El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Abdullah no había visto nunca hacer brujería a nadie, la habitación estaba abarrotada de intrincados artefactos mágicos y lo miró todo con mucho interés. Lo que tenía más cerca eran unas formas de filigrana rodeadas de delicadas volutas de humo. Junto a ellas, dentro de unos complejos signos, había velas grandes y peculiares y, más allá, se veían insólitas esculturas hechas de arcilla húmeda. Aún más lejos, vio una fuente de cinco chorros de los que manaban raros diseños geométricos y esa parte escondía muchas otras cosas extrañísimas que se amontonaban en la distancia.

—Aquí no hay sitio para trabajar —dijo el mago, atravesando la sala—. Estos tendrán que apañárselas solos mientras preparamos la habitación de al lado. Venga, daos prisa.

Entraron tumultuosamente en la siguiente habitación, era más pequeña y estaba vacía salvo por algunos espejos redondos que colgaban de los muros. Lettie soltó con cuidado a Medianoche sobre una piedra verdeazulada situada en el centro, la gata se sentó allí lamiéndose severamente el interior de sus patas delanteras y mostrando completa indiferencia mientras todos los demás, incluyendo a Lettie y los sirvientes, trabajaban a ritmo frenético para construir, con unas varas plateadas, una especie de tienda de campaña alrededor de ella.

Prudentemente, Abdullah se hizo a un lado y se quedó mirando, apoyado contra la pared. A estas alturas, se arrepentía de haberle dicho al mago que no le debía nada. Debería haber aprovechado la ocasión para preguntarle cómo llegar al castillo del cielo. Pero consideró que, ya que nadie parecía escucharle, era mejor esperar a que las cosas se calmaran. Entretanto, las varas formaron el dibujo de las estructuras de unas estrellas plateadas y Abdullah miró el ajetreo, desorientado por la manera en que la escena se reflejaba en todos los espejos, pequeña, llena de gente y redondeada. Los espejos se doblaban tan inexplicablemente como los muros y los suelos.

Finalmente el mago Suliman dio una palmada con sus grandes y huesudas manos.

—Bien —dijo—. Lettie puede quedarse para ayudar. Los demás, id a la otra habitación y aseguraos de que los custodios de la princesa siguen en su sitio.

Los aprendices y sirvientes se apresuraron. El mago Suliman extendió sus brazos. Abdullah trató de mirar fijamente y recordar todo lo que sucedía. Pero tan pronto como la magia empezó a funcionar, no pudo estar seguro de lo que estaba pasando. Sabía que ocurrían cosas, pero parecía que no estaban ocurriendo. Era como escuchar música siendo duro de oído. A menudo, el mago Suliman pronunciaba una palabra extraña y profunda que volvía borrosa la habitación y el interior de la mente de Abdullah, lo que complicaba incluso más ver lo que estaba pasando. Pero la mayoría de las dificultades de Abdullah tenía que ver con los espejos de la pared. Seguían mostrando imágenes pequeñas y curvas que parecían reflejos, pero que no lo eran (o no exactamente). Cada vez que el ojo de Abdullah captaba uno de los espejos, este mostraba el armazón de varas brillando con la luz plateada de un nuevo dibujo (una estrella, un triángulo, un hexágono o algún otro símbolo angular y secreto), pero el armazón real que tenía frente a sí no brillaba en absoluto. En una o dos ocasiones, uno de los espejos mostró la imagen del mago Suliman con los brazos extendidos cuando, en la habitación, sus brazos permanecían caídos. Varias veces, un espejo exhibió a Lettie inmóvil, con sus manos apretadas y con aspecto vívidamente nervioso. Pero si Abdullah miraba a Lettie, ella no dejaba de moverse con tranquilidad, gesticulando de modo extraño. Medianoche no aparecía nunca en los espejos. Aunque su pequeña silueta negra, colocada en medio de las varas, era también sorprendentemente difícil de ver en la realidad.

De repente, todas las varas brillaron argentina y brumosamente y el espacio que había dentro de ellas se llenó de niebla. El mago dijo una última palabra insondable y retrocedió.

—¡Maldita sea! —exclamó alguien desde dentro de las varas—. ¡Ya no puedo oleros!

Esto hizo que el mago sonriera y Lettie riera abiertamente. Abdullah buscó con la mirada a la persona que tanto los divertía y al instante no tuvo más remedio que mirar hacia otro lado. La joven que estaba en cuclillas dentro del armazón, como es lógico, no tenía nada de ropa encima. El simple vistazo le bastó para comprobar que la joven era tan rubia como morena era Lettie y que, aparte de esto, ambas eran muy parecidas. Lettie corrió a un extremo de la habitación y regresó con una toga mágica de color verde. Cuando Abdullah se atrevió a mirar de nuevo, la joven llevaba la toga puesta como una bata y Lettie trataba simultáneamente de abrazarla y sacarla del armazón.

—¡Oh, Sophie! ¿Qué te pasó? —siguió diciendo.

—Un momento —jadeó Sophie—. Al principio, parecía tener dificultad para equilibrarse sobre los dos pies pero abrazó a Lettie y luego fue tambaleándose hacia el mago y le abrazó también.

—Se me hace tan raro no tener cola —dijo—. Pero gracias de corazón, Ben.

Después avanzó hacia Abdullah, caminando con mayor facilidad ahora. Abdullah apretó la espalda contra la pared, preocupado de que fuese a darle también un achuchón, pero todo lo que dijo Sophie fue:

—Debes de haberte preguntado porque te seguía. La verdad es que siempre me pierdo en Kingsbury.

—Me alegro de haber sido de ayuda, oh, la más encantadora de los metamorfoseados —dijo Abdullah con cierta indiferencia. No estaba seguro de que se fuese a llevar mejor con Sophie de lo que se había llevado con Medianoche. Se le antojó que era una joven incómodamente testaruda…, casi tanto como la hermana de la primera mujer de su padre, Fátima.

Lettie volvió a preguntar con exigencia qué había convertido a Sophie en gato y el mago Suliman dijo con preocupación:

—Sophie, ¿significa eso que Howl deambula también como un animal?

—No, no —dijo Sophie, y de repente pareció desesperadamente preocupada—. No tengo ni idea de dónde esta Howl. Fue él quien me transformó en gato, ya ves.

—¿Qué? ¿Tu propio marido te convirtió en un gato? —exclamó Lettie—. ¿Se trata de otra de vuestras peleas?

—Sí, pero hay una explicación perfectamente razonable —dijo Sophie—. Verás, lo hizo cuando alguien nos robó el castillo ambulante. Supimos que eso iba a pasar con casi medio día de antelación y todo gracias a que Howl estaba trabajando en un conjuro adivinatorio para el rey. El conjuro le mostró que algo realmente poderoso se llevaría el castillo y secuestraría después a la princesa Valeria. Howl dijo que avisaría al rey al momento. ¿Lo hizo?

—Desde luego —respondió el mago Suliman—. La princesa no pasa ni un segundo sin protección. He invocado espíritus y he dispuesto guardias en la habitación contigua. Cualquiera que sea el ser que la está amenazando, no tiene oportunidad de llegar a ella.

—¡Menos mal! —dijo Sophie—. Eso me quita un peso de encima. Se trata de un demonio, ¿lo sabías?

—Ni si quiera un demonio podría alcanzarla —contestó el mago Suliman—. ¿Pero qué hizo Howl?

—Primero maldijo —continuó Sophie—. En galés. Después ordenó a Michael y al nuevo aprendiz que se marchasen. Quería que yo me marchara también. Pero le dije que, ya que él y Calcifer se iban a quedar allí, yo me quedaría también y le pregunté si no podría hacer un conjuro para que el demonio, sencillamente, no notase mi presencia. Y discutimos sobre eso…

Lettie se rio entre dientes.

—¿Por qué no me sorprende? —dijo.

Sophie se sonrojó y levantó su cabeza desafiante.

—Bueno, Howl siguió diciendo que yo estaría más segura en Gales, con su hermana, y él sabe que no me llevo bien con ella y yo dije que sería de más utilidad si me quedase en el castillo, oculta a los ojos del ladrón. Sea como fuere —puso su cara entre las manos—, me temo que aún estábamos discutiendo cuando llegó el demonio. Hubo un enorme ruido y todo se volvió oscuro y confuso. Recuerdo que Howl gritó el conjuro del gato, farfullando a toda prisa, y que después le chilló a Calcifer.

—Calcifer es su demonio de fuego —explicó Lettie educadamente a Abdullah.

—Le chilló a Calcifer para salir de allí y salvarse a sí mismo, porque el demonio era demasiado fuerte para cualquiera de los dos —siguió Sophie—. Luego el castillo despegó delante de mí como la tapa de un plato de queso. Lo siguiente que sé es que yo era un gato y que estaba en las montañas al norte de Kingsbury.

Lettie y el mago intercambiaron miradas perplejas sobre la cabeza agachada de Sophie.

—¿Por qué en esas montañas? —se preguntó el mago Suliman—. El castillo no estaba precisamente cerca de aquí.

—No, estaba en cuatro sitios a la vez —dijo Sophie—. Creo que fui arrojada en medio de los cuatro. Podría haber sido aún peor. Había muchos ratones y pájaros para comer.

El gesto de la encantadora cara de Lettie se torció con disgusto:

—¡Sophie! —exclamó—. ¡Ratones!

—¿Por qué no? Eso es lo que comen los gatos —dijo Sophie y levantó de nuevo su cabeza desafiantemente—. Los ratones son deliciosos. Pero no soy muy aficionada a los pájaros. Te atragantas con las plumas. Pero… —tragó saliva y volvió a cubrirse el rostro con las manos—, pero todo esto sucedió en una época bastante mala para mí. Morgan nació una semana después de aquello y, por supuesto, fue un gatito…

Esto último causó a Lettie, si cabe, aún mayor consternación que la idea de su hermana comiendo ratones. Se echó a llorar y extendió sus brazos en torno a Sophie.

—¡Oh, Sophie! ¿Qué hiciste?

—Lo que hacen los gatos siempre, por supuesto —dijo Sophie—. Alimentarlo y lavarlo mucho. No te preocupes Lettie, lo dejé con un soldado que es amigo de Abdullah. Ese hombre mataría a cualquiera que hiciera daño a su gatito. Creo —dijo al mago Suliman— que debería traer a Morgan ahora para que puedas transformarlo también.

El mago Suliman se mostraba casi tan consternado como Lettie.

—¡Ojalá lo hubiera sabido! —dijo—. Si nació gato a causa del mismo conjuro, puede que ya haya sido transformado. Lo mejor será que lo averigüemos. —Cruzó deprisa la sala en dirección a uno de los espejos redondos e hizo gestos circulares con ambas manos.

Inmediatamente, el espejo, todos los espejos parecían reflejar la imagen de la habitación de la posada. Cada uno de ellos desde un punto de vista diferente, como si realmente estuvieran colgados en aquellas paredes. Abdullah fue mirando cada espejo y, al igual que les sucedió a los otros tres, lo que vio le alarmó. Por algún motivo, la alfombra mágica había sido desenrollada en el suelo. Sobre ella estaba un bebé rosado, desnudo y regordete. A pesar de lo reciente que era el bebé, Abdullah pudo ver que tenía una personalidad tan fuerte como la de Sophie. Y estaba reafirmando esa personalidad. Sus piernas y brazos daban golpetazos en el aire, su carita estaba crispada con furia y su boca era un enorme y enfadado agujero negro. Pese a que las imágenes de los espejos carecían de sonido, quedaba claro que Morgan estaba siendo muy ruidoso.

—¿Quién es ese hombre? —dijo el mago Suliman—. Lo he visto antes.

—Un soldado de Strangia, oh, realizador de maravillas —dijo Abdullah sin que resultase de mucha ayuda.

—Entonces será que me recuerda a alguien que conozco —dijo el mago.

El soldado estaba de pie junto al bebé chillón y lo miraba horrorizado e impotente. Quizá esperaba que el genio hiciera algo. En cualquier caso, tenía la botella en una mano. Pero el genio colgaba fuera de la botella en varios chorros de angustiado humo azul, tan impotente como el soldado, y cada chorro se tapaba con sus propias manos los oídos de una cara.

—¡Oh, pobre niño querido! —dijo Lettie.

—Pobre bendito soldado, querrás decir —replicó Sophie—. Morgan está furioso. Hasta ahora sólo ha sido un gatito y los gatitos pueden hacer muchas más cosas que los bebés. Está enfadado porque no puede caminar. Ben, ¿no podrías…?

El resto de la pregunta de Sophie quedó ahogada por un sonido como de una pieza gigante de seda rajándose. La habitación tembló. El mago Suliman exclamó algo y se dirigió a la puerta y entonces se tuvo que apartar rápidamente. Una multitud de cosas gritonas y quejumbrosas se deslizó a través del muro cercano a la puerta, planeó a lo largo de la habitación y se desvaneció por el muro contrario. Fuesen lo que fuesen, iban demasiado rápido para ser vistas con claridad y ninguna de ellas parecía humana. Abdullah tuvo una borrosa visión de múltiples piernas con garras, de algo más que se desplazaba y fluía sin piernas, de seres con un único ojo enorme y de otros con muchos ojos en racimo. Vio cabezas dentadas, lenguas flotantes, colas en llamas. Lo que se movía más rápido era una pelota rodante de lodo.