocío, provenía de una sencilla fuente de mármol situada en otro parterre, y estaba iluminada por una fila de lámparas en los matorrales que convertía el agua ondulada en una maravilla de doradas y plateadas medias lunas. Abdullah paseó hacia allí embelesado.

Sólo una cosa faltaba para acabar de completar su embelesamiento y, como en todos los mejores sueños, allí estaba.