La danza de los deseos – Laura Abbot

Contempló desconcertado cómo la cara de Kylie se contraía con rabia tiñéndose de rojo antes de hablar.

—¡Sí que está aquí! Está en ese sitio con la piedra. ¡El cem-cementerio!

—Cariño —aunque Kylie luchaba por soltarse, Trent la tomó en brazos y finalmente se quedó rígida e inmóvil—. La decisión está tomada.

—No me iré —dijo ella mirando hacia la pared. Aquello estaba siendo más difícil de lo que había esperado.

—¿Y con quién vivirás si no es conmigo?

—Con la abuela Georgia y el abuelo Gus.

Trent se mordió el labio, consciente de que a sus suegros les encantaría la idea.

—¿Y no me echarías de menos?

—Podrías visitarme —dijo ella encogiéndose de hombros pero sin mirarlo.

—No podría venir a verte muy a menudo porque tendría que trabajar.

Kylie permaneció inmóvil.

—Me gustaría que vinieras conmigo —continuó él—. En Whitefish hay un lago enorme y unas colinas para esquiar. Podrías ir al mismo colegio al que fui yo.

Vio cómo le temblaban los labios a la niña mientras jugaba nerviosa con el borde de la camisa.

—Parece que tenemos un problema. No soy feliz trabajando como carpintero y tú no quieres dejar Billings. ¿Qué crees que podemos hacer?

—¿Qué vas a hacer… en ese sitio? —masculló Kylie.

Armándose de paciencia, Trent le explicó lo del negocio multiaventura. Le habló también de su amor por la naturaleza, y le dijo que quería compartirlo con ella. Y le dijo lo solo que se sentiría sin ella.

—¿Y dónde viviremos?

—Para empezar, en la cabaña de invitados de Weezer McCann.

—¿Weezer? ¿Quién es? —preguntó la niña arrugando la nariz.

—Ya te he hablado de ella. Es la mujer que nos ayudó a la abuela Lila y a mí cuando yo era pequeño. Fue como mi segunda madre. Te gustará. Cuenta unas historias preciosas.

—¿Historias de qué? —preguntó Kylie entrelazando los dedos sobre la muñeca de él.

—Leyendas de los Indios Americanos sobre pájaros y peces y muchos otros animales; por qué se llaman como se llaman y por qué hacen lo que hacen.

—¿Como las marmotas y los osos?

—Eso es.

Y justo cuando empezaba a creer que la había convencido, frunció el ceño de nuevo.

—No —dijo sacudiendo la cabeza—. Tengo que quedarme aquí.

—¿Y puedes decirme por qué? —preguntó él acariciándole la cabeza.

—Mamá —dijo ella sorbiéndose la nariz contra su camisa.

Trent la abrazó con fuerza notando cómo su pequeña apretaba los puños contra su pecho.

—Mamá está en el cielo. ¿No crees que ella querría vemos felices?

—Supongo que sí —dijo la niña tras unos segundos.

—Nuestro amor hacia mamá y los recuerdos que tenemos de ella nos acompañarán allá donde vayamos, ¿no crees?

Kylie asintió con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué me dices entonces? ¿Nos llevamos a mamá a un lugar en el que los dos seamos felices? A ella le gustaría mucho. Es una tierra preciosa llena de flores, árboles enormes y riachuelos.

—¿Has dicho algo de montañas? —preguntó la niña observándolo pensativa.

—Montañas espectaculares.

—¿Y helado?

—Montones de helado —contestó él riéndose.

—Papá —dijo entonces la niña mirándolo fijamente—. Me gusta verte reír. ¿Crees que volverás a reír cuando vivamos en ese lugar?

¿Volver a reír? Trent se sorprendió del ingenuo reproche, inconsciente de que se hubiera estado mostrando tan inasequible. Entonces abrazó a su hija.

—Si, cariño, volveré a reír, mucho más. Y tú también.

—Vale.

—Me alegra que vengas conmigo —dijo él besándole la cabeza.

—Pero sólo una cosa.

En ese momento, le habría regalado todo el estado de Montana si hubiera estado en su poder hacerlo.

—¿Qué?

—Sé que mamá está con nosotros en espíritu como dices pero ¿y el cementerio? ¿Podremos ir a despedirnos de ella antes de marcharnos?

—Mañana, tesoro —dijo Trent sintiendo que el corazón se le rompía en mil pedazos.

Con la sabiduría que sólo los niños poseen, Kylie acababa de mostrarle algo que, ahora se daba cuenta, él también necesitaba hacer.

* * * * *

Libby agachó la cabeza mientras Doug y ella subían las escaleras del hotel tras el concierto. Brahms y Mozart no habían conseguido tranquilizarla. Al contrario, había pasado la mitad del concierto pensando en si su insistencia en reservar habitaciones separadas habría dado al traste con su mejor oportunidad de encontrar el amor y una futura familia.

—¿Te apetece tomar una copa? —preguntó Doug en el vestíbulo mientras la ayudaba a quitarse el abrigo—. Hay una maravillosa chimenea en mi habitación y podemos compartir una botella de Amaretto.

Doug siempre considerado, se merecía un poco de entusiasmo por su parte.

—Es difícil rechazar una invitación a un fuego reconfortante y una copa después de cenar —sonrió—. Por no mencionar la agradable compañía.

—Bien —dijo él mirándola con cálido afecto.

El hogar lanzaba luces y sombras sobre la habitación de Doug decorada en tonos burdeos y verdes. La invitó a sentarse en el sofá y llenó a continuación dos copas antes de sentarse junto a ella.

—Por ti, Libby —dijo levantando la copa.

Libby observó cómo bebía y se reclinaba sobre el respaldo del sofá a continuación con un gesto satisfecho y entonces ella también tragó un sorbo del licor de almendras.

Para llenar el silencio, Libby comenzó a hablar del concierto. Entonces un recuerdo borroso retornó a su mente. Su madre sentada en un rincón del salón de techos altos tocando el arpa, el sol bañaba su cabello oscuro mientras la melodía se filtraba por los poros de su cuerpo de niña. Tal vez no tendría más de cuatro o cinco años. Y allí, mirando las llamas danzantes, recordó aquel dulce momento pero también la tristeza que vendría después. Su madre murió cuando ella tenía seis años, y el arpa quedó en silencio, recogiendo polvo en su rincón hasta que su padrastro terminó por venderla.

—Te has quedado muy callada de pronto —dijo Doug quitándole la copa medio vacía y poniéndola en la mesa de café.

—Sólo recordaba —dijo ella mientras notaba que Doug le ponía el brazo por encima de los hombros—. La música tiene ese efecto en mí.

—Es evocadora —dijo él.

—Mucho.

—¿Quieres que hablemos de ello?

Libby se encogió de hombros.

—No hablas mucho de tu pasado —continuó Doug.

«¿De qué serviría? Hablar de ello no cambiará las cosas».

—No —dijo ella tratando de sonreír—. El presente y el futuro son mucho más atractivos.

Al decirlo, notó que Doug la miraba inquisitivamente pero no la presionó algo que ella agradecía.

—Me gustaría hablar del presente y del futuro —susurró Doug tomándola en sus brazos—. Empezando por esta misma noche —y a continuación inclinó la cabeza y la besó.

La conciencia de Libby quedó flotando por encima, lejos de la presión de la boca de Doug, de la forma en que pasaba los dedos por su cabello. No era la primera vez que la besaba, pero lo estaba haciendo de una manera diferente. No era desagradable pero ya no era meramente platónica.

Trató de relajarse, de introducirse en la sensación, de pensar en la idea de volver a excitar a un hombre. Doug le tomó la nuca con una mano y profundizó en el beso, buscando con frenesí su lengua. Involuntariamente, una respuesta sensual despertó en ella y se sintió irritada. Ella no quería aquello, pero al mismo tiempo sí. Era lo mejor que podía ocurrirle. Doug la hacía sentirse deseable. Segura.

Cuando se separó de ella, le tomó el óvalo del rostro entre las manos y la miró con deseo.

—¿Estás segura de que quieres habitaciones separadas?

Se mordió el labio. ¿Lo estaba? Tarde o temprano… De pronto aquella escena de seducción le parecía demasiado artificial, preparada y el recuerdo de otro momento se coló sin avisar en su mente; en él había espontaneidad y un frenético deseo. Se quedó petrificada.

—¿Libby?

—Esta noche no —dijo finalmente. Le sonaba a la respuesta de la típica ama de casa aburrida que finge dolor de cabeza.

—¿Pronto? —preguntó él esperanzado.

Libby agachó la cabeza. Quería un marido. Un hogar. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Hijos. Especialmente hijos.

—Ya veremos.

Doug sería un padre maravilloso. Apenada, pensó que no podía decirse lo mismo de otros hombres. Especialmente de uno.

E inconscientemente, se llevó las manos al vientre notando el vacío de su interior. De algún sitio llegó a sus oídos la voz de Doug.

—Me importas mucho, Libby. Seré paciente.

Libby lo abrazó y sintió el latido de su corazón, el calor que desprendía su cuerpo haciéndola entrar en calor.

Bien entrada la medianoche, se levantó del sofá y se dirigió a su habitación. Sola.

* * * * *

Georgia Chisholm apareció en la entrada de su inmaculado salón. Una mota de polvo se posó en la reluciente mesa de café junto al sofá y allí estaba ella con un paño para hacerla desaparecer. Cruzó entonces el salón con paso rápido y colocó los cojines del sofá adamascado. Los últimos números de Architectural Digest y Casa y Jardín estaban abiertos en la mesa de centro. Comprobó que el jarrón con los gladiolos tenía agua suficiente. Satisfecha al verlo todo en orden, se permitió una pausa junto a la chimenea y observó el retrato que colgaba sobre ella. Ashley.

Todas las tardes, pasaba un rato con su hija, estudiando la serena mirada azul que la seguía hasta sentarse en el salón, recordando el tacto sedoso de su cabello rubio, escuchando en su mente la risa de su hija limpia y vivaz. Deseaba acariciar, una vez más, sus mejillas sonrosadas.

La vida era muy cruel.

Georgia retrocedió un paso y se dejó caer en un sillón, sin dejar de mirar el retrato de su hija cuando tenía veintitrés años. Justo antes de conocer a Trent Baker.

Era demasiado tarde para pensar en cómo habrían sido las cosas en caso contrario. Georgia tenía grandes planes para su hija. Cerró los ojos y en su mente apareció el endeble barracón en el pueblo minero en el que ella había crecido. Aún recordaba cómo su madre tenía que robarle a su marido unos cuantos dólares antes de que éste se dirigiera a la taberna. Georgia se puso rígida al recordar todas las noches que se había ido a la cama muerta de hambre y frío. Cuando se casó con Gus, su floreciente empresa constructora auguraba una vida mejor y una posición respetable. Y por eso, Ashley podría haberse casado con cualquier hombre de éxito, joven, atractivo.

Georgia pasó los dedos nerviosos por los brazos del sillón. ¿Por qué Trent? No había tenido sentido. Un hombre joven de bastos modales, tan fuera de lugar en un museo o en un teatro como un leñador. Era guapo, sí, pero ella había educado a Ashley para ser más exigente y no quedarse sólo en el aspecto externo de los hombres. El atractivo físico no era garantía de protección y seguridad.

Ashley había sido siempre una niña afable y obediente; una adolescente afectuosa y sensata. Georgia no estaba preparada para la reacción que habría de tener su hija cuando conoció a Trent Baker. Ashley había hecho oídos sordos a las súplicas de su madre y se había mostrado decidida a casarse con él.

Y fue precisamente su falta de sensatez y a su descuido lo que precipitó los acontecimientos. Se quedó embarazada.

Georgia no quería que su hija se alejara de ella, y no le quedó más remedio que hacer lo posible para coexistir con Trent. Este sabía que no le gustaba y que ella habría preferido a alguien mejor para su hija. Sólo el nacimiento de Kylie había suavizado las cosas entre ellos. Era un padre afectuoso y poco a poco se había ido apoderando de su corazón.

Entonces llegó el diagnóstico. Implacable y devastador. Terminal. Georgia levantó los ojos hacia el retrato de su hija sonriente.

«¿Qué me dirías si pudieras, hija mía?».

A lo largo de los meses de la enfermedad de Ashley, Trent se había portado como un marido abnegado, cuidando hasta el agotamiento a su mujer y a su hija, como si quisiera dar todo lo que tenía dentro en un intento por retrasar lo inevitable.

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