Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Quesoricóttatl se echó un poquito hacia atrás.

—No era más que, ya sabe, un hobby —dijo el diablo—. Se me ocurrió, ya sabe, que estaría bien, que era lo correcto, ¿no? La muerte, la destrucción, todo eso.

—Eso se te ocurrió, ¿verdad? —dijo el Rey—. ¿La muerte de miles de personas más o menos inocentes? Que se nos escapan de las manos así —chasqueó los dedos—. Directos a sus felices terrenos de caza o a donde sea que vayan. Ése es vuestro problema. No tenéis una visión general. O sea, mira a los tezumanos. Lúgubres, sin imaginación, obsesivos… A estas alturas ya podrían haber inventado toda una burocracia y un sistema de tasación que podría haber convertido las mentes del continente entero en escoria. En cambio, no son más que una pandilla de asesinos de segunda con hachas. Menudo desperdicio.

Quesoricóttatl se encogió de vergüenza. El Rey hizo girar el trono un poco de atrás hacia delante. —Ahora quiero que bajes otra vez y les digas que lo sientes —dijo.

—¿Perdón?

—Diles que has cambiado de opinión. Que en realidad lo que querías que hicieran era esforzarse día y noche por mejorar las condiciones de vida de sus congéneres. No puede fallar.

—¿Qué? —dijo Quesoricóttatl, con expresión de tremendo recelo—. ¿Quiere que me manifieste ante ellos?

—Ya te han visto, ¿no? He visto la estatua que tienen, es muy realista.

—Bueno, sí. Me he aparecido en sueños y esas cosas —dijo el demonio en tono incierto.

—Pues muy bien. Ponte a ello.

Era obvio que a Quesoricóttatl le preocupaba algo.

—Ejem —dijo—. ¿Quiere que me materialice de verdad o algo así? ¿Que me presente realmente en aquel sitio?

—¡Sí!

—Oh.

El prisionero se quitó el polvo y le tendió una mano arrugada a Rincewind.

—Muchas gracias. Ponce Da Quirm —dijo.

—¿Cómo?

—Así me llamo.

—Ah.

—Es un nombre antiguo y orgulloso —dijo Da Quirm, buscando señales de burla en la mirada de Rincewind.

—Vale —dijo Rincewind secamente.

—Estábamos buscando la Fuente de la Eterna Juventud —continuó Da Quirm.

Rincewind lo miró de arriba abajo.

—¿Y hubo suerte? —preguntó por pura cortesía.

—No mucha, no.

Rincewind volvió a mirar el interior del foso.

—Ha dicho usted «estábamos» —dijo—. ¿Dónde están los demás?

—Han contraído la religión.

Rincewind levantó la vista y miró la estatua de Quesoricóttatl. No hacía falta ser muy imaginativo para imaginar qué clase de religión.

—Creo —dijo con cautela— que deberíamos irnos.

—Muy cierto —dijo el anciano—. Y deprisa. Antes de que aparezca el Soberano del Mundo.

Rincewind se quedó frío. «Ya empieza —pensó—. Ya sabía yo que iba a acabar mal, y ahora es cuando empieza. Debo de tener instinto para estas cosas.»

—¿Cómo sabes que va a pasar eso? —dijo.

—Oh, tienen una profecía. Bueno, no es exactamente una profecía, viene a ser más bien toda la historia del mundo, de principio a fin. Está escrita por toda esta pirámide —dijo Da Quirm jovialmente—. Y te lo aseguro, no me gustaría ser el Soberano. Tienen planes para él.

Eric se puso de pie.

—Ahora escuchadme —dijo—. No voy a aguantar esta actitud. Soy vuestro soberano, ya sabéis…

Rincewind se quedó mirando los bloques de piedra cercanos a la estatua. A los tezumanos les habían hecho falta dos pisos, veinte años y diez mil toneladas de granito para explicar lo que tenían intención de hacerle al Soberano del Mundo, pero el resultado era, bueno, muy gráfico. No le iba a quedar ninguna duda de que estaban molestos con él. Podría incluso llegar a la conclusión de que se sentían muy, pero que muy agraviados.

—Pero entonces ¿por qué le dan tantas joyas al principio? —dijo, señalando.

—Bueno, al fin y al cabo es el soberano —dijo Da Quirm—. Supongo que se merece un respeto.

Rincewind asintió. En aquello había cierta justicia. Si fueras una tribu que vivía en un pantano en medio de una selva, no tuvieras metales, te hubiera tocado cargar con un dios como Quesoricóttatl, y luego encontraras a alguien que afirmaba que estaba a cargo de todo, era bastante probable que quisieras pasar cierto tiempo explicándole lo increíblemente decepcionado que estabas. Los tezumanos nunca habían encontrado ninguna razón para ser sutiles en su trato con las deidades.

El grabado que representaba a Eric se le parecía mucho.

Su mirada siguió el relato hasta la siguiente pared.

Aquel bloque de piedra mostraba una representación muy realista de Rincewind. Con un loro en el hombro.

—Espera —dijo—. ¡Soy yo!

—Tendrías que ver lo que te hacen en el siguiente bloque —dijo el loro en tono petulante—. Te va a revolver el comosellame.

Rincewind miró el bloque. Le revolvió el comosellame.

—Vamos a irnos de aquí sin llamar la atención —dijo firmemente—. O sea, no vamos a pararnos a darles las gracias por la comida. Siempre podemos mandarles una carta más adelante. Ya sabe, para no ser maleducados.

—Un momento —dijo Da Quirm, mientras Rincewind le tiraba del brazo—. No me ha dado tiempo a leer todos los bloques. Quiero ver cómo va a terminar el mundo…

—No sé cómo va a terminar para el resto de la gente —dijo Rincewind con voz sombría, arrastrándolo por el túnel—. Pero sé cómo va a terminar para mí.

Salió a la luz matinal, lo cual estuvo bien. Su error fue ir a meterse dentro de un semicírculo de tezumanos. Armados con lanzas. Las lanzas tenían puntas de obsidiana exquisitamente talladas que, igual que sus espadas, no eran en absoluto tan sofisticadas como las ordinarias, toscas e inferiores armas de acero. Pero ¿acaso era mejor saber que te iban a ensartar con delicados ejemplos de origen genuinamente étnico en lugar de con viles objetos forjados por gente que ya no estaba en contacto con los ciclos de la naturaleza?

Probablemente no, decidió Rincewind.

—Yo siempre digo —dijo Da Quirm— que todo tiene su lado bueno.

Rincewind, atado a la losa de al lado, giró la cabeza con dificultad.

—¿Y cuál es ahora mismo, exactamente? —dijo.

Da Quirm contempló con los ojos entrecerrados los pantanos y las copas de los árboles de la selva.

—Bueno, para empezar desde aquí se ve un paisaje de primera.

—Ah, bien —dijo Rincewind—. ¿Sabes? Nunca lo habría mirado así. Tienes toda la razón. Es el típico paisaje que uno recuerda durante el resto de la vida, supongo. Tampoco es que vaya a ser una gran gesta mnemotécnica.

—No hace falta ponerse sarcástico. Solamente estaba haciendo un comentario.

—Quiero que venga mi mamá —dijo Eric desde la losa del medio.

—No pierdas el ánimo, chaval —dijo Da Quirm—. Por lo menos a ti te están sacrificando por algo que vale la pena. Yo solamente les sugerí que usaran las ruedas de pie, para que rodaran. Me temo que por aquí no están muy abiertos a las ideas nuevas. Con todo, nil desperandum. Donde hay vida hay esperanza.

Rincewind gruñó. Si había algo que no soportaba, era la gente que no tenía miedo a las puertas de la muerte. Aquello parecía tocar una fibra absolutamente sensible para él.

—De hecho —dijo Da Quirm—. Creo… —Se meció de un lado a otro a modo de experimento, tirando de las lianas que lo tenían atado—. Sí, creo que cuando liaron estas sogas… Sí, está claro que…

—¿Qué? ¿Qué? —dijo Rincewind.

—Sí, está claro —dijo Da Quirm—. No me cabe la menor duda. Lo hicieron con gran profesionalidad y tensándolas al máximo. No ceden ni un centímetro en ninguna dirección.

—Gracias —dijo Rincewind.

La cima plana de la pirámide truncada era de hecho bastante grande, con espacio de sobra para estatuas, sacerdotes, losas, canalones, cadenas de tallado de cuchillos y todas las demás cosas que los tezumanos necesitaban para el despliegue general de la religión. Delante de Rincewind había varios sacerdotes ocupados en salmodiar una larga lista de quejas sobre los pantanos, los mosquitos, la falta de menas de metal, los volcanes, el clima, la rapidez con que la obsidiana perdía el filo, los problemas de tener un dios como Quesoricóttatl, el hecho de que las ruedas nunca funcionaban bien por mucho que uno las pusiera planas en el suelo ylas empujara, y otras cosas por el estilo.

Por lo general, las oraciones de la mayoría de las religiones alaban a los dioses implicados y les dan las gracias, ya sea por piedad religiosa en general o con la esperanza de que el dios o la diosa capte el mensaje y empiece a actuar de forma responsable. Los tezumanos, después de examinar a fondo su mundo y decidir sin rodeos que las cosas no iban a mejorar nunca, habían perfeccionado el arte de la queja monódica.

—Ya no pueden tardar mucho —dijo el loro, posado en lo alto de una estatua de uno de los dioses menores tezumanos.

Había llegado allí después de una compleja secuencia de acontecimientos que había implicado muchos graznidos, una nube de plumas y tres sacerdotes tezumanos con los pulgares terriblemente hinchados.

—El sumo sacerdote está llevando a cabo un comosellame en honor a Quesoricóttatl —comentó como de pasada—. Habéis atraído a un montón de público.

—Supongo que no podrías volar hasta aquí y romper las cuerdas con el pico, ¿verdad? —dijo Rincewind.

—Ni hablar.

—Ya me lo parecía.

—Pronto saldrá el sol —continuó el loro.

A Rincewind el comentario le sonó innecesariamente jovial.

—Voy a presentar una queja por esto, demonio —lloriqueó Eric—. Espera a que se entere mi madre. Mis padres son gente influyente, ¿sabes?

—Ah, bien —dijo Rincewind débilmente—. ¿Por qué no le dices al sumo sacerdote que si te arranca el corazón tu madre irá a quejarse mañana a la escuela?

Los sacerdotes tezumanos hicieron una reverencia hacia el sol y todas las miradas de la multitud que había más abajo se volvieron hacia la selva.

Donde estaba pasando algo. Se oyó un crujido de vegetación. De pronto surgió de entre los árboles una estampida de pájaros tropicales.

Por supuesto, Rincewind no podía ver nada de todo aquello.

—Nunca tendrías que haber deseado ser el soberano del mundo —dijo—. O sea, ¿qué te esperabas? No puedes esperar que la gente se alegre de verte. Nadie se alegra cuando viene el casero.

—¡Pero es que me van a matar!

—No es más que su forma de decir metafóricamente que están hartos de esperar que le des otra mano de pintura al edificio y revises las tuberías.

Un rugido colectivo se elevó de la selva. De entre la maleza salían animales en estampida como si escaparan de un incendio. Unos cuantos golpes sordos y pesados indicaron que estaban cayendo árboles.

Por fin un jaguar frenético salió corriendo de la maleza y echó a trotar por la carretera elevada. Lo seguía a un metro escaso el Equipaje.

Estaba cubierto de enredaderas, hojas y plumas de distintas especies raras de aves gallináceas, algunas de las cuales acababan de volverse todavía más raras. El jaguar podría haberlo eludido moviéndose en zigzag hacia un lado u otro, pero se lo impedía la idiotez pura que nacía del terror. Cometió el error de girar la cabeza para ver qué tenía detrás.

Y fue el último error que cometió.

—¿Sabes esa caja que va contigo? —dijo el loro.

—¿Qué pasa con ella? —dijo Rincewind.

—Pues que viene hacia aquí.

Los sacerdotes echaron un vistazo a la figura que corría muy por debajo de ellos. El Equipaje tenía una forma muy directa de tratar las cosas que se interponían entre él y el destino que se había marcado: actuaba como si no estuvieran ahí.

Fue en aquel momento, y contra todos sus instintos, cuando Quesoricóttatl, lleno de temor y, lo peor de todo, sin tener la menor idea de qué estaba pasando, decidió materializarse en lo alto de la pirámide.

Varios sacerdotes lo vieron. Y se les cayeron los cuchillos de los dedos.

—Esto… —chilló el demonio.

Se giraron más sacerdotes.

—Vale. Ahora quiero que todos me prestéis atención —chilló Quesoricóttatl, usando sus manitas diminutas como bocina en torno a su boca principal en un esfuerzo para que lo oyeran.

Aquello le resultaba muy embarazoso. Le había gustado ser el dios de los tezumanos, le había impresionado mucho la devoción obstinada con que aquella gente cumplía su deber, y le había complacido mucho el increíble realismo de la estatua que había en la pirámide. Y la verdad era que le dolía tener que revelar que, en cierto aspecto muy importante, la estatua estaba equivocada.

Quesoricóttatl medía quince centímetros de altura.

—Escuchadme —empezó a decir—. Esto es muy importante…

Por desgracia, nadie llegó nunca a descubrir por qué. En aquel preciso instante el Equipaje coronó la cima de la pirámide, con las piernas zumbando como hélices, y aterrizó directamente encima de las losas.

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