La danza de los deseos – Laura Abbot

Capítulo 11

Libby se estaba preparando para ir a la nieve cuando el teléfono sonó. Terminó de ponerse el jersey de cuello alto y contestó.

—¿Diga?

—Lib, soy yo —Trent parecía hecho polvo—. Tenemos un problema. Me han llamado para atender una urgencia con el equipo de rescate. Weezer está trabajando. ¿Podría dejar a Kylie en tu casa?

—Claro. Estará disgustada por no poder ir a esquiar.

—Sí, a menos que… quieras ir tú sola con ella.

Al fondo, Libby oía a Kylie decir:

—Por favor, papi, que diga «sí».

Era una gran responsabilidad pero, por otro lado, le daría la oportunidad de relacionarse con Kylie fuera del colegio. Además, Libby no quería decepcionarla.

—Si estás seguro.

—Gracias. Será genial. Llegaremos lo antes posible.

Hacía un día estupendo para esquiar y era horrible que alguien estuviera en apuros y necesitara que lo rescataran. Rezó para que la misión no fuera peligrosa para Trent porque había reconocido el tono decidido en su voz minutos antes en el teléfono al igual que el nerviosismo de antaño por la aventura.

* * * * *

Libby se maravilló al ver lo bien que Kylie se manejaba ya en la pista de principiantes. En unas pocas semanas, Trent había conseguido que su hija dominara las técnicas básicas con la habilidad de una atleta. Después de varios descensos por la suave colina, Kylie se acercó a ella con gesto decidido.

—Esto es cosa de niños —dijo señalando el telesilla—. ¿Por qué no subimos?

—¿Estás segura de que estás preparada?

—Segura. Ya lo he hecho con papá muchas veces —dijo la niña levantando la barbilla.

—De acuerdo, entonces. Vamos —Libby sabía lo importante que era la confianza para un esquiador principiante y la pista intermedia que tenía en mente sería adecuada para Kylie.

Junto a la niña en el telesilla. Libby le pasó el brazo sobre los hombros y se sintió protectora y feliz. Eso era lo que debía de sentirse al tener una hija. Estar orgullosa con sus logros. Compartir momentos especiales con ella.

—Es como si voláramos, ¿verdad? —los ojos de la niña relucían—. Me encanta esquiar, ¿a ti no?

—Por supuesto. ¿Sabías que tu papá y yo trabajamos una vez en una estación de esquí?

—¿De veras? ¿Fue hace mucho tiempo? —preguntó la niña con los ojos muy abiertos.

—Cuando terminarnos el instituto trabajamos en Park City, en Utah, antes de casarnos y mudarnos aquí.

—Entonces esquías tan bien como él.

—Oh no. Yo no esquío ni la mitad de bien que él —dijo Libby viendo que ya llegaban a su parada—. Prepárate para saltar.

—Vale —dijo la niña, que se las arregló para bajar con algo de torpeza.

De pie en la colina, Kylie estudió el terreno.

—Asusta más desde aquí.

Libby se dio cuenta de su titubeo.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo?

—¡Por supuesto!

Y sin decir más. Kylie plantó los bastones y comenzó el descenso con sumo cuidado aumentando la velocidad según se iba afianzando. No era el descenso más emocionante que Libby había hecho, pero era sin duda el más gratificante.

* * * * *

Trent se sujetó mientras el helicóptero descendía hasta posarse en una antigua zona de acampada. Chad Laraby y Chuck Patterson estaban sentados a ambos lados y los tres estudiaban el mapa que Trent sostenía en las manos. Otros tres miembros del equipo iban sentados en frente. La última vez que habían visto la pequeña avioneta había sido a unos tres kilómetros al norte de la zona de acampada. Aunque aún no habían perdido las esperanzas de que el piloto hubiera logrado aterrizar en algún punto blando por la nieve, no habían mantenido contacto por la radio. Cuando el helicóptero aterrizó, los hombres saltaron y, una vez fuera, sacaron el contenido de sus mochilas, que incluía equipos de primeros auxilios, botas, trineos y equipo de montaña.

Andando de espaldas hasta salir de la influencia de las aspas, Chad se llevó la radio al oído.

—Entendido.

Tras él, Trent se ajustaba las tiras de la mochila.

—¿Qué pasa?

—No tiene buena pinta. Me dicen desde control que en el avión viajaban tres pasajeros, entre ellos un adolescente. Déjame ver el mapa otra vez.

Trent lo desdobló y Chad señaló las nuevas coordinadas.

—Estamos a un kilómetro y medio de distancia pero casi todo el camino es cuesta arriba —dijo moviéndose hacia los otro cuatro miembros del equipo—. Hay otro equipo en camino pero seguramente llegaremos nosotros antes. En marcha y estad atentos a cualquier amenaza de avalancha.

Trent sentía el potente latido de su corazón en medio del frío. Necesitaría toda su fuerza, pericia y experiencia como montañero. No sabía qué se encontrarían cuando llegaran al lugar del accidente pero rezó para que pudieran llegar a tiempo.

—Me alegro de tenerte con nosotros, Baker —dijo Chuck dándole una palmada en la espalda.

Mientras estudiaba la posición del sol en el cielo, Trent calculó mentalmente cuánto tiempo de luz dispondrían y sonrió a su amigo.

—Me alegra poder ayudar.

—¡Moveros! —gritó Chad.

Trent pensó que, al menos, Kylie y Libby estarían disfrutando de un buen día de esquí. Imaginaba a su pequeña sonriendo encantada aprendiendo una nueva técnica. Hacía tiempo que no se había sentido tan satisfecho por algo como ver el amor que su hija sentía por un deporte que él adoraba y que los tres podrían compartir.

Pero sus pensamientos se detuvieron de forma abrupta media hora después cuando alcanzaron una explanada helada en la que fue necesario asegurarse con cuerdas, sacar los piolets y los crampones.

Por un momento, Trent deseó estar en la llana pista de principiantes, pero sólo duró un segundo porque enseguida, una oleada de adrenalina lo golpeó impulsándolo a atravesar la explanada potencialmente mortal.

* * * * *

Kylie dejó en la mesa la hamburguesa a medio comer.

—¿Podemos esquiar un poco más después de comer?

—Creía que estabas cansada ya.

—Todavía no —contestó Kylie—. Un poco más, por favor —suplicó.

—Se está nublando y empieza a bajar la temperatura —dijo Libby mirando por la ventana.

Kylie la miró entonces con los ojos de alguien acostumbrado a regatear.

—Dos veces más sólo.

Libby no pudo evitar recordar situaciones parecidas de ella con papá Belton cuando trataba de convencerlo para que la dejara montar una vez más en el tiovivo o comer un segundo perrito caliente. La experiencia finalmente le había enseñado a no pedir. La respuesta siempre había sido «no».

Apartó los recuerdos del hombre que la había echado de su vida a la edad de dieciocho años y tragó una cucharada más de sopa.

—Vale. Te has salido con la tuya, pequeña.

—¡Bien! —exclamó la niña dando saltos en la silla.

—Pero después, iremos a mi casa a tomar un chocolate caliente y ver una película.

—¿Señorita Cameron? —Kylie arrugó la servilleta de papel—. ¿Crees que papá está bien?

Libby notó en la expresión esperanzada de la niña que estaba asustada. Libby suspiró.

—Tiene mucha experiencia y es cuidadoso, cariño. El equipo está perfectamente entrenado para no aceptar riesgos innecesarios —contestó aunque por su gesto, sabía que no había convencido a Kylie. Decidió distraerla—. Preparemos esos esquís.

Libby pagó en caja y Kylie le tomó tímidamente la mano.

—Me alegra que me hayas traído a esquiar, aunque no esté papá. Esquiar es mi deporte favorito y ya lo hago muy bien. Gracias.

Tomaron entonces los esquís y se dirigieron al telesilla.

—Creo que serás una nueva mamá maravillosa —añadió Kylie tras pensarlo un rato.

Aquellas palabras de aprobación sonaron reconfortantes para Libby mientras se dirigían a un rampa intermedia sin montículos en los que los jóvenes ensayaban sus saltos. Con el sol de la mañana, la nieve de algunos puntos se había derretido. Pero, con las nubes sobre sus cabezas, los charcos estaban volviendo a congelarse. Tomó entre sus manos enguantadas el rostro de la niña.

—¿Estás cansada? No tenemos que bajar una vez más si no quieres.

—Me lo has prometido —dijo la niña mirándola con los ojos entornados.

—Lo sé, pero siempre podemos cambiar de opinión.

—Nada de eso —dijo la niña acercándose al telesilla. Libby sacudió la cabeza. Trent no era el único Baker que había heredado los genes de la cabezonería.

Arriba, Libby escuchó las voces de algunos niños que gritaban llenos de excitación.

—Señorita Cameron, señorita Cameron. Kylie.

Arriba vio a algunos de sus alumnos de segundo. Bart Ames, con las mejillas rojas por el frío, se acercó a ellas.

—Es mi cumpleaños. Lo estamos pasando muy bien.

—Felicidades.

—Sí —dijo Kylie sin entusiasmo.

Un hombre con barba se separó del resto de los niños y se acercó.

—¿Señorita Cameron? Jeff Ames. Me alegro de verla.

Libby se giró para saludar al padre de Bart pero antes de poder decir una palabra, vio que Kylie tomaba impulso con los bastones y comenzaba el descenso. El tiempo se detuvo. Libby hizo un rápido giro para evitar a otros esquiadores y se inclinó sobre los esquís, sujetando tras ella los bastones. Ya estaba alcanzando a Kylie.

Pero ésta también iba aumentando la velocidad, de modo que se iba acercando cada vez más a un montículo potencialmente peligroso que se levantaba frente a ella.

En el último minuto, Kylie miró por encima del hombro como queriendo asegurarse de que los demás veían cómo desafiaba al peligro. Entonces saltó.

Libby miró impotente cómo la pequeña abría las piernas, su silueta recortada contra el cielo, luchando por recuperar el control, y finalmente tomaba tierra al final de la pendiente. Libby siguió tras ella mientras escuchaba el grito triunfal de Kylie.

—¡Lo he conseguido!

Aunque no quería robarle el momento de satisfacción por el logro, tras felicitarla, Libby la riñó por haberse arriesgado y propuso ir a casa. Bart y su padre, seguidos de los otros niños, las alcanzaron en el aparcamiento.

—Señorita Cameron, ¿puedo hablar con usted un momento? —Jeff Ames la tomó a un lado.

Libby era consciente de que Bart y Kylie estaban discutiendo acaloradamente. No podía oír muy bien lo que decían porque el padre de Bart le estaba preguntando sobre el comportamiento de su hijo en clase. Miró por encima del hombro, y se sintió aliviada al ver que Bart se alejaba de Kylie. Pero justo entonces, la voz del niño se elevó por encima de los demás retándola con desprecio.

—Eres una niña tonta. Sólo porque puedas saltar no eres la mejor.

—Sí lo soy.

—Seguro que yo corro más rápido que tú.

—Seguro que no. Eres un ignorante —respondió Kylie y, sin prestar atención a los coches, Kylie echó a correr hacia el extremo más alejado del aparcamiento, seguida de cerca por Bart.

—¡Kylie, ven aquí! —Libby salió tras ella gritando.

Bart estaba cada vez más cerca de Kylie que, en un desesperado intento, se estiraba para tocar la verja que bordeaba el aparcamiento. En ese momento. Libby observó horrorizada que la niña perdía pie y caía.

Libby corrió aún más, rezando por que no le hubiera pasado nada.

Pero era demasiado tarde. Kylie fue a caer sobre un traicionero charco helado y resbaló hasta golpearse con la cabeza contra un poste de metal. Su pequeño cuerpecito quedó tirado sobre el hielo, inconsciente.

—¡Nooo! —se oyó gritar a sí misma.

Al llegar al cuerpo de la niña, sobre ellas no había sino un clamoroso silencio. Kylie tenía los ojos cernidos y un hilillo de sangre salía de su gorro, tiñendo de roja la nieve que había bajo el cuerpo. Sin hacer caso del frío, Libby se arrodilló junto a Kylie y puso el oído contra la boca de la niña. Angustiada se quitó los guantes y le puso dos dedos en el cuello en busca de pulso.

—Déjeme —se ofreció una mujer a su espalda, apartándola—. Soy enfermera.

Un joven se arrodilló junto a Libby, y le puso el brazo sobre los hombros.

—Hemos llamado a la patrulla de socorro. Llegarán en un momento.

Libby escuchó entonces la voz de Bart.

—Yo no quería hacerlo, de verdad. No quería.

La enfermera, una mujer de ojos bondadosos, se giró hacia Libby.

—Respira. Le pondré una compresa en la herida. Pero será mejor no moverla mientras esperamos a la patrulla. ¿Es usted su madre?

El mundo empezó a girar a su alrededor en un caleidoscopio multicolor, y las lágrimas se arremolinaron en sus ojos. Sacudió la cabeza y dijo que no. ¿Una madre?

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