Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

—¡Comosellame! —dijo el loro, que estaba posado en su hombro.

—Qué cosas —dijo Rincewind—. Nunca hubiera pensado que los animales pudieran ir al Infierno. Aunque me parece que entiendo por qué han hecho una excepción con el caso de este.

—¡A tomar por culo, mago!

—Lo que no entiendo es por qué no nos buscan aquí —dijo Eric.

—Tú calla y sigue andando —dijo Rincewind—. Porque son estúpidos, por eso. No se pueden imaginar que estemos haciendo algo así.

—Sí, y no les falta razón. Yo tampoco me puedo imaginar que estemos haciendo algo así.

Rincewind se dedicó a caminar un poco y a mirar cómo pasaba por delante de él una multitud de demonios buscando frenéticamente.

—Así que no encontró usted la Fuente de la Eterna Juventud —dijo, sintiendo que debía iniciar alguna conversación.

—Oh, sí que la encontré —dijo Da Quirm con solemnidad—. Un manantial cristalino, en las profundidades de la selva. Era muy impresionante. Y di un buen trago. Un señor trago, me parece más apropiado.

—¿Y… ? —dijo Rincewind.

—Y funcionó, claramente. Sí. Durante un rato sentí que me estaba volviendo más joven.

—Pero… —Rincewind hizo un gesto vago con la mano que abarcaba a Da Quirm, la rueda de molino y los círculos imponentes del Averno.

—Ah —dijo el anciano—. Sí, claro, ésa es la parte más lamentable. Después de todo lo que había leído sobre la Fuente, lo normal habría sido que alguien en todos aquellos libros hubiera mencionado el dato más vital sobre el agua, ¿no?

—¿Qué dato…?

—Hervirla primero. Todo dicho, ¿no? Una pena terrible, la verdad.

El Equipaje bajó trotando la gran carretera en espiral que unía los Círculos del Averno. Aunque las condiciones hubieran sido normales, es probable que no hubiera llamado mucho la atención. En todo caso, resultaba bastante menos asombroso que la mayoría de sus moradores.

—Esto es aburrido de verdad —dijo Eric.

—De eso se trata —dijo Rincewind.

—No deberíamos estar merodeando por aquí. ¡Deberíamos estar buscando una salida!

—Bueno, sí, pero es que no la hay.

—De hecho, sí que la hay —dijo una voz detrás de Rincewind.

Era la voz de alguien que lo había visto todo y no le había gustado mucho nada.

—¿Laveolo? —dijo Rincewind.

Su antepasado estaba justo detrás de ellos.

—«Llegarás a casa bien» —dijo Laveolo en tono amargo—. Palabras textuales. Ja. Diez años de un lío detrás de otro. Podrías habérmelo dicho, ¿no?

—Esto… —dijo Eric—. No queríamos trastornar el curso de la historia.

—No queríais trastornar el curso de la historia —dijo Laveolo lentamente. Miró la carpintería de la rueda de molino—. Ah. Bien. Eso lo arregla todo. Me siento mucho mejor sabiendo eso. Y en nombre del curso de la historia, querría daros todo mi agradecimiento.

—¿Perdón? —dijo Rincewind.

—¿Sí?

—¿Has dicho que había otra salida?

—Ah, sí, una puerta trasera.

—¿Dónde está?

Laveolo dejó de caminar un momento y señaló al otro lado de las neblinas del foso.

—¿Veis aquel arco de allí?

Rincewind miró a lo lejos.

—Más o menos —dijo—. ¿Es eso?

—Sí. Luego hay unas escaleras muy largas y empinadas. No sé adónde llevan.

—¿Cómo lo has descubierto?

Laveolo se encogió de hombros.

—Le pregunté a un demonio —dijo—. Siempre hay una forma más fácil de hacer las cosas, ya sabéis.

—Se tardaría una eternidad en llegar allí —dijo Eric—. Está justo al otro lado, no llegaríamos nunca.

Rincewind asintió y continuó la caminata infinita con expresión sombría. Al cabo de unos minutos dijo:

—¿Te has dado cuenta de que parece que vayamos más deprisa?

Eric se dio la vuelta.

El Equipaje se había subido a bordo y estaba intentando alcanzarlos.

Astfgl se puso delante de su espejo.

—Enséñame lo que ellos ven —ordenó.

«Sí, amo.»

Astfgl examinó un momento la imagen zumbante.

—Dime qué quiere decir esto —dijo.

«No soy más que un espejo, amo. ¿Qué sé yo?»

Astfgl gruñó:

—Y yo soy el Señor del Hades —dijo, señalando con su tridente—. Y estoy preparado para arriesgarme a otros siete años de mala suerte.

El espejo consideró las opciones disponibles.

«Tal vez pueda oír un chirrido, señor», aventuró.

—¿Y?

«Huelo humo.»

—De humo nada. Prohibí específicamente todos los fuegos abiertos. Es un concepto muy anticuado y le da mala fama al lugar.

«Aun así, amo.»

—Enséñame… el Hades.

El espejo hizo lo mejor que pudo. El Rey tuvo el tiempo justo de ver la rueda de molino, con sus cojinetes al rojo vivo, desprenderse de sus soportes y echar a rodar, tan engañosamente lenta como un alud, a través de la tierra de los condenados.

Rincewind colgaba de la barra de empujar y miraba cómo los peldaños giraban zumbando a una velocidad que se le habrían quemado las suelas de las sandalias si hubiera sido lo bastante tonto como para bajar los pies. Los muertos, sin embargo, se lo estaban tomando con el aplomo jovial de quienes saben que lo peor ya les ha pasado. Rincewind oyó gritos fugaces de «Pásame el algodón de azúcar». Oyó que Laveolo comentaba algo sobre la espléndida tracción de la rueda y le explicaba a Da Quirm que, si uno tuviera un vehículo que fuera abriendo el camino por donde pasaba, tal como estaba haciendo de hecho el Equipaje, y luego lo acorazaba, las guerras serían menos sangrientas, durarían la mitad del tiempo y todo el mundo podría demorarse todavía más en regresar a casa.

El Equipaje no hizo ningún comentario en absoluto. Veía a su amo colgando a un metro de distancia y se limitaba a seguir adelante. Se le podría haber ocurrido que el viaje le estaba llevando cierto tiempo, pero aquello era problema del Tiempo. Y así, mandando por los aires a alguna que otra alma vociferante, chocando, girando y aplastando a algún que otro demonio infortunado, la rueda continuó avanzando vertiginosamente. Y se estrelló contra el acantilado del otro lado.

Lord Vassenego sonrió.

—Ahora —dijo—. Es la hora.

Los otros demonios veteranos parecían un poco recelosos. Estaban, por supuesto, avezados en la maldad, y estaba claro que Astfgl no era «Uno De Los Nuestros», sino el cazurro más repugnante que había conseguido nunca trepar posiciones hasta su cargo…

Pero… bueno, aquello… tal vez había algunas cosas que resultaban demasiado…

—«Aprended de las costumbres de los humanos» —lo imitó Vassenego—. Me ha ordenado a mí que aprenda de los humanos. ¡A mí! ¡Qué insolencia! ¡Qué arrogancia! Pero yo he observado, oh, sí. Y he aprendido. Y he hecho planes.

La expresión de su cara era indescriptible. Incluso los lores de los círculos inferiores, que se vanagloriaban de su villanía, tuvieron que apartar la mirada.

El duque Drazometh el Pútrido levantó una garra vacilante.

—Pero si él sospecha lo más mínimo… —dijo—. O sea, es que tiene muy malas pulgas. Esos memorandos… —tembló.

—Pero ¿qué estamos haciendo? —Vassenego levantó las manos en gesto de inocencia—. ¿Qué tiene esto de malo? Hermanos, os lo pregunto: ¿qué tiene de malo?

Encogió los dedos. Los nudillos se le pusieron blancos bajo la piel fina y recubierta de venas azules mientras examinaba las caras dubitativas.

—¿O preferís recibir otro documento normativo?

Las expresiones de los presentes temblaron mientras los lores se decidían como una hilera de fichas de dominó cayendo. Había ciertas cosas sobre las cuales incluso ellos estaban unidos. No más documentos normativos, no más documentos consultivos, no más mensajes para subir la moral de todo el personal. Aquello era el Infierno, pero tenía que haber un límite para todo.

El conde Beezlemoth se frotó una de sus tres narices.

—¿Y decís que a unos humanos de alguna parte se les ocurrió todo esto por sí solos? —dijo—. ¿Sin que nosotros les diéramos ninguna pista ni nada?

Vassenego negó con la cabeza.

—Todo cosa de ellos —dijo con orgullo, como un maestro de escuela ufano que acabara de ver a un alumno estrella graduarse summa cum laude.

El conde miró al infinito:

—Pensaba que éramos nosotros los espantosos —dijo, con la voz llena de sobrecogimiento.

El anciano lord asintió. Llevaba mucho tiempo esperando aquello. Mientras otros hablaban de revoluciones impulsivas, él había estado observando el mundo de los hombres, tomando nota y maravillándose.

Aquel tal Rincewind había resultado ser extremadamente útil. Había conseguido mantener al Rey totalmente ocupado. Había valido la pena todo el esfuerzo. ¡Aquel humano tonto seguía pensando que era él quien lo hacía todo chasqueando los dedos! ¡Tres deseos! ¿Y qué más?

Y así fue como Rincewind, cuando consiguió salir de los restos de la rueda, se encontró con Astfgl, Rey de los Demonios, Señor del Infierno, Amo del Averno de pie delante de él.

Astfgl había dejado atrás las fases iniciales de la furia y ahora se encontraba en esa laguna calmada de ira donde la voz es tranquila, los modales son comedidos y corteses y solamente un ligero resto de saliva en la comisura de la boca delata el infierno interior.

Eric salió a rastras de debajo de una barra rota de madera y levantó la vista.

—Oh, cielos —dijo.

El Rey de los Demonios hizo girar el tridente. De pronto ya no parecía cómico. Parecía una barra pesada de metal con tres horribles puntas afiladas en el extremo.

Astfgl sonrió y miró a su alrededor.

—No —dijo, aparentemente para sus adentros—. Aquí no. No es lo bastante público. ¡Venid!

Sendas manos los agarraron a cada uno de un hombro. No pudieron resistirse más de lo que un par de copos de nieve no idénticos pueden resistirse a un lanzallamas. Hubo un momento de desorientación y Rincewind se encontró a sí mismo en la sala más grande del universo.

Era el gran salón. Dentro de ella se podrían haber construido cohetes espaciales. Puede que los reyes del Infierno hubieran oído hablar de palabras como «sutileza» y «discreción», pero también habían oído decir que cuando se tenía algo había que hacer ostentación de ello, y habían razonado que, en caso de no tenerlo, la ostentación debía ser todavía mayor, y lo que ellos no tenían era buen gusto. Astfgl había hecho lo que había podido, pero ni siquiera él había sido capaz de añadir gran cosa al pésimo diseño básico, a los colores chillones y al papel de pared horroroso. Había puesto algunas mesillas de café y un cartel de una corrida de toros, pero aquellos detalles quedaban más o menos perdidos en el caos general, y el nuevo antimacasar de detrás del Trono de la Condenación solamente servía para resaltar algunos de sus bajorrelieves más desagradables.

Los dos humanos quedaron despatarrados en el suelo.

—Y ahora… —dijo Astfgl.

Pero su voz quedó ahogada bajo un clamor repentino. Levantó la vista.

Una legión de demonios de todas las formas y tamaños llenó casi por completo la sala, subiéndose por las paredes y hasta colgándose del techo. Una orquesta demoníaca tañó una serie de acordes con una variedad de instrumentos. Una pancarta colgada de un lado al otro de la sala decía: «Porke Es Un Gefe Escelente».

El ceño de Astfgl se arrugó en una mueca instantánea de paranoia mientras Vassenego, seguido de los demás lores, iba hasta él. La cara del viejo demonio estaba hendida por una sonrisa totalmente carente de malicia, y el Rey estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico y clavarle el tridente antes de que Vassenego estirara un brazo y le diera una palmadita en la espalda.

—¡Enhorabuena! —gritó.

—¿Qué?

—¡Que enhorabuena!

Astfgl miró a Rincewind.

—Ah —dijo—. Sí, bueno —tosió—. No ha sido nada —dijo, irguiéndose más—. Vi que vosotros no estabais consiguiendo nada así que me…

—No hablo de éstos —dijo Vassenego con un soplido de burla—. Éstos son una trivialidad. No, señor. Me refería a vuestra elevación.

—¿Elevación? —dijo Astfgl.

—¡Vuestro ascenso, señor!

Una gran ovación se elevó de los demonios más jóvenes, que lo ovacionaban todo.

—¿Ascenso? Pero, pero si soy el Rey —protestó Astfgl en tono débil.

Notaba que estaba empezando a no entender nada.

—¡Pfuá! —dijo Vassenego en tono jovial.

—¿Pfuá?

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