Rincewind intentó que su mirada no se encontrara con la del sargento.
—Sí —dijo, ruborizándose un poco—. Bueno, verás. Esto… Tienes toda la razón, pero es que bueno, el asedio se ha alargado un poco, ¿sabéis?, al final, entre una cosa y otra…
—No entiendo qué tiene eso que ver —dijo Eric en tono grave—. Los Clásicos nunca dijeron nada de niños. Dijeron que se pasaba todo el tiempo vagando ensoñada por las torres de Tsort y languideciendo de añoranza por su amor perdido.
—Bueno, sí, supongo que sí que languideció un poco —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que no se puede pasar uno la vida languideciendo, y en esas torres tan altas debe de hacer frío.
—Se puede pillar algo mortal vagando ensoñada por ahí —asintió el sargento.
Laveolo miró a la mujer con expresión meditabunda. Luego hizo una reverencia.
—Espero que sepa usted a qué hemos venido, señorita —dijo.
—Si tocáis a alguno de mis hijos, gritaré —dijo Elenor en tono rotundo.
Una vez más Laveolo demostró que, habilidades guerrilleras aparte, era bastante incapaz de desperdiciar un discurso preparado en cuanto lo tenía listo en la cabeza.
—Hermosa doncella —empezó—. Hemos afrontado muchos peligros con el objeto de rescataros y devolveros con vuestros seres… —le falló la voz— queridos. Esto. Las cosas se han torcido bastante, ¿no?
—No lo he podido evitar —dijo Elenor—. El asedio parecía que no se acababa nunca y el rey Mausoleo era muy amable, y de todos modos nunca me gustó mucho Efebia…
—¿Y dónde está todo el mundo ahora? Me refiero a los tsorteanos. Aparte de vos.
—Están todos en las almenas, tirando piedras, si tanto os interesa.
Laveolo levantó los brazos, exasperado.
—¿No podríais, ya sabéis, habernos pasado una nota o algo parecido? ¿O habernos invitado a alguno de los bautizos?
—Parecía que os lo estabais pasando muy bien —dijo ella.
Laveolo se dio la vuelta y se encogió de hombros con expresión abatida.
—Muy bien —dijo—. Perfecto. Q.E.D. No hay problema. Total, a mí me apetecía irme de casa y pasarme diez años sentado en un pantano con un puñado de imbéciles descerebrados. Tampoco tenía nada importante que hacer en casa, solamente un pequeño reino que gobernar, esas cosas. Muy bieeen. Pues bueno. Quizá lo mejor es que nos marchemos. Está claro que no tengo ni idea de cómo les voy a dar la noticia —dijo con amargura—. Con lo bien que se lo estaban pasando. Probablemente celebrarán un banquete tremendo y se reirán de ello y se emborracharán, ese sería su estilo.
Miró a Rincewind y a Eric.
—Podríais decirme qué pasa a continuación —dijo—. Estoy seguro de que lo sabéis.
—Eeeh —dijo Rincewind.
—La ciudad se quema —dijo Eric—. Sobre todo las torres de las macizas. No me ha dado tiempo a verlas —añadió en tono huraño.
—¿Quién lo hace? ¿Los nuestros o ellos? —dijo Laveolo.
—Creo que los vuestros —dijo Eric.
Laveolo suspiró.
—Sí, es típico de ellos —dijo. Se volvió hacia Elenor—. Los nuestros, quiero decir los míos, van a quemar la ciudad. Suena muy heroico —dijo—. Es la clase de cosa que les gusta hacer. Podría ser buena idea que vinierais con nosotros. Traed a los niños. ¿Por qué no lo hacéis como si fuera una excursión para toda la familia?
Eric se acercó la oreja de Rincewind a la boca.
—Es una broma, ¿verdad? —dijo—. No es realmente la hermosa Elenor. Me estáis tomando todos el pelo, ¿no?
—Siempre pasa lo mismo con estas mujeres de sangre caliente —dijo Rincewind—. A los treinta y cinco decaen un montón.
—Es culpa de comer tanta pasta —dijo el sargento.
—Pero yo he leído que era la más hermosa de…
—Ah, claro —dijo el sargento—. Si nos ponemos a ir leyendo…
—Lo que pasa —dijo Rincewind enseguida— es eso que llaman necesidad dramática. Nadie se va a interesar por una guerra librada por una mujer majilla o moderadamente atractiva si la luz es buena. ¿A que no?
Eric estaba casi llorando.
—Pero decía que su cara hizo zarpar un millar de naves…
—Eso es lo que se llama metáfora —dijo Rincewind.
—Mentira —le explicó el sargento amablemente.
—En todo caso, no tendrías que creer todo lo que dicen los Clásicos —añadió Rincewind—. Nunca comprueban los datos. Lo único que quieren es vender leyendas.
Laveolo, entretanto, estaba enzarzado en una bronca con Elenor.
—Muy bien, muy bien —dijo—. Quedaos si queréis. ¿A mí qué más me da? Venid, todos vosotros. Nos vamos. ¿Qué hace, soldado Arqueos?
—Estoy haciendo el caballito, señor —explicó el soldado.
—Es el señor Feo —dijo el niño, que llevaba puesto el casco del soldado Arqueos.
—Bueno, cuando haya terminado de hacer el caballito, encuéntrenos una lámpara de aceite. Me he hecho polvo las rodillas en ese túnel.
Tsort estaba en llamas. Todo el cielo en la dirección del Eje estaba rojo.
Rincewind y Eric lo contemplaban desde una roca de la playa.
—De todas maneras, no son torres de las macizas —dijo Eric al cabo de un rato—. No veo a ninguna saliendo de allí.
—Creo que eran torres macizas, de robustas —aventuró Rincewind mientras otra de las torres se derrumbaba, al rojo vivo, sobre las ruinas de la ciudad—. Y tampoco es verdad.
Se quedaron mirando un rato más en silencio y luego Eric dijo:
—Tiene gracia. La forma en que tropezaste con el Equipaje e hiciste caer la lámpara de aceite y todo eso.
—Sí —dijo Rincewind lacónicamente.
—Le hace a uno pensar que la historia siempre acaba encontrando una forma de seguir su curso.
—Sí.
—Y ha estado bien que tu Equipaje rescatara a todo el mundo.
—Sí.
—Tenía gracia con todos esos niños montados encima.
—Sí.
—Parece que todo el mundo ha quedado bastante contento.
Por lo menos ese era el caso de los ejércitos combatientes. Nadie se molestaba en preguntarles a los civiles, cuyo punto de vista sobre la guerra nunca era muy fiable. Entre los soldados, o al menos entre los soldados de cierto rango, todo eran palmadas en la espalda, anécdotas, intercambio jovial de escudos y el consenso general en que, entre incendios, asedios, armadas, caballos de madera y todo lo demás, había sido una guerra rematadamente buena. El ruido de los cantos arrancaba ecos por todo el mar oscuro como el vino.
—Escuchadlos —dijo Laveolo, saliendo de la oscuridad que rodeaba los barcos efebios varados—. Ahora vienen quince estribillos de «Desde Filodelfos a Heliodelifibodelfiboscromenos», ya veréis como sí. Pandilla de idiotas con el cerebro en los suspensorios.
Se sentó sobre una roca.
—Hijos de puta —dijo, apasionadamente.
—¿Crees que Elenor se lo podrá explicar todo a su novio?
—Me imagino que sí —dijo Laveolo—. Normalmente pueden.
—Pero es que se casó. Y tiene un montón de hijos —dijo Eric.
Laveolo se encogió de hombros. Clavó una mirada severa en Rincewind.
—Eh, tú, demonio —dijo—. Me gustaría hablar un momento en privado contigo.
Llevó a Rincewind hacia los barcos, caminando pesadamente por la arena húmeda como si estuviera cargado de preocupaciones.
—Me voy a casa esta noche, con la marea —dijo—. No tiene sentido quedarme por aquí ahora que se ha acabado la guerra y todo eso.
—Buena idea.
—Si hay algo que odio, son los viajes por mar —dijo Laveolo. Le dio un puntapié al barco más cercano—. Todos esos idiotas dando zancadas y gritando, ¿sabes? Que si tira de esto, que si baja lo otro, que si arría aquello. Y además, me mareo.
—A mí me pasa con las alturas —dijo Rincewind, comprensivo.
Laveolo dio otro puntapié al barco, obviamente en conflicto con algún problema emocional grave.
—La cuestión es —dijo en tono desconsolado—: no sabrás por casualidad si tengo algún problema para llegar a casa, ¿verdad?
—¿Qué?
—No son más que doscientos o trescientos kilómetros, no debería tardar mucho en llegar, ¿verdad? —dijo Laveolo, irradiando ansiedad como un faro.
—Oh —Rincewind miró a la cara del hombre.
«Diez años —pensó—. Y toda clase de episodios raros con comosellamen alados y monstruos marinos. Por otro lado, ¿acaso saberlo le iba a ayudar en algo?»
—Llegarás a casa sin problemas —dijo—. De hecho, eres famoso por ello. Hay leyendas enteras sobre tu regreso a casa.
—Buff —Laveolo se apoyó en el casco de un barco, se quitó el yelmo y se secó el sudor de la frente—. Eso me deja mucho más tranquilo, te lo aseguro. Tenía miedo de que los dioses me la tuvieran jugada.
Rincewind no dijo nada.
—Se cabrean un poco si vas por ahí teniendo ideas como caballos de madera y túneles —dijo Laveolo—. Son tradicionalistas, ya sabes. Prefieren que la gente simplemente se mate a tajos. A mí se me ocurrió, ya ves, que si podía enseñarle a la gente una forma más fácil de conseguir lo que querían a lo mejor dejaban de ser unos jodidos estúpidos.
De otro punto de la playa les llegó el sonido de voces masculinas cantando:
—… A Heliodelifilodelfiboscromenos / Vengo por toda la orilla / con la túnica remangada…
—Nunca funciona —dijo Rincewind.
—Tiene que valer la pena intentarlo, ¿no?
—Oh, sí.
Laveolo le dio una palmada en la espalda.
—Anímate —le dijo—. Las cosas solo pueden mejorar.
Caminaron hasta las olas oscuras donde estaba anclado el barco de Laveolo, y Rincewind lo vio meterse en el agua y subir a bordo. Al cabo de un rato acorullaron, o desacorullaron, o como se llame el momento en que hacen pasar los remos por los agujeros de los costados, y el barco se alejó lentamente por la bahía.
Unas voces llegaron flotando sobre la espuma.
—Dirija la parte puntiaguda hacia allí, sargento.
—¡Susórdenes, señor!
—Y no grite. ¿Acaso le he pedido que grite? ¿Por qué todos tienen que gritar? Ahora me voy abajo a tumbarme un rato.
Rincewind regresó caminando pesadamente por la playa.
—El problema —dijo—. Es que las cosas no mejoran nunca, lo único que hacen es seguir igual pero más. Pero a Laveolo no le van a faltar preocupaciones.
A su espalda, Eric se sonó la nariz.
—Es lo más triste que he oído nunca —dijo.
Al otro lado de la playa los ejércitos efebios y tsorteanos seguían cantando a pleno pulmón en torno a sus hogueras festivas.
—… Vengo deprisa y corriendo / Aunque me oprime el corsé…
—Vamos —dijo Rincewind—. Vámonos a casa.
—¿Sabes lo gracioso de su nombre? —dijo Eric mientras paseaban por la arena.
—No. ¿A qué te refieres?
—Laveolo significa «el que enjuaga los vientos» casi como tu nombre.
—¿Es mi antepasado? —dijo.
—¿Quién sabe? —dijo Eric.
—Oh. Caramba —Rincewind pensó en aquello—. Bueno, tendría que haberle dicho que no se casara. Y que no visitara Ankh-Morpork.
—Probablemente todavía no la han construido.
Rincewind intentó chasquear los dedos. Esta vez funcionó.
Astfgl se reclinó en su asiento. Se preguntó qué le pasaría a Laveolo.
Los dioses y demonios, como son criaturas ajenas al tiempo, no se mueven por él como burbujas en la corriente. Para ellos todo sucede al mismo tiempo. Eso debería querer decir que saben todo lo que va a pasar porque en cierto sentido ya ha pasado. La razón de que no lo sepan es que la realidad es un sitio muy grande donde pasan muchas cosas interesantes, y seguirles la pista a todas es como intentar usar un aparato de vídeo muy grande sin botón de pausa ni contador de avance de la cinta. Suele ser más fácil sentarse y esperar.
Un día tendría que levantarse y actuar.
Pero aquí y ahora, en la medida en que se podían usar aquellas palabras para referirse a una zona fuera del espacio y del tiempo, las cosas no marchaban bien. Eric parecía levísimamente más simpático, lo cual no era aceptable. También parecía haber cambiado el curso de la historia, aunque eso era imposible porque lo único que se podía hacer con el curso de la historia era facilitarlo.
Lo que hacía falta era algo que sirviera de clímax. Algo que realmente destruyera el alma.
El Rey de los Demonios descubrió que se estaba retorciendo los bigotes.
El problema de chasquear los dedos es que nunca sabes adónde te va a llevar.
Todo era negro alrededor de Rincewind. No era una simple ausencia de color. Era una oscuridad que negaba llanamente toda posibilidad de que alguna vez hubiera existido el color.
Sus pies no tocaban nada, parecía estar flotando. Y también faltaba algo más. No acababa de acertar qué era.
—¿Estás ahí, Eric? —aventuró.
Una voz clara y cercana dijo:
—Sí. ¿Estás aquí tú, demonio?
—Sí-i.
—¿Dónde estamos? ¿Estamos cayendo?
—Creo que no —dijo Rincewind, hablando por experiencia—. No hay viento veloz. Cuando caes notas un viento veloz. Y también te pasa la vida entera ante los ojos, y yo todavía no he visto nada que reconozca.