Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

—¡Sí, pero pasadizos secretos! —dijo Rincewind—. ¡Al otro lado habrá guardias y de todo!

—No, señor. Lo usan para almacenar las cosas de la limpieza, señor.

Se oyó un ruido metálico en la oscuridad que tenían delante. Laveolo acababa de tropezar con una fregona.

—¿Sargento?

—¿Señor?

—Abra la puerta, ¿quiere?

Eric tiró de la túnica de Rincewind.

—¿Qué? —dijo Rincewind con irritación.

—Sabes quién es Laveolo, ¿verdad? —susurró Eric.

—Pues…

—¡Es Laveolo!

—Esto… ¿en serio?

—¿No conoces a los Clásicos?

—No será una de esas carreras de caballos que se supone que tenemos que recordar, ¿verdad?

Eric puso los ojos en blanco.

—Laveolo fue el responsable de la caída de Tsort gracias a su enorme astucia —dijo—. Luego tardó diez años en llegar a su casa y tuvo toda clase de aventuras con mujeres tentadoras y sirenas y brujas sensuales.

—Bueno, ya veo por qué lo has estado estudiando. Diez años, ¿eh? ¿Dónde vivía?

—A unos trescientos kilómetros de aquí —dijo Eric, muy serio.

—Y no paraba de perderse, ¿no?

—Y cuando llegó a su casa luchó contra los pretendientes de su mujer y todo eso, y su viejo perro lo reconoció y se murió.

—Oh, el pobre.

—Lo que le mató fue llevar sus zapatillas en la boca durante quince años.

—Una pena, sí.

—¿Y sabes qué, demonio? Nada de eso ha pasado todavía. ¡Podríamos ahorrarle todas las molestias!

Rincewind pensó en aquello.

—Podríamos decirle que consiguiera un timonel mejor, para empezar —dijo.

Se oyó un crujido. Los soldados habían conseguido abrir la puerta.

—Todo el mundo a formar filas o como se diga esa mierda de orden —dijo Laveolo—. El baúl mágico delante, por favor. Y nada de matar a nadie a menos que sea totalmente necesario. Intentad no romper nada. Bien. Adelante.

La puerta daba a un pasillo flanqueado de columnas. Había un murmullo lejano de voces.

La tropa avanzó siguiendo aquel murmullo hasta llegar a una gruesa cortina. Laveolo respiró hondo, la apartó, dio un paso adelante y emprendió un discurso que tenía preparado.

—Quiero que mis intenciones queden absolutamente claras —dijo—. No quiero que pase nada desagradable ni que nadie grite llamando a los guardias ni nada de eso. De hecho, no quiero que grite nadie para nada. Simplemente cogeremos a la señorita y nos iremos a casa, que es donde cualquier persona con sentido común debería estar. De otro modo tendré que pasar a todo el mundo por la espada y odio tener que hacer las cosas de esa manera.

El público que oyó aquella declaración no pareció muy impresionado. Esto se debía al hecho de que el público consistía en un niñito pequeño sentado en un orinal.

Laveolo cambió de marcha mental y continuó hablando sin inmutarse:

—Por otro lado, si no me dices dónde está todo el mundo le diré al sargento que te dé un buen cachete.

El niño se sacó el pulgar de la boca.

—Mamaíta ha ido a ver a Cassie —dijo—. ¿Es usted el señor Beekle?

—Creo que no —dijo Laveolo.

—El señor Beekle es un tonto. —El niño retiró el pulgar y, con el aire de alguien que acabara de terminar una investigación exhaustiva, añadió—: El señor Beekle es feo.

—¿Sargento?

—¿Señor?

—Vigile a este niño.

—Sí, señor. ¿Cabo?

—¿Sargento?

—Cuide al crío.

—Sí, sargento. ¿Soldado Arqueos?

—Sí, mi cabo —dijo el soldado, su voz lúgubre de premonición.

—Quédate con el mocoso.

El soldado Arqueos miró a su alrededor. Solamente quedaban Rincewind y Eric, y aunque era cierto que los civiles eran en todos los aspectos el rango más bajo que existía, más o menos por debajo del burro del regimiento, las expresiones de sus caras sugerían que no estaban dispuestos a aceptar órdenes.

Laveolo deambuló por la sala y escuchó junto a otra cortina.

—Podemos contarle toda clase de cosas sobre su futuro —dijo Eric entre dientes—. Le pasaron… O sea, le pasarán todo tipo de cosas. Naufragios y magia, y a toda su tripulación la convertirán en animales y esas cosas.

—Sí. Podemos decirle: «Vuelve a casa andando» —dijo Rincewind.

La cortina se abrió.

Apareció una mujer: gordita, bien parecida, de una forma un poco ajada, con un vestido negro y el principio de un bigote. También había un montón de niños de distintos tamaños intentando esconderse detrás de ella. Rincewind contó por lo menos siete.

—¿Quién es esta mujer? —dijo Eric.

—Ejem —dijo Rincewind—. A mí me da que es Elenor de Tsort.

—No seas memo —susurró Eric—. Si se parece a mi madre. Elenor era mucho más joven y estaba mucho más… —su voz se fue apagando mientras hacía varios movimientos ondulantes con la mano, indicativos de la forma de una mujer que probablemente no sería capaz de mantener el equilibrio.

Rincewind intentó que su mirada no se encontrara con la del sargento.

—Sí —dijo, ruborizándose un poco—. Bueno, verás. Esto… Tienes toda la razón, pero es que bueno, el asedio se ha alargado un poco, ¿sabéis?, al final, entre una cosa y otra…

—No entiendo qué tiene eso que ver —dijo Eric en tono grave—. Los Clásicos nunca dijeron nada de niños. Dijeron que se pasaba todo el tiempo vagando ensoñada por las torres de Tsort y languideciendo de añoranza por su amor perdido.

—Bueno, sí, supongo que sí que languideció un poco —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que no se puede pasar uno la vida languideciendo, y en esas torres tan altas debe de hacer frío.

—Se puede pillar algo mortal vagando ensoñada por ahí —asintió el sargento.

Laveolo miró a la mujer con expresión meditabunda. Luego hizo una reverencia.

—Espero que sepa usted a qué hemos venido, señorita —dijo.

—Si tocáis a alguno de mis hijos, gritaré —dijo Elenor en tono rotundo.

Una vez más Laveolo demostró que, habilidades guerrilleras aparte, era bastante incapaz de desperdiciar un discurso preparado en cuanto lo tenía listo en la cabeza.

—Hermosa doncella —empezó—. Hemos afrontado muchos peligros con el objeto de rescataros y devolveros con vuestros seres… —le falló la voz— queridos. Esto. Las cosas se han torcido bastante, ¿no?

—No lo he podido evitar —dijo Elenor—. El asedio parecía que no se acababa nunca y el rey Mausoleo era muy amable, y de todos modos nunca me gustó mucho Efebia…

—¿Y dónde está todo el mundo ahora? Me refiero a los tsorteanos. Aparte de vos.

—Están todos en las almenas, tirando piedras, si tanto os interesa.

Laveolo levantó los brazos, exasperado.

—¿No podríais, ya sabéis, habernos pasado una nota o algo parecido? ¿O habernos invitado a alguno de los bautizos?

—Parecía que os lo estabais pasando muy bien —dijo ella.

Laveolo se dio la vuelta y se encogió de hombros con expresión abatida.

—Muy bien —dijo—. Perfecto. Q.E.D. No hay problema. Total, a mí me apetecía irme de casa y pasarme diez años sentado en un pantano con un puñado de imbéciles descerebrados. Tampoco tenía nada importante que hacer en casa, solamente un pequeño reino que gobernar, esas cosas. Muy bieeen. Pues bueno. Quizá lo mejor es que nos marchemos. Está claro que no tengo ni idea de cómo les voy a dar la noticia —dijo con amargura—. Con lo bien que se lo estaban pasando. Probablemente celebrarán un banquete tremendo y se reirán de ello y se emborracharán, ese sería su estilo.

Miró a Rincewind y a Eric.

—Podríais decirme qué pasa a continuación —dijo—. Estoy seguro de que lo sabéis.

—Eeeh —dijo Rincewind.

—La ciudad se quema —dijo Eric—. Sobre todo las torres de las macizas. No me ha dado tiempo a verlas —añadió en tono huraño.

—¿Quién lo hace? ¿Los nuestros o ellos? —dijo Laveolo.

—Creo que los vuestros —dijo Eric.

Laveolo suspiró.

—Sí, es típico de ellos —dijo. Se volvió hacia Elenor—. Los nuestros, quiero decir los míos, van a quemar la ciudad. Suena muy heroico —dijo—. Es la clase de cosa que les gusta hacer. Podría ser buena idea que vinierais con nosotros. Traed a los niños. ¿Por qué no lo hacéis como si fuera una excursión para toda la familia?

Eric se acercó la oreja de Rincewind a la boca.

—Es una broma, ¿verdad? —dijo—. No es realmente la hermosa Elenor. Me estáis tomando todos el pelo, ¿no?

—Siempre pasa lo mismo con estas mujeres de sangre caliente —dijo Rincewind—. A los treinta y cinco decaen un montón.

—Es culpa de comer tanta pasta —dijo el sargento.

—Pero yo he leído que era la más hermosa de…

—Ah, claro —dijo el sargento—. Si nos ponemos a ir leyendo…

—Lo que pasa —dijo Rincewind enseguida— es eso que llaman necesidad dramática. Nadie se va a interesar por una guerra librada por una mujer majilla o moderadamente atractiva si la luz es buena. ¿A que no?

Eric estaba casi llorando.

—Pero decía que su cara hizo zarpar un millar de naves…

—Eso es lo que se llama metáfora —dijo Rincewind.

—Mentira —le explicó el sargento amablemente.

—En todo caso, no tendrías que creer todo lo que dicen los Clásicos —añadió Rincewind—. Nunca comprueban los datos. Lo único que quieren es vender leyendas.

Laveolo, entretanto, estaba enzarzado en una bronca con Elenor.

—Muy bien, muy bien —dijo—. Quedaos si queréis. ¿A mí qué más me da? Venid, todos vosotros. Nos vamos. ¿Qué hace, soldado Arqueos?

—Estoy haciendo el caballito, señor —explicó el soldado.

—Es el señor Feo —dijo el niño, que llevaba puesto el casco del soldado Arqueos.

—Bueno, cuando haya terminado de hacer el caballito, encuéntrenos una lámpara de aceite. Me he hecho polvo las rodillas en ese túnel.

Tsort estaba en llamas. Todo el cielo en la dirección del Eje estaba rojo.

Rincewind y Eric lo contemplaban desde una roca de la playa.

—De todas maneras, no son torres de las macizas —dijo Eric al cabo de un rato—. No veo a ninguna saliendo de allí.

—Creo que eran torres macizas, de robustas —aventuró Rincewind mientras otra de las torres se derrumbaba, al rojo vivo, sobre las ruinas de la ciudad—. Y tampoco es verdad.

Se quedaron mirando un rato más en silencio y luego Eric dijo:

—Tiene gracia. La forma en que tropezaste con el Equipaje e hiciste caer la lámpara de aceite y todo eso.

—Sí —dijo Rincewind lacónicamente.

—Le hace a uno pensar que la historia siempre acaba encontrando una forma de seguir su curso.

—Sí.

—Y ha estado bien que tu Equipaje rescatara a todo el mundo.

—Sí.

—Tenía gracia con todos esos niños montados encima.

—Sí.

—Parece que todo el mundo ha quedado bastante contento.

Por lo menos ese era el caso de los ejércitos combatientes. Nadie se molestaba en preguntarles a los civiles, cuyo punto de vista sobre la guerra nunca era muy fiable. Entre los soldados, o al menos entre los soldados de cierto rango, todo eran palmadas en la espalda, anécdotas, intercambio jovial de escudos y el consenso general en que, entre incendios, asedios, armadas, caballos de madera y todo lo demás, había sido una guerra rematadamente buena. El ruido de los cantos arrancaba ecos por todo el mar oscuro como el vino.

—Escuchadlos —dijo Laveolo, saliendo de la oscuridad que rodeaba los barcos efebios varados—. Ahora vienen quince estribillos de «Desde Filodelfos a Heliodelifibodelfiboscromenos», ya veréis como sí. Pandilla de idiotas con el cerebro en los suspensorios.

Se sentó sobre una roca.

—Hijos de puta —dijo, apasionadamente.

—¿Crees que Elenor se lo podrá explicar todo a su novio?

—Me imagino que sí —dijo Laveolo—. Normalmente pueden.

—Pero es que se casó. Y tiene un montón de hijos —dijo Eric.

Laveolo se encogió de hombros. Clavó una mirada severa en Rincewind.

—Eh, tú, demonio —dijo—. Me gustaría hablar un momento en privado contigo.

Llevó a Rincewind hacia los barcos, caminando pesadamente por la arena húmeda como si estuviera cargado de preocupaciones.

—Me voy a casa esta noche, con la marea —dijo—. No tiene sentido quedarme por aquí ahora que se ha acabado la guerra y todo eso.

—Buena idea.

—Si hay algo que odio, son los viajes por mar —dijo Laveolo. Le dio un puntapié al barco más cercano—. Todos esos idiotas dando zancadas y gritando, ¿sabes? Que si tira de esto, que si baja lo otro, que si arría aquello. Y además, me mareo.

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