Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

—¿Qué es una mecánica cuántica?

—No lo sé. Una mujer que reparara cuantos, supongo.

Rincewind miró el sándwich de huevo con berro que todavía tenía en la mano. Seguía faltándole la mayonesa y el pan estaba mustio, pero pasarían miles de años antes de que volviera a existir otro. Tenía que aparecer la agricultura, la domesticación de los animales, la evolución del cuchillo para pan a partir de su antepasado primitivo de sílex, el desarrollo de la tecnología láctea —y si había ganas de hacer las cosas bien, el cultivo de olivos y de pimenteros, las salinas, los procesos de fermentación del vinagre y las técnicas de la química alimentaria elemental— antes de que el mundo viera otro igual. Era algo único, un triangulito blanco lleno de anacronismos, perdido y solo en un mundo hostil.

Le dio un mordisco de todas maneras. No estaba muy bueno.

—Lo que no entiendo —dijo Eric— es por qué estamos aquí.

—Supongo que no es una pregunta filosófica —dijo Rincewind—. Supongo que quieres decir: ¿por qué estamos aquí en el alba de la creación en esta playa casi sin usar?

—Sí. Eso quiero decir.

Rincewind se sentó en una roca y suspiró:

—Me parece que es bastante obvio, ¿no? —dijo—. Tú querías vivir por toda la eternidad.

—Yo no dije nada de viajar en el tiempo —dijo Eric—. Lo dije muy clarito para que no hubiera trucos.

—No hay ningún truco. El deseo está intentando ayudarte. O sea, es bastante obvio si piensas en ello. «Eternidad» abarca todo el alcance del tiempo y del espacio. Eternidad. Por toda la e-ter-ni-dad. ¿Lo entiendes?

—¿Quieres decir que hay que empezar en la casilla uno?

—Exacto.

—¡Pero eso no me sirve! ¡Pasarán años antes de que haya nadie más!

—Siglos —le corrigió Rincewind en tono sombrío—. Milenios. Iones. Y luego vendrán toda clase de guerras y monstruos y cosas de esas. La mayor parte de la historia es bastante atroz, si te fijas bien. O aunque no te fijes muy bien.

—Pero lo que yo quería decir era que quería continuar viviendo eternamente a partir de ahora —dijo Eric en tono frenético—. O sea, de entonces. Quiero decir que mira este sitio. No hay chicas. No hay gente. Nada que hacer el sábado por la noche.

—Ni siquiera van a existir los sábados por la noche hasta dentro de miles de años —dijo Rincewind—. Solamente habrá noches.

—Tienes que llevarme de vuelta ahora mismo —dijo Eric—. Te lo ordeno. ¡Vade retro!

—Tú di eso una vez más y te retuerzo la oreja —dijo Rincewind.

—¡Pero si solamente tienes que chasquear los dedos!

—No funcionará. Ya has tenido tus tres deseos. Lo siento.

—¿Y qué hago ahora?

—Bueno, si ves algo que sale reptando del mar e intenta respirar, dile que no vale la pena.

—Esto te parece gracioso, ¿no?

—Es bastante divertido, ahora que lo mencionas —dijo Rincewind con cara inexpresiva.

—Pues la broma va a ir dejando de hacer gracia con el paso de los años —dijo Eric.

—¿Qué?

—Bueno, tú no vas a ninguna parte, ¿verdad? Vas a tener que quedarte conmigo.

—Bobadas. Lo que voy a… —Rincewind miró a su alrededor a la desesperada.

«¿Qué voy a hacer?», pensó.

Las olas rompían tranquilamente en la playa, todavía sin demasiada fuerza porque estaban tanteando el terreno. Se acercaba la primera subida de la marea, con cautela. No había línea de marea, no había ninguna marca sesgada de algas viejas y conchas para darle alguna idea de qué se esperaba de ella. El aire tenía el olor limpio y fresco de un aire que todavía está por conocer los efluvios del suelo de un bosque o los pormenores del aparato digestivo de un rumiante.

Rincewind había crecido en Ankh-Morpork. Le gustaba el aire que había visto un poco de mundo, que había conocido a gente, que había vivido.

—Tenemos que volver —dijo en tono apremiante.

—Eso es lo que te estaba diciendo —dijo Eric al límite de su paciencia.

Rincewind dio otro mordisco al sándwich. Había visto la cara de la muerte muchas veces, o más exactamente la Muerte le había visto el pescuezo alejándose a toda prisa muchas veces, y de pronto la idea de vivir eternamente no le seducía. Había, por supuesto, grandes preguntas cuyas respuestas podía aprender, como por ejemplo cómo evolucionaba la vida y todas esas cosas, pero visto como una forma de pasar todo tu tiempo libre durante la siguiente eternidad, no llegaba ni a las suelas de un anochecer tranquilo paseando por las calles de Ankh-Morpork.

Con todo, había adquirido un antepasado. No estaba mal. No todo el mundo tenía un antepasado. ¿Qué habría hecho su antepasado en una situación como aquella?

No habría estado allí.

Bueno, sí, claro, pero aparte de eso, lo que habría hecho… Habría usado su certera mente militar para tener en cuenta las herramientas a su alcance, eso es lo que habría hecho.

Él tenía: (1) Un sándwich de huevo con berro a medio comer. Que no le servía de nada. Lo tiró.

Tenía: (2) A sí mismo. Dibujó una marca en la arena. No tenía muy claro para qué podía servir, pero ya volvería a ello más adelante.

Tenía: (3) A Eric. Demonólogo de trece años y zona cero de ataque de acné.

Y eso parecía ser todo.

Miró la arena limpia y blanca un rato, dibujándole garabatos.

Luego dijo en voz baja:

—Eric. Ven aquí un momento…

Las olas eran mucho más fuertes ahora. Realmente le habían cogido el tranquillo a aquello de la marea y estaban practicando un poco de flujo y reflujo.

Astfgl se materializó en medio de una nube de humo azul.

—¡Ajá! —dijo, pero le quedó un poco desangelado porque no había nadie para oírlo.

Miró el suelo. Había huellas en la arena. Cientos. Corrían de un lado para otro, como si algo hubiera estado buscando frenéticamente, y luego desaparecían.

Se acercó más. Era difícil de distinguir por culpa de todas las huellas y los efectos del viento, y la marea pero justo al borde de la espuma se veían las señales inconfundibles de un círculo mágico.

Astfgl dijo una palabrota que hizo cristalizar la arena a su alrededor y desapareció.

La marea siguió a lo suyo. En otro punto de la playa la última ola se derramó en un hueco entre las rocas y el nuevo sol iluminó los restos de un sándwich de huevo con berro a medio comer. La acción de la marea le dio la vuelta. Miles de bacterias se encontraron de pronto en medio de una explosión de sabor y empezaron a reproducirse como locas.

Si hubiera habido algo de mayonesa, la vida podría haber sido muy distinta. Más sabrosa y quizá también un poco más jugosa.

Viajar por medio de la magia siempre presentaba inconvenientes importantes. El principal era la sensación de que se te estaba quedando atrás el estómago. Y la mente se te llenaba de terror porque el lugar de destino siempre era un poco incierto. «Cualquier parte» representaba una gama muy restringida de opciones comparado con la clase de sitios adonde te podía transportar la magia. El viaje en sí era fácil. Lo que costaba un esfuerzo considerable era llegar a un destino que te permitiera, por ejemplo, sobrevivir en las cuatro dimensiones al mismo tiempo.

En realidad el margen de error era tan enorme que el hecho de emerger en una caverna bastante normal y corriente con el suelo de arena acabó pareciendo un anticlímax.

En la pared opuesta había una puerta.

No había duda de que era una puerta prohibitoria. Parecía como si su diseñador hubiera estudiado todas las puertas de celdas que había podido encontrar y luego se le fuera la mano y hubiera construido, por decirlo de algún modo, una versión para orquesta sinfónica visual. Era más bien un portalón. Sobre su arco medio desmoronado había grabada una advertencia antigua y probablemente temible, aunque destinada a permanecer desapercibida debido a que alguien le había pegado encima un letrero brillante rojo y blanco que decía: «¡¡¡No hay que estar «condenado» para trabajar aquí, pero ayuda!!!».

Rincewind miró el letrero con los ojos guiñados.

—Claro que lo puedo leer —dijo—. Lo que pasa es que no me lo creo.

»Los signos de exclamación múltiples —continuó, negando con la cabeza— son señal segura de una mente enferma.

Miró detrás de él. El contorno reluciente del círculo mágico de Eric perdió intensidad y se apagó con un parpadeo.

—No es que sea quisquilloso, de verdad —dijo—. Es que me pareció entender que podías llevarnos a Ankh. Y esto no es Ankh. Me doy cuenta por los pequeños detalles, como las sombras rojas parpadeantes y los gritos lejanos. En Ankh los gritos suelen estar mucho más cerca —añadió.

—Creo que ya he hecho bastante con hacerlo funcionar —dijo Eric, molesto—. Se supone que no se pueden ejecutar círculos mágicos a la inversa. En teoría quiere decir que te quedas en el círculo y la realidad se mueve a tu alrededor. Creo que me ha salido muy bien. Fíjate —añadió, con una repentina vibración de entusiasmo en la voz—, si reescribes el códice fuente y, esta es la parte difícil, lo diriges por una red de alto…

—Sí, sí, muy ingenioso, no sé qué es lo siguiente que se os ocurrirá —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que estamos… que creo que esto tiene mucha pinta de ser el infierno.

—¿Ah?

La falta de reacción de Eric despertó la curiosidad de Rincewind.

—Ya sabes —añadió—. Ese sitio donde están todos los demonios.

—¿Ah?

—Se suele considerar que no es un sitio agradable —dijo Rincewind.

—¿No crees que podemos explicarles lo que nos pasa?

Rincewind reflexionó sobre aquello. Ahora que lo pensaba, no estaba seguro de qué te hacían los demonios. Pero sí sabía lo que te hacían los humanos, y después de una vida entera en Ankh-Morpork aquel sitio podía suponer una mejora. O por lo menos, sería más cálido.

Miró el aldabón de la puerta. Era negro y espantoso, pero no importaba porque también estaba atado de forma que no se podía usar. A su lado, con todo el aspecto de haber sido instalado recientemente por alguien que no sabía lo que estaba haciendo y no quería hacerlo, había un botón incrustado en la madera astillada. Rincewind lo pulsó de forma experimental.

El ruido que hizo podía haber sido alguna vez una melodía popular, posiblemente incluso una melodía escrita por un compositor lleno de talento para quien se había revelado, durante un breve instante de éxtasis, la música de las esferas. Ahora, sin embargo, simplemente hizo: Bing-BONG, ding-DONG.

Y sería hacer un uso descuidado del idioma decir que la cosa que respondió a la puerta era una pesadilla. Las pesadillas suelen estar llenas de bobadas, y resulta muy difícil explicarle a alguien qué tiene de temible que tus calcetines cobren vida o que salgan zanahorias gigantes saltando de los setos. Pero esta cosa era la clase de cosa terrorífica que solamente podía crear alguien que se sentara y pensara en pensamientos horribles con mucha lucidez. Tenía más tentáculos que patas, pero menos brazos que cabezas.

También llevaba una insignia.

La insignia decía: «Me llamo Urglefloggah, Engendro del Averno y Guardián Repulsivo del Portal Pavoroso: ¿En Qué Puedo Ayudarle?».

Y aquello no le hacía mucha gracia.

—¿Sí? —bramó.

Rincewind todavía estaba leyendo la inscripción.

—¿Que en qué puedes ayudarnos?

Urglefloggah, que se parecía un poco al difunto Quesoricóttatl, hizo rechinar algunos de sus dientes.

—«Hola… amigos» —recitó, al estilo de alguien a quien le han explicado pacientemente su guión con la ayuda de un hierro candente—. «Me llamo Urglefloggah, Engendro del Foso, y seré su anfitrión hoy… Quiero ser el primero en darles la bienvenida a nuestros fastuosos…»

—Espera un momento —dijo Rincewind.

—«… Elegidos para su comodidad…» —dijo Urglefloggah con voz retumbante.

—Aquí falla algo —dijo Rincewind.

—«… Para colmar todos los deseos de ustedes, los clientes…» —continuó estoicamente el demonio.

—Perdón —dijo Rincewind.

—«… Tan placentera como sea posible» —dijo Urglefloggah. Hizo un ruido parecido a un suspiro de alivio, desde las profundidades de sus mandíbulas. Ahora parecía estar escuchando por primera vez—. ¿Sí? ¿Qué?

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