Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

—A mí me pasa con las alturas —dijo Rincewind, comprensivo.

Laveolo dio otro puntapié al barco, obviamente en conflicto con algún problema emocional grave.

—La cuestión es —dijo en tono desconsolado—: no sabrás por casualidad si tengo algún problema para llegar a casa, ¿verdad?

—¿Qué?

—No son más que doscientos o trescientos kilómetros, no debería tardar mucho en llegar, ¿verdad? —dijo Laveolo, irradiando ansiedad como un faro.

—Oh —Rincewind miró a la cara del hombre.

«Diez años —pensó—. Y toda clase de episodios raros con comosellamen alados y monstruos marinos. Por otro lado, ¿acaso saberlo le iba a ayudar en algo?»

—Llegarás a casa sin problemas —dijo—. De hecho, eres famoso por ello. Hay leyendas enteras sobre tu regreso a casa.

—Buff —Laveolo se apoyó en el casco de un barco, se quitó el yelmo y se secó el sudor de la frente—. Eso me deja mucho más tranquilo, te lo aseguro. Tenía miedo de que los dioses me la tuvieran jugada.

Rincewind no dijo nada.

—Se cabrean un poco si vas por ahí teniendo ideas como caballos de madera y túneles —dijo Laveolo—. Son tradicionalistas, ya sabes. Prefieren que la gente simplemente se mate a tajos. A mí se me ocurrió, ya ves, que si podía enseñarle a la gente una forma más fácil de conseguir lo que querían a lo mejor dejaban de ser unos jodidos estúpidos.

De otro punto de la playa les llegó el sonido de voces masculinas cantando:

—… A Heliodelifilodelfiboscromenos / Vengo por toda la orilla / con la túnica remangada…

—Nunca funciona —dijo Rincewind.

—Tiene que valer la pena intentarlo, ¿no?

—Oh, sí.

Laveolo le dio una palmada en la espalda.

—Anímate —le dijo—. Las cosas solo pueden mejorar.

Caminaron hasta las olas oscuras donde estaba anclado el barco de Laveolo, y Rincewind lo vio meterse en el agua y subir a bordo. Al cabo de un rato acorullaron, o desacorullaron, o como se llame el momento en que hacen pasar los remos por los agujeros de los costados, y el barco se alejó lentamente por la bahía.

Unas voces llegaron flotando sobre la espuma.

—Dirija la parte puntiaguda hacia allí, sargento.

—¡Susórdenes, señor!

—Y no grite. ¿Acaso le he pedido que grite? ¿Por qué todos tienen que gritar? Ahora me voy abajo a tumbarme un rato.

Rincewind regresó caminando pesadamente por la playa.

—El problema —dijo—. Es que las cosas no mejoran nunca, lo único que hacen es seguir igual pero más. Pero a Laveolo no le van a faltar preocupaciones.

A su espalda, Eric se sonó la nariz.

—Es lo más triste que he oído nunca —dijo.

Al otro lado de la playa los ejércitos efebios y tsorteanos seguían cantando a pleno pulmón en torno a sus hogueras festivas.

—… Vengo deprisa y corriendo / Aunque me oprime el corsé…

—Vamos —dijo Rincewind—. Vámonos a casa.

—¿Sabes lo gracioso de su nombre? —dijo Eric mientras paseaban por la arena.

—No. ¿A qué te refieres?

—Laveolo significa «el que enjuaga los vientos» casi como tu nombre.

—¿Es mi antepasado? —dijo.

—¿Quién sabe? —dijo Eric.

—Oh. Caramba —Rincewind pensó en aquello—. Bueno, tendría que haberle dicho que no se casara. Y que no visitara Ankh-Morpork.

—Probablemente todavía no la han construido.

Rincewind intentó chasquear los dedos. Esta vez funcionó.

Astfgl se reclinó en su asiento. Se preguntó qué le pasaría a Laveolo.

Los dioses y demonios, como son criaturas ajenas al tiempo, no se mueven por él como burbujas en la corriente. Para ellos todo sucede al mismo tiempo. Eso debería querer decir que saben todo lo que va a pasar porque en cierto sentido ya ha pasado. La razón de que no lo sepan es que la realidad es un sitio muy grande donde pasan muchas cosas interesantes, y seguirles la pista a todas es como intentar usar un aparato de vídeo muy grande sin botón de pausa ni contador de avance de la cinta. Suele ser más fácil sentarse y esperar.

Un día tendría que levantarse y actuar.

Pero aquí y ahora, en la medida en que se podían usar aquellas palabras para referirse a una zona fuera del espacio y del tiempo, las cosas no marchaban bien. Eric parecía levísimamente más simpático, lo cual no era aceptable. También parecía haber cambiado el curso de la historia, aunque eso era imposible porque lo único que se podía hacer con el curso de la historia era facilitarlo.

Lo que hacía falta era algo que sirviera de clímax. Algo que realmente destruyera el alma.

El Rey de los Demonios descubrió que se estaba retorciendo los bigotes.

El problema de chasquear los dedos es que nunca sabes adónde te va a llevar.

Todo era negro alrededor de Rincewind. No era una simple ausencia de color. Era una oscuridad que negaba llanamente toda posibilidad de que alguna vez hubiera existido el color.

Sus pies no tocaban nada, parecía estar flotando. Y también faltaba algo más. No acababa de acertar qué era.

—¿Estás ahí, Eric? —aventuró.

Una voz clara y cercana dijo:

—Sí. ¿Estás aquí tú, demonio?

—Sí-i.

—¿Dónde estamos? ¿Estamos cayendo?

—Creo que no —dijo Rincewind, hablando por experiencia—. No hay viento veloz. Cuando caes notas un viento veloz. Y también te pasa la vida entera ante los ojos, y yo todavía no he visto nada que reconozca.

—¿Rincewind?

—¿Sí?

—Cuando abro la boca no me sale ningún sonido.

—No seas… —Rincewind vaciló. Él tampoco estaba emitiendo ningún sonido. Sabía lo que estaba diciendo, simplemente sus palabras no llegaban al mundo exterior. Pero oía a Eric. Tal vez las palabras renunciaban a sus oídos y le iban directas al cerebro—. Debe de ser alguna clase de magia o algo de eso —dijo—. No hay aire. Por eso no hay sonidos. Los trocitos de aire chocan entre ellos, como si fueran canicas. Así es como se hace el sonido, ya sabes.

—¿En serio? Caray.

—Así que estamos rodeados de la nada absoluta —dijo Rincewind—. La nada total —vaciló—. Hay una palabra para eso, es lo que tienes cuando todo se ha agotado y no te queda nada.

—Sí, creo que se llama la cuenta.

Rincewind meditó sobre aquello.

—De acuerdo —dijo—. La cuenta. Ahí es donde estamos. Flotando en la cuenta absoluta. La cuenta más completa, total y sólida como una piedra.

Astfgl se estaba poniendo frenético. Tenía hechizos que podían encontrar a cualquiera en cualquier parte, en cualquier momento, y aquellos dos no estaban en ningún sitio. Los había visto en la playa y un momento más tarde… nada.

Aquello solamente dejaba dos lugares posibles.

Por suerte eligió primero el que no era.

—Estaría bien que hubiera alguna estrella —dijo Eric.

—Todo esto me resulta muy extraño —dijo Rincewind—. O sea, ¿tú tienes frío?

—No.

—¿Y calor?

—Pues no, la verdad es que no siento nada.

—Ni frío ni calor ni luz ni aire —dijo Rincewind—. Nada más que la cuenta. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—No lo sé. Parece una eternidad, pero…

—Ajá. Tampoco estoy seguro de que haya tiempo. No lo que llamamos tiempo propiamente dicho. Solamente esa especie de tiempo que uno se inventa sobre la marcha.

—Vaya, no me esperaba encontrarme con nadie aquí —dijo una voz en el oído de Rincewind.

Era una voz ligeramente lastimera, como diseñada para las quejas, pero por lo menos no tenía ningún matiz amenazante. Rincewind se dejó flotar hasta girarse.

Había un hombrecillo con cara de rata, sentado con las piernas cruzadas y mirándolo con una ligera expresión de recelo. Tenía un lápiz detrás de la oreja.

—Ah. Hola —dijo Rincewind—. ¿Y qué sitio es este, exactamente?

—No es ningún sitio. De eso se trata, ¿no?

—¿Ningún sitio en absoluto?

—Todavía no.

—Muy bien —dijo Eric—. ¿Y cuándo va a ser algún sitio?

—Cuesta de saber —dijo el hombrecillo—. Viéndoos a vosotros dos, y teniendo en cuenta todo, los ritmos metabólicos y todo eso, yo diría que este sitio se convertirá en algún sitio en, más o menooos, unos quinientos segundos —empezó a desenvolver el paquete que tenía en el regazo—. ¿Os apetece un sándwich mientras esperamos?

—¿Qué? ¿Que si me…? —en aquel momento el estómago de Rincewind, consciente de que estaba en peligro de perder la iniciativa si dejaba que el cerebro tomara el mando, se metió por en medio y le hizo decir—. ¿De qué son?

—Ni idea. ¿De qué te gustaría que fueran?

—¿Cómo?

—No marees la perdiz. Tú di de qué te gustaría que fueran.

—Oh —Rincewind se lo quedó mirando—. Bueno, si tienes de huevo y berro…

—Háganse el huevo y el berro, mismamente —dijo el hombrecillo.

Metió la mano en el paquete y le dio un triángulo blanco a Rincewind.

—Caray —dijo Rincewind—. Qué coincidencia.

—Debe de estar a punto de empezar —dijo el hombrecillo—. Por… no es que hayan establecido todavía ninguna dirección ni nada, no te puedes fiar de ellos, pero… por ahí.

—Lo único que veo es oscuridad —dijo Eric.

—No, no es verdad —dijo el hombrecillo en tono triunfal—. Lo único que ves es lo que viene antes de que se haya instalado la oscuridad, mismamente —lanzó una mirada asesina a la no-todavía-oscuridad—. Vamos. ¿Por qué estamos esperando, por qué estamos esperando? —canturreó.

—¿Esperando qué?

—Todo.

—¿Todo el qué? —dijo Rincewind.

—Todo. No todo el qué. Todo, mismamente.

Astfgl escrutó a través de las nubes serpenteantes de gas. Por lo menos estaba en el lugar adecuado. El quid mismo del final del universo era que no se podía sobrepasar por accidente.

Las últimas ascuas se apagaron con un parpadeo. El tiempo y el espacio colisionaron en silencio y se colapsaron.

Astfgl tosió. Uno se siente muy solo cuando está a veinte millones de años luz de su casa.

—¿Hay alguien ahí? —dijo.

Sí.

La voz estaba junto a su oído. Hasta los reyes de los demonios pueden tener un escalofrío.

—Aparte de ti, quiero decir —dijo—. ¿Has visto a alguien?

Sí.

—¿A quién?

A todos.

Astfgl suspiró.

—Quiero decir si has visto a alguien hace poco.

Esto está muy tranquilo, dijo la Muerte.

—Mierda.

¿Estabas esperando a alguien más?

—Pensé que podría estar aquí alguien llamado Rincewind, pero… —empezó Astfgl.

Hubo un resplandor rojo en las cuencas oculares de la Muerte.

¿El mago?, dijo.

—No, es un dem… —Astfgl se detuvo. Durante lo que podría haber sido varios segundos, de haber existido todavía el tiempo, estuvo flotando en un estado de terrible sospecha—. ¿Un humano? —gruñó.

Es llevar el término un poco lejos, pero en un sentido general es correcto.

—¡La madre que me parió! —dijo Astfgl.

No me consta que exista.

El Rey de los Demonios extendió una mano temblorosa. Su furia creciente estaba superando a su sentido de la elegancia. Las garras se le salieron y le rasgaron los guantes rojos de seda.

Y luego, debido a que nunca es buena idea ganarse la antipatía de nadie que tenga una guadaña, Astfgl dijo:

—Lamento haberte molestado —y desapareció.

Solamente cuando consideró que estaba lo bastante lejos del extraordinario sentido del oído de la Muerte, soltó un grito de rabia.

La nada se desplegó en toda su inacabable longitud a través de los espacios ventosos del final del tiempo.

La Muerte esperó. Al cabo de un rato sus dedos esqueléticos tamborilearon en el mango de su guadaña.

La oscuridad lo envolvió. Ya ni siquiera había infinito.

Intentó silbar algunos compases de canciones impopulares entre los dientes, pero la nada simplemente se tragó el ruido.

La eternidad se había acabado. Todas las arenas de los relojes habían caído. La gran carrera entre entropía y energía había acabado y el favorito había acabado ganador.

¿Tal vez debería volver a afilar la hoja?

No.

La verdad es que no tendría mucho sentido.

Grandes remolinos de nada en absoluto se extendían hasta lo que se habría podido llamar la lejanía si todavía hubiera habido un marco de referencia espacio-temporal para darle algún sentido sensato a la palabra «lejanía».

No parecía haber gran cosa que hacer.

«Tal vez sea hora de dejarlo todo», pensó.

La Muerte se dio la vuelta para marcharse, pero al hacerlo oyó un ruido casi imperceptible. Un ruido que era al sonido lo que un fotón es a la luz, tan débil que habría pasado completamente desapercibido en el barullo de un universo en funcionamiento.

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