Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Así que la vida en las calles de Tsort mantuvo más o menos la normalidad. Los ciudadanos daban un rodeo en torno a los grupos ocasionales de combatientes o bien intentaban venderles un kebab. Varios de los ciudadanos más emprendedores empezaron a desmantelar el caballo de madera para venderlo en forma de souvenirs.

Rincewind no intentaba entenderlo. Se sentó en la terraza de un café y observó una batalla apasionada que tenía lugar entre los tenderetes del mercado, de forma que entre los gritos de «¡Aceitunas maduras!» se oían los alaridos de los heridos y las advertencias del tipo: «Apártense un poco, por favor, que pasa una melée».

No resultaba fácil ver a los soldados disculparse cuando chocaban con los clientes. Aunque todavía era más duro conseguir que el dueño del café aceptara una moneda con el busto de alguien cuyo tataratatarabuelo aún no había nacido. Por suerte, Rincewind pudo convencer al hombre de que el futuro era otro país.

—Y una limonada para el chico —añadió.

—Mis padres me dejan beber vino —dijo Eric—. Me dejan beber un vaso.

—Seguro que sí —dijo Rincewind.

El dueño frotó con diligencia la mesa, extendiendo la suciedad y el retsina derramado en forma de fino barniz.

—Habéis venido por la pelea, ¿eh? —dijo.

—En cierta manera —dijo Rincewind en tono cauteloso.

—Yo que vosotros no me dejaría ver mucho —dijo el dueño—. Dicen que ha sido un civil quien ha dejado entrar a los efebios… no es que tenga nada contra los efebios, ¿eh? Me parecen muy buena gente —añadió a toda prisa, mientras pasaba a su lado un grupo de soldados—. Dicen que ha sido un forastero. Eso es trampa, no vale usar a los civiles. Ya hay gente buscándolo para pedirle explicaciones —hizo el gesto de dar un tajo.

Rincewind se le quedó mirando la mano como si estuviera hipnotizado.

Eric abrió la boca. Eric soltó un chillido y se agarró la espinilla.

—¿Tienen una descripción? —dijo Rincewind.

—Creo que no.

—Bueno, pues les deseo mucha suerte —dijo Rincewind, en tono mucho más jovial.

—¿Qué le pasa al chico?

—Tiene un calambre.

Cuando el hombre regresó detrás de su mostrador, Eric dijo entre dientes:

—¡No hacía falta que me dieras una patada!

—Tienes bastante razón. Ha sido un acto totalmente voluntario por mi parte.

Alguien le puso una manaza enorme en el hombro a Rincewind. Rincewind se giró y levantó la vista hasta la cara de un centurión efebio. Un soldado a su lado dijo:

—Es este, sargento. Me apuesto la sal de un año entero.

—¿Quién lo habría pensado? —dijo el sargento. Y sonrió a Rincewind con expresión malvada—. Ya te estás levantando, coleguita. El jefe quiere tener una charla contigo.

Hay quien habla de Alejandro, hay quien habla de Hércules, de Héctor y Lisandro y de otros nombres igualmente ilustres. De hecho, a lo largo de la historia del multiverso la gente ha alabado a todos y cada uno de los espadachines de orejas melladas (por lo menos mientras los tenían al lado) siguiendo el criterio de que así era mucho más seguro. Tiene gracia que la gente siempre haya respetado a la clase de comandante a quien se le ocurren estrategias del tipo «Quiero que os reunáis cincuenta mil y os lancéis contra el enemigo», mientras que a los comandantes más reflexivos que dicen cosas del tipo «¿Por qué no construimos un maldito caballo de madera enorme y nos colamos por la puerta trasera mientras todos están rodeando el caballo y esperando a que salgamos de dentro?» se los considera solamente un escalón por encima de los cazurros comunes y no el tipo de persona a quien prestarías dinero.

Esto se debe a que la mayor parte de comandantes del primer tipo son hombres valientes, mientras que los cobardes son mucho mejores estrategas.

Llevaron a rastras a Rincewind ante los líderes efebios, que habían establecido un puesto de mando en la plaza mayor de la ciudad para poder supervisar el asalto a la ciudadela central. Ésta se levantaba imponente sobre la ciudad en lo alto de su vertiginosa colina. Los asaltantes no se acercaban demasiado, sin embargo, porque los defensores estaban tirando rocas.

Cuando Rincewind llegó estaban discutiendo la estrategia a seguir. El consenso parecía ser que si se enviaban muchos, muchos hombres al asalto de la montaña, tal vez un número suficiente podría sobrevivir a las rocas para tomar la ciudadela. Ésta es en esencia la base de todo pensamiento militar.

Varios de los caciques de atuendos más espectaculares levantaron la vista al acercarse Rincewind y Eric, les echaron un vistazo que sugería que los gusanos eran más interesantes y se volvieron a girar. La única persona que parecía contento de verlos…

No parecía un soldado en absoluto. Llevaba la coraza de rigor, deslustrada, y un yelmo que daba la impresión de que su penacho se había usado para pintar paredes, pero estaba flaco y tenía tanta pose de militar como una comadreja. Su cara tenía algo familiar, sin embargo. A Rincewind le pareció bastante apuesto.

«Contento de verlos» no es más que una descripción comparativa. Fue el único que dio muestras de percibir su existencia.

Estaba repantigado en una silla y dándole de comer bocadillos al Equipaje.

—Ah, hola —dijo en tono lúgubre—. Sois vosotros.

Fue asombroso cuánta información podía embutirse en un par de palabras. Para conseguir el mismo efecto, el hombre podría haber dicho: Ha sido una noche muy larga, estoy teniendo que organizarlo todo, desde la construcción del caballo de madera hasta la lista de la lavandería, estos idiotas son tan útiles como un martillo de goma, yo en realidad ni siquiera quería venir y encima de todo esto ahora estáis vosotros. Hola, vosotros.

Señaló el Equipaje, que abrió la tapa en gesto expectante.

—¿Esto es vuestro? —dijo.

—Más o menos —dijo Rincewind cautelosamente—. No tengo bastante dinero para pagar por nada de lo que haya hecho, cuidado.

—Es un trastito curioso, ¿verdad? —dijo el soldado—. Cuando lo encontramos tenía arrinconados a cincuenta tsorteanos. ¿Por qué creéis que lo hacía?

Rincewind pensó a toda prisa.

—Tiene una capacidad asombrosa para saber cuándo la gente tiene intención de hacerme daño —dijo.

Miró al Equipaje igual que alguien podría mirar a una mascota taimada, con mal genio y reprobable en general que, después de pasarse años mordiendo a las visitas, rueda sobre su espalda roñosa e interpreta el Perrito Adorable para impresionar a los alguaciles.

—¿Sí? —dijo el hombre, no muy sorprendido—. Es mágico, ¿no?

—Sí.

—Tiene que ver con la madera, ¿no?

—Sí.

—Pues menos mal que no construimos el puto caballo con esa madera.

—Sí.

—Os metisteis dentro usando magia, ¿no?

—Sí.

—Ya me parecía. —Le tiró otro bocadillo al Equipaje—. ¿De dónde venís?

Rincewind decidió ser honesto.

—Del futuro —dijo.

Aquello no tuvo el efecto esperado. El hombre se limitó a asentir.

—Ah —dijo, y luego—: ¿Ganamos la guerra?

—Sí.

—Ah. Supongo que no recordaréis los resultados de ninguna carrera de caballos —dijo el hombre sin demasiada esperanza.

—No.

—Ya me parecía que no. ¿Por qué nos abristeis la puerta?

A Rincewind se le ocurrió que contestar que era porque siempre había sido un ferviente admirador de la causa efebia no sería, por extraño que parezca, lo mejor que podía hacer. Decidió probar con la verdad otra vez. Era un método nuevo y valía la pena experimentar con él.

—Estaba buscando una salida —dijo.

—Para escaparte.

—Sí.

—Bien pensado. La única opción sensata dadas las circunstancias. —Vio a Eric, que estaba mirando a los demás capitanes apiñados alrededor de su mesa en plena discusión.

—Tú, chaval —dijo—. ¿Quieres ser soldado de mayor?

—No, señor.

El hombre se alegró un poco.

—Así se habla —dijo.

—Quiero ser eunuco, señor —añadió Eric.

Rincewind giró la cabeza como si alguien le tirara de ella.

—¿Por qué? —preguntó, y entonces pronunció la respuesta obvia al mismo tiempo que Eric—. Porque uno puede trabajar todo el día en un harén —dijeron lentamente y al unísono.

El capitán tosió.

—No serás el maestro de este chico, ¿verdad? —dijo.

—No.

—¿Crees que alguien le ha explicado… ?

—No.

—Tal vez sería buena idea que uno de los centuriones tuviera una charla con él. Te asombraría el dominio del idioma que tienen esos tipos.

—Supongo que no le iría nada mal —dijo Rincewind.

El soldado cogió su yelmo, suspiró, asintió mirando al sargento y se alisó con la mano las arrugas de la capa. Era una capa mugrienta.

—Creo que se supone que te tengo que echar la bronca —dijo.

—¿Por qué?

—Por estropearnos la guerra, parece ser.

—¿Estropearos la guerra?

El soldado suspiró.

—Vamos. Demos un paseo. Sargento, usted y un par de los muchachos, por favor…

Una roca pasó silbando procedente del fuerte que había por encima de sus cabezas y se hizo trizas.

—Ahí arriba pueden aguantar durante semanas, los cabrones —dijo el soldado con voz sombría, mientras se alejaban con el Equipaje trotando pacientemente tras ellos—. Me llamo Laveolo. ¿Quiénes sois vosotros?

—Él es mi demonio —dijo Eric.

Laveolo levantó una ceja, lo más cerca que había estado de expresar sorpresa ante nada.

—¿En serio? Supongo que hay gente para todo. ¿Se le da bien infiltrarse en sitios?

—Se le da mejor salir —dijo Eric.

—Bien —dijo Laveolo. Se detuvo delante de un edificio y caminó un poco de arriba para abajo con las manos en los bolsillos, dando golpecitos sobre las losas con la punta de la sandalia.

—Aquí mismo está bien, creo, sargento —dijo al cabo de un momento.

—Muy bien, señor.

—Mirad a aquellos de allí —dijo Laveolo, mientras el sargento y sus hombres empezaban a levantar las losas del suelo haciendo palanca—. Esos tipos que hay alrededor de la mesa. Gente valiente, os lo aseguro, pero miradlos. Están demasiado ocupados en posar para las estatuas triunfales y en asegurarse de que los historiadores escriben bien sus nombres. Llevamos años asediando este puto lugar. Queda más militar así, decían. ¿Sabes? Se lo pasan bien de verdad. O sea, a fin de cuentas, ¿a quién le importa? Acabemos con esto y volvamos a casa, es lo que digo yo.

—Lo encontramos, señor —dijo el sargento.

—Bien —Laveolo no miró a su alrededor—. Muy bieeen —se frotó las manos—. Solucionemos esto y así podremos irnos a la cama temprano. ¿Os importa acompañarme? Vuestra mascota me puede resultar útil.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Rincewind en tono receloso.

—Vamos a conocer a una gente.

—¿Es peligroso?

Una roca atravesó el tejado de un edificio cercano.

—No, la verdad es que no —dijo Laveolo—. Quiero decir que no lo es comparado con quedarse aquí. Y si el resto intentan asaltar la ciudadela, ya sabéis, de forma rigurosamente militar…

El agujero llevaba a un túnel. El túnel, después de unos cuantos recodos, daba a unas escaleras. Laveolo subió tranquilamente, dando alguna patada de vez en cuando a los cascotes caídos como si tuviera algo personal contra ellos.

—Ejem —dijo Rincewind—. ¿Adónde lleva este túnel?

—Oh, no es más que un pasadizo secreto que va al centro de la ciudadela.

—¿Sabes? Me imaginaba que sería algo así —dijo Rincewind—. Tengo instinto para estas cosas, ¿sabes? Y me imagino que los mejores entre los tsorteanos importantes de verdad van a estar allí, ¿no?

—Confío en que sí —dijo Laveolo, subiendo los peldaños con esfuerzo.

—¿Con muchos guardianes?

—Docenas, supongo.

—¿Muy bien entrenados?

Laveolo asintió:

—Los mejores.

—Y es ahí adonde vamos —dijo Rincewind, decidido a explorar todo el horror del plan igual que uno se palpa la encía de un diente podrido.

—Eso es.

—Nosotros seis.

—Y tu baúl, claro.

—Ah, sí —dijo Rincewind, haciendo una mueca en la oscuridad.

El sargento le dio un golpecito suave en el hombro y se inclinó hacia delante.

—No se preocupe por el capitán, señor —dijo—. Tiene el mejor cerebro militar del continente.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo ha visto alguien? —dijo Rincewind.

—Verá, señor, lo que pasa es que le gusta hacer las cosas sin que nadie se haga daño, señor, sobre todo él. Por eso se inventa cosas como el caballo. Y sobornar a la gente y todo eso. Anoche nos disfrazamos de civiles, entramos y nos emborrachamos en unpub con uno de los limpiadores del palacio y así nos enteramos de este túnel.

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