Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Los tezumanos eran célebres en el continente por ser la gente más pesimista, irritable y lúgubre hasta extremos suicidas que uno pudiera encontrarse, por razones que pronto quedarán claras. Lo del calendario también era cierto. Los tezumanos se habían dado cuenta mucho tiempo atrás de que todo estaba empeorando sin parar y, dado que tenían una mente terriblemente literal, habían desarrollado un complejo sistema para calcular cuánto empeoraba el mundo cada día.

En contra de lo que se creía, los tezumanos sí que inventaron la rueda. Lo que pasaba es que tenían unas ideas radicalmente distintas acerca de para qué servía.

Era el primer carro de guerra tirado por llamas que veía Rincewind. Y eso no era lo más raro que tenía. Lo más raro era que lo llevaban a cuestas cuatro tipos, que sostenían los extremos de los ejes y corrían detrás de los animales restallando los adoquines con las sandalias.

—¿Crees que me traen el tributo? —dijo Eric.

Lo único que parecía contener el carro que iba en cabeza, aparte de su conductor, era un hombre bajo y rechoncho, de forma básicamente cúbica, vestido con un atuendo de piel de puma y un tocado de plumas.

Los corredores se detuvieron jadeando y Rincewind vio que todos llevaban algo que probablemente podía describirse como una espada primitiva, hecha a base de unir fragmentos de obsidiana a una cachiporra de madera. No le parecieron menos letales que las espadas sofisticadas y extremadamente civilizadas. De hecho, parecían peores.

—¿Y bien? —dijo Eric.

—¿Y bien qué? —dijo Rincewind.

—Diles que me den mi tributo.

El gordo se apeó pesadamente, desfiló hasta Eric y, para gran sorpresa de Rincewind, se postró.

Rincewind sintió que unas garras le subían por la espalda hasta posársele en el hombro, donde una voz que sonaba como una lámina de metal al ser cortada por la mitad le dijo:

—Eso está mejor. Muy comosellame, cómodo. Si intentas derribarme, demonio, ya puedes ir diciendo comosellame, a tu oreja. Menuda sorpresa, ¿no? Parece que lo estaban esperando.

—¿Por qué dices comosellame todo el tiempo?

—Tengo un comosellame limitado. Un nosecuántos. Un destos. Ya sabes. Tiene palabras —dijo el loro.

—¿Diccionario? —dijo Rincewind. Los pasajeros del resto de carros se habían apeado y también estaban postrados ante Eric, que sonreía como un idiota.

El loro reflexionó sobre aquello.

—Sí,probablemente—dijo—.Tedebouncomosellame—siguiódiciendo—. Al principio me pareciste un poco comosellame, pero ahora parece que tienes la cabeza sobre las alas.

—¿Demonio? —dijo Eric con displicencia.

—¿Sí?

—¿Qué están diciendo? ¿Hablas su idioma?

—Esto… no —dijo Rincewind—. Pero sí que lo leo —dijo levantando la voz, mientras Eric se giraba—. Si pudieras indicarles por signos que lo escribieran…

Era cerca del mediodía. La selva que Rincewind tenía detrás estaba llena de criaturas chillando y farfullando. En torno a la cabeza le zumbaban mosquitos del tamaño de colibríes.

—Por supuesto —dijo, por décima vez—. Nunca se les ha ocurrido inventar el papel.

El picapedrero dio un paso atrás, le dio el último cincel de obsidiana despuntado a su ayudante y miró a Rincewind con cara de expectación.

Rincewind dio un paso atrás y examinó la piedra con expresión crítica.

—Es muy bueno —dijo—. Quiero decir que el parecido es notable. Te ha salido muy bien su peinado y tal. Por supuesto, normalmente él no es tan, ejem, cuadrado, pero sí, muy bueno. Y aquí está el carro y aquí las pirámides escalonadas. Sí. Bueno, parece que quieren que vayas con ellos a la ciudad —le dijo a Eric.

—Diles que sí —dijo Eric con firmeza.

Rincewind se giró hacia el jefe.

—Sí —dijo.

—¿[Figura-acuclillada-con-tocado-de-tres-plumas-encima-de-tres-puntos]?

Rincewind suspiró. Sin decir una palabra, el picapedrero le puso un cincel de piedra nuevo en las manos, levantó a pulso otra losa de granito y la colocó en posición.

Uno de los problemas de ser tezumano, aparte de tener un dios como Quesoricóttatl, era que si necesitabas pedir una botella extra de leche para mañana, probablemente tendrás que haber empezado a escribirle la nota al lechero hace un mes. Los tezumanos eran la única gente que se golpeaba a sí misma hasta morir con sus propias notas de suicidio.

Ya era media tarde cuando el carro de guerra entró al trote en la ciudad de piedra que rodeaba la pirámide más grande, por entre hileras de tezumanos vitoreando.

—Esto ya es más adecuado —dijo Eric, respondiendo elegantemente a los vítores—. Están encantados de vernos.

—Sí —dijo Rincewind en tono lúgubre—. Me pregunto por qué.

—Bueno, porque soy su nuevo soberano, claro.

—Hum. —Rincewind miró de reojo al loro, que llevaba un buen rato antinaturalmente callado y ahora estaba encogido de miedo contra su oreja como una vieja solterona en un club de striptease. Estaba cavilando muy en serio sobre aquellos exquisitos tocados de plumas.

—Hijos de puta comosellamen —graznó—. El primer comosellame que me ponga la mano encima es un comosellame con un dedo menos, va en serio.

—Algo falla en todo esto —dijo Rincewind.

—¿El qué? —dijo el loro.

—Todo.

—Te lo juro, una pluma fuera de sitio…

Rincewind no estaba acostumbrado a que la gente se alegrara de verlo. Era antinatural y no presagiaba nada bueno. Aquella gente no solamente estaba vitoreando, sino que también les tiraban flores y sombreros. Los sombreros estaban hechos de piedra, pero lo que contaba era la intención.

A Rincewind le parecieron unos sombreros bastante raros. No tenían coronilla. De hecho, eran simples discos con agujeros en medio.

La procesión subió al trote las amplias avenidas de la ciudad hasta un grupo de edificios situados al pie de la pirámide, donde los estaba esperando otro grupo de dignatarios cívicos.

Llevaban montones de joyas. Todas eran básicamente iguales. A un disco de piedra con un agujero en el medio se le pueden dar muchos usos, y los tezumanos los habían explorado todos salvo uno.

Más importantes resultaban, sin embargo, las cajas y más cajas de tesoros amontonadas delante de ellos. Llenas hasta arriba de joyas.

A Eric se le pusieron los ojos como platos.

—¡El tributo! —dijo.

Rincewind se rindió. Estaba funcionando de verdad. No sabía cómo ni sabía por qué, pero por lo menos estaba saliendo Bien. El sol poniente arrancó destellos de una docena de fortunas. Por supuesto que pertenecían a Eric, presumiblemente, pero tal vez también había bastante para él.

—Naturalmente —dijo en tono débil—. ¿Qué esperabas?

Y hubo banquetes, y largos discursos que Rincewind no entendió pero que iban puntuados por aplausos y asentimientos y reverencias en dirección a Eric. Y también largos recitales de música tezumana, que sonaba como si alguien se estuviera limpiando un orificio nasal particularmente difícil.

Rincewind dejó a Eric sentado orgullosamente en un trono a la luz de la fogata y deambuló desconsolado hacia la pirámide.

—Me estaba divirtiendo con el comosellame —dijo el loro en tono de reproche.

—No me puedo quedar quieto —dijo Rincewind—. Lo siento, pero es que a mí nunca me había pasado nada así. Todas las joyas y tal. Todo va según lo previsto. No está bien.

Levantó la vista hacia la fachada monstruosa de la escarpada pirámide, roja y parpadeante a la luz de las fogatas. Todos y cada uno de sus enormes bloques tenían grabados bajorrelieves de tezumanos haciéndoles cosas terriblemente imaginativas a sus enemigos. Aquello sugería que los tezumanos, fueran cuales fuesen sus excelentes cualidades, no se sentían tradicionalmente inclinados a dar la bienvenida a unos perfectos desconocidos y a colmarlos de joyas. El efecto general de toda aquella colección de grabados era muy artístico; lo horrible eran los detalles.

Mientras avanzaba a lo largo de la pared llegó a una puerta enorme, decorada con la representación artística de un grupo de prisioneros a los que parecía que les estaban haciendo un chequeo médico.[9]

La puerta daba a un túnel corto e iluminado con antorchas. Rincewind avanzó unos pasos, diciéndose a sí mismo que siempre podía salir corriendo, y llegó a un espacio de techo muy alto que ocupaba casi todo el interior de la pirámide.

Había más antorchas a lo largo de todas las paredes, que lo iluminaban todo bastante bien.

Lo cual no resultaba del todo agradable, porque lo que iluminaban básicamente era una estatua gigante de Quesoricóttatl, la Boa con Plumas.

Si uno tuviera que estar en una sala con aquella estatua, preferiría estar a oscuras.

O mejor pensado, tal vez no. Una opción mejor sería dejar aquella cosa en una sala a oscuras mientras tú sufrías insomnio a dos mil kilómetros de distancia, intentando olvidar su aspecto.

«No es más que una estatua —se dijo Rincewind—. No es real. Simplemente han usado la imaginación, eso es todo.»

—¿Qué comosellame es eso? —dijo el loro.

—Es su dios.

—¿Estás de coña?

—No, de verdad. Es Quesoricóttatl. Medio hombre, medio pollo, medio jaguar, medio serpiente, medio escorpión y medio loco.

El pico del loro se movió mientras calculaba todo aquello.

—Eso hace un comosellame total de tres maníacos homicidas —dijo.

—Viene a ser eso, sí —dijo la estatua.

—Por otro lado —dijo Rincewind al instante—, me parece tremendamente importante que la gente ejerza el derecho a tener sus propias religiones particulares, y ahora creo que ya nos íbamos, así que…

—Por favor, no me dejéis aquí —dijo la estatua—. Por favor, llevadme con vosotros.

—Podría ser complicado, podría ser complicado —dijo Rincewind a toda prisa, mientras retrocedía—. No es por mí, ya me entiendes, es que en el sitio del que vengo todo el mundo tiene un prejuicio racial contra la gente de diez metros de altura con colmillos, garras y collares de calaveras por todas partes. Creo que tendrías problemas de adaptación.

El loro le pellizcó la oreja.

—Viene de detrás de la estatua, tonto de los comosellamen —graznó.

Resultó que la voz salía de un agujero en el suelo. Una cara pálida y miope miró a Rincewind desde las profundidades del foso. Era una cara anciana y afable con una expresión ligeramente preocupada.

—¿Hola? —dijo Rincewind.

—No tienes ni idea de lo que es volver a oír una voz amistosa —dijo la cara, sonriente—. Si pudieras ayudarme a salir…

—¿Cómo dice? —dice Rincewind—. Es usted un prisionero, ¿verdad?

—Ay, eso me temo.

—No sé si debería ir por ahí rescatando prisioneros sin más —dijo Rincewind—. O sea, podría haber hecho usted cualquier cosa.

—Le aseguro que soy completamente inocente de cualquier crimen.

—Bueno, eso es lo que usted dice —dijo Rincewind en tono grave—. Pero si los tezumanos han juzgado…

—¡Comosellame, comosellame, comosellame! —le chilló el loro al oído mientras iba dándole brincos en el hombro—. ¿Qué pasa, es que no te enteras de nada? ¿De dónde sales? ¡Es un prisionero! ¡Un prisionero en un templo! ¡A los prisioneros que te encuentras en templos hay que rescatarlos! ¡Para eso están ahí, joder!

—No es verdad —le cortó Rincewind—. ¡No lo sabes! ¡Probablemente está ahí para que lo sacrifiquen! ¿No es así? —miró al prisionero en busca de confirmación.

La cara asintió.

—Ciertamente, tienes razón. Despellejado vivo, para más datos.

—¡Ahí lo tienes! —le dijo Rincewind al loro—. ¿Lo ves? ¡Es que te crees que lo sabes todo! ¡Está aquí para que lo despellejen vivo!

—Cada centímetro de mi piel será arrancado con el acompañamiento de un dolor exquisito —añadió el prisionero, solícito.

Rincewind hizo una pausa. Le pareció conocer el significado de la palabra «exquisito» y no creía que tuviera nada que ver con «dolor».

—¿Cómo? ¿Toda entera? —dijo.

—Ese parece ser el caso.

—Caray. Pero ¿qué ha hecho usted?

El prisionero suspiró.

—No te lo creerías nunca…

El Rey de los Demonios dejó que se oscureciera el espejo y tamborileó un momento con los dedos en el escritorio. Luego cogió un tubo de comunicación y sopló por él.

Al final una voz lejana dijo:

—¿Sí, jefe?

—¡Sí, señor! —dijo el Rey en tono cortante.

La voz lejana murmuró algo.

—¿Sí, SEÑOR? —añadió.

—¿Tenemos a un tal Quesoricóttatl trabajando aquí?

—Déjeme ver, jefe.—La voz se alejó y regresó—. Sí, jefe.

—¿Es un duque, conde, vizconde o barón? —dijo el Rey.

—No, jefe.

—¿Pues qué es?

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