Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Era un fragmento minúsculo de materia, que acababa de cobrar existencia con un ruidito hueco.

La Muerte caminó hasta el punto de llegada y miró con atención.

Era un clip sujetapapeles.[11]

Bueno, era un comienzo.

Hubo otro ruidito hueco, que dejó un diminuto botón de camisa blanco girando suavemente en el vacío.

La Muerte se relajó un poco. Por supuesto, iba a llevar cierto tiempo. Iba a haber un interludio antes de que todo aquello se hiciera lo bastante complejo como para producir nubes de gases, galaxias, planetas y continentes, por no hablar ya de cositas con forma de sacacorchos girando en masas de agua limosa y preguntándose si valía la pena el esfuerzo de desarrollar aletas y piernas y cosas con tal de evolucionar. Pero aquello indicaba el principio de una tendencia inevitable.

Lo único que le hacía falta era tener paciencia, y eso se le daba bien. Muy pronto habría criaturas vivas, desarrollándose como locas, corriendo y riendo bajo la nueva luz del sol. Cansándose. Envejeciendo.

La Muerte se sentó. Podía esperar.

Estaría allí cuando lo necesitaran.

El Universo empezó a existir.

Cualquier cosmogonista ferviente afirmará que todas las cosas interesantes tuvieron lugar en los primeros dos minutos, cuando la nada se apelotonó para formar el espacio y el tiempo y aparecieron un montón de agujeros negros diminutos y todo eso. Después, dicen, todo pasó a ser materia de, bueno, de materia. Se había acabado todo lo bueno excepto la radiación de microondas.

Vista de cerca, sin embargo, tenía cierto atractivo chillón. El hombrecillo se sorbió la nariz.

—Demasiada fanfarria —dijo—. No hace falta tanto ruido. Se podría haber hecho lo mismo con un Gran Susurro, o un poco de música.

—¿Ah, sí? —dijo Rincewind.

—Sí, y sobre la marca de los dos picosegundos tenía un aspecto un poco dudoso. Ciertamente ha habido algún relleno en mal estado. Pero así se hacen las cosas hoy en día. Se ha perdido el oficio. Cuando yo era chaval se tardaba días en hacer un universo. Uno podía enorgullecerse de ello. Ahora lo dejan todo de cualquier manera, se vuelven al camión y se largan. ¿Y sabéis qué?

—Pues no —dijo Rincewind en tono débil.

—Roban cosas de la obra. Encuentran a alguien cerca que quiere ampliar un poco su universo y un rato después descubres que se han llevado un cacho de firmamento y lo han vendido para alguna ampliación en alguna parte.

Rincewind se lo quedó mirando.

—¿Quién eres?

El hombre se cogió el lápiz de detrás de la oreja y miró con expresión meditabunda el espacio que rodeaba a Rincewind.

—Hago cosas —dijo.

—¿Qué clase de cosas?

—¿Qué clase de cosas te gustaría?

—¿Eres el Creador?

El hombrecillo puso mucha cara de vergüenza.

—No «el». No «el». Solamente «un». No me dedico a los encargos grandes, las estrellas, las gigantes gaseosas, los pulsares y todo eso. Estoy especializado en lo que llamaríamos «obras a medida» —los miró con cara de orgullo desafiante—. Hago todos mis propios árboles, ¿sabéis? —les confió—. Artesanales. Se tarda años en aprender a hacer árboles. Hasta las coníferas.

—Oh —dijo Rincewind.

—No tengo a nadie para que me los acabe. No subcontrato, ese es mi lema. Los cabrones siempre te hacen esperar mientras están instalando estrellas o lo que sea para otro —el hombrecillo suspiró—. ¿Sabéis?, la gente piensa que crear es muy fácil. Piensan que solamente hay que cernirse sobre la faz de las aguas y agitar un poco las manos. Pero no es así para nada.

—¿Ah, no?

El hombrecillo se volvió a rascar la nariz.

—Por ejemplo, a la gente se le acaban enseguida las ideas para los copos de nieve.

—Oh.

—Uno empieza a pensar que no pasaría nada por meter unos cuantos idénticos.

—¿En serio?

—Uno piensa: «Hay un millón de trillones de chiquillones de copos, nadie se va a dar cuenta». Pero ahí es donde entra la profesionalidad, mismamente.

—¿En serio?

—Hay gente —y el creador clavó la mirada en la materia informe que seguía fluyendo a su lado— que cree que es fácil instalar unas cuantas fórmulas físicas básicas y luego coger el dinero y marcharse. Y mil millones de años después tienes goteras por todo el cielo, agujeros negros del tamaño de tu cabeza y cuando la gente reza para quejarse, solamente hay una chica en el mostrador que dice que no sabe dónde está el jefe. Yo pienso que la gente agradece el toque personal, ¿no creéis?

—Ah —dijo Rincewind—. Así que… cuando a la gente le cae encima un rayo… esto… no es por todo eso de las descargas eléctricas y los lugares elevados y todo eso… o sea… ¿eres tú quien los envía?

—Oh, yo no. Yo no estoy a cargo de los universos. Ya es bastante trabajo construirlos, no se me puede pedir que también haga de operador. Hay otros muchos universos, ya sabéis —añadió, con un ligero matiz acusatorio en la voz—. Tengo una lista de encargos tan larga como vuestro brazo.

Extendió el brazo y cogió un libro grande y encuadernado en piel que tenía debajo, y sobre el cual al parecer había estado sentado. El libro se abrió con un crujido.

Rincewind sintió que alguien le tiraba de la túnica.

—Escucha —dijo Eric—. Este no será realmente… Él, ¿verdad?

—Dice que sí —dijo Rincewind.

—¿Qué estamos haciendo aquí?

—No lo sé.

El creador se lo quedó mirando.

—Un poco de silencio por aquí, por favor —dijo.

—Pero escucha —dijo Eric entre dientes—. Si realmente es el creador del mundo, ese sándwich es una reliquia religiosa.

—Caray —dijo Rincewind en voz baja.

Llevaba una eternidad sin comer. Se preguntaba cuál sería el castigo por comerse un objeto de veneración. Probablemente sería severo.

—Lo puedes meter en algún templo y vendrán a verlo millones de personas.

Rincewind levantó con cautela la rebanada de encima.

—No tiene mayonesa —dijo—. ¿Sigue contando?

El creador carraspeó y empezó a leer en voz alta.

Astfgl se deslizó por la pendiente de la entropía como una chispa roja y enfadada sobre los remolinos del interespacio. Estaba tan furioso que se le estaban yendo de las manos los últimos vestigios de autocontrol. Su gorro estilizado de elegantes cuernecillos se había convertido en una simple voluta de color carmesí que colgaba de la punta de uno de los enormes cuernos espirales de carnero que flanqueaban su cabeza.

Con un ruido casi sensual, se desgarró la seda roja que le cubría la espalda y se le desplegaron las alas.

Se suele representar las alas de los demonios con la textura del cuero, pero en aquel entorno el cuero no sobreviviría más que unos segundos. Además, no se dobla muy bien.

Aquellas alas estaban hechas de magnetismo y espacio moldeado, se extendían hasta formar una cortina suave sobre el firmamento incandescente y batían tan lenta e inexorablemente como el ascenso de las civilizaciones.

Seguían pareciendo alas de murciélago, pero solamente en aras de la tradición.

En algún momento en torno al vigésimo noveno milenio lo adelantó, casi sin que se diera cuenta, algo pequeño y oblongo y probablemente más furioso todavía que él.

Hacen falta ocho hechizos para fabricar el mundo. Rincewind lo sabía muy bien. Sabía que el libro que los contenía era el Octavo, porque todavía existía en la biblioteca de la Universidad Invisible, actualmente dentro de una caja de hierro soldado en el fondo de un pozo cavado especialmente, donde sus radiaciones mágicas pudieran mantenerse bajo control.

Rincewind se había preguntado cómo empezó todo. Se había imaginado una especie de explosión al revés, el rugido de los gases interestelares uniéndose para formar a Gran A’Tuin, o por lo menos un ruido de truenos o algo parecido.

En lugar de todo aquello hubo un tenue tañido musical y, allí donde el Mundodisco no había estado, estaba el Mundodisco, como si hubiera estado escondiéndose en algún sitio todo el tiempo.

También se dio cuenta Rincewind de que la sensación de caída con la que había aprendido recientemente a vivir era la misma con la que probablemente iba a morir también. Al parecer el mundo debajo de él, trajo consigo la oferta especial de este eón: la gravedad, disponible en una gran variedad de fuerzas desde su cuerpo planetario masivo más cercano.

Como sucedía a menudo en aquellas ocasiones, dijo: «¡Aaargh!».

El creador, todavía sentado serenamente en medio del aire, apareció a su lado mientras estaba cayendo en picado.

—Las nubes son majas, ¿no crees? He hecho un buen trabajo con las nubes —dijo.

—¡Aaargh! —repitió Rincewind.

—¿Te pasa algo?

—¡Aaargh!

—Así son los humanos —dijo el creador—. Siempre con prisas —se acercó más—. No es cosa mía, claro, pero a menudo me he preguntado qué os pasa por la cabeza.

—¡Dentro de un minuto serán mis pies! —gritó Rincewind.

Eric, cayendo a su lado, le tiró del tobillo:

—¡Esa no es forma de hablarle al creador del universo! —gritó—. ¡Dile que haga algo, que haga el suelo blando o algo así!

—Oh, eso no sé si puedo hacerlo. Es por las regulaciones de la causalidad. Se me echaría encima el inspector como un… como un peso —añadió—. Probablemente os podría improvisar un pantano muy esponjoso. O unas arenas movedizas, que están muy de moda. Os podría hacer un set completo de arenas movedizas con pantano y ciénaga en suite, sin problemas.

—! —dijo Rincewind.

—Vas a tener que hablar un poquito, lo siento. Espera un momento.

Se oyó otro tañido armonioso.

Cuando Rincewind abrió los ojos estaba en una playa. Igual que Eric. El creador flotaba cerca de ellos.

Ya no había viento veloz. Y no tenían ni un moretón.

—He hecho un apañillo en las velocidades y las posiciones —dijo el creador al ver su expresión—. ¿Qué me estabas diciendo?

—Que tenía ganas de dejar de precipitarme a mi muerte —dijo Rincewind.

—Ah. Bien. Pues me alegro de haberlo arreglado —el creador miró a su alrededor, distraído—. No habréis visto mi libro, ¿verdad? Cuando empecé lo tenía en la mano, creo. Un día voy a perder la cabeza. Una vez hice un mundo entero y me olvidé por completo de los finguels. Joder, no puse ni uno. No pude conseguirlos a tiempo y me dije a mí mismo que ya volvería un momento cuando estuvieran en stock, pero se me fue de la cabeza del todo. Imaginaos. Nadie se dio cuenta, claro, porque obviamente evolucionaron allí y no sabían que tenía que haber finguels, pero estaba claro que aquello les causaba profundos problemas psicológicos. En el fondo se daban cuenta de que faltaba algo, mismamente.

El creador recobró la compostura.

—En todo caso, no me puedo quedar todo el día —dijo—. Como he dicho, tengo muchos trabajos que hacer.

—¿Muchos? —dijo Eric—. Pensaba que solamente había uno.

—Oh, no. Hay montones —dijo el creador, empezando a desvanecerse—. Es cosa de la mecánica cuántica, mira por dónde. No se hace una vez y ya está. No, no paran de ramificarse. Lo llaman decisión múltiple, es como pintar el… pintar el… Pintar algo muy grande que tienes que seguir pintando, mismamente. Está muy bien decir que tienes que cambiar un detallito, pero ¿qué detallito cambias? Esa es la putada. Bueno, encantado de haberos conocido. Si necesitáis algún trabajillo extra, ya sabéis, una luna extra o algo así…

—¡Eh!

El creador reapareció, con las cejas levantadas en un gesto de sorpresa cortés.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Rincewind.

—¿Ahora? Bueno, me imagino que pronto ya habrá dioses. No tardan mucho en mudarse e instalarse, ya sabéis. Son como moscas alrededor de una… Moscas alrededor de una… Como moscas. Suelen llegar muy animados, pero pronto se tranquilizan. Supongo que ellos se ocupan de la gente, etecé. —El creador se inclinó hacia delante—. Nunca se me ha dado bien hacer gente. No me salen bien los brazos y las piernas —y se desvaneció.

Esperaron.

—Creo que esta vez se ha ido de verdad —dijo Eric al cabo de un momento—. Qué hombre tan agradable.

—Ciertamente uno entiende mucho mejor por qué el mundo es como es después de hablar con él —dijo Rincewind.

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