Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Lo cierto era que, tal como habían percibido hordas de reyes de los demonios, había un límite a las cosas que se le podía hacer a un alma con, por ejemplo, pinzas al rojo, porque incluso las almas más malignas y corruptas eran lo bastante listas como para darse cuenta de que al no estar ya unidas al cuerpo y sus terminaciones nerviosas concomitantes, no había ninguna razón real, más que la fuerza de la costumbre, por la cual tuvieran que sufrir ninguna agonía atroz. Así que no la sufrían. Los demonios continuaban con su trabajo de todas formas, ya que la estupidez ciega e inconsciente es parte de lo que comporta ser un demonio, pero como nadie sufría tampoco se lo pasaban muy bien y todo aquello resultaba absurdo. Siglos y siglos de absurdidad.

Astfgl había adoptado, sin ser consciente de lo que estaba haciendo, un método radicalmente nuevo.

Los demonios se pueden mover entre dimensiones, y así era como había encontrado los ingredientes básicos para un equivalente muy valioso del lago de sangre, por decirlo de alguna forma, para el alma. Aprended de los humanos, les dijo a los señores de los demonios. Aprended de los humanos. Es asombroso lo que se puede aprender de los humanos.

Tomad, por ejemplo, cierto tipo de hotel. Probablemente sea una versión inglesa de un hotel americano, pero gestionado con esa genialidad típica de los ingleses para coger algo americano y extraerle su único aspecto valioso, de forma que uno termina con comida rápida lenta, música country al estilo de Cornualles, y, bueno, este hotel.

Hoy se cierra pronto. La barra del bar no es más que una mesa recubierta con paneles de color pastel y una estúpida cubitera encima, colocada en una esquina, y no abrirá hasta dentro de muchas horas. Luego añadimos la lluvia y hacemos que el único canal que se coja en la tele sea, tal vez, el Channel Four galés, mostrando su habitual bucle infinito del Eisteddfod de Dyosgsaw-y-Dwondy. Y solamente hay un libro en todo el hotel, olvidado por una víctima anterior. Es uno de esos libros donde el nombre del autor figura en la portada en letras doradas en relieve mucho más grandes que el título, y probablemente también tiene una rosa y una bala. Faltan la mitad de las páginas.

Y en el único cine del pueblo pasa algo con subtítulos y paraguas franceses.

Luego detenemos el tiempo pero no la experiencia, de forma que parezca que la pelusa de la moqueta se está hinchando hasta llenar el cerebro y la boca empiece a saber a dentadura postiza rancia.

Y hacemos que eso dure para siempre. Eso es más tiempo todavía del que falta para que abran.

Y entonces lo destilamos.

Por supuesto, al Mundodisco le faltan bastantes de los elementos mencionados más arriba, pero el aburrimiento es universal y en el Infierno Astfgl había conseguido una modalidad bastante elevada de aburrimiento, que es el aburrimiento que a) te está costando dinero, y b) está teniendo lugar mientras deberías estar pasándotelo bien.

Las cavernas que se abrían ante Rincewind estaban llenas de niebla y de elegantes mamparas. De vez en cuando surgían gritos de hastío de entre las macetas, pero principalmente había el terrible silencio abrumador del cerebro humano siendo reducido a queso cremoso desde dentro.

—No lo entiendo —dijo Eric—. ¿Dónde están los hornos? ¿Dónde están las llamas? ¿Dónde —añadió, esperanzado— están los súcubos?

Rincewind echó un vistazo al objeto en exposición más cercano.

Un demonio desconsolado, cuya insignia proclamaba que era Azaremoth, el Hedor del Aliento de Perro, y además le deseaba al lector que tuviera un buen día, estaba sentado al borde de un foso poco profundo en cuyo interior había un hombre despatarrado y encadenado a una roca.

A su lado había posado un pájaro de aspecto muy fatigado. A Rincewind le había parecido que el loro de Eric tenía mala pinta, pero estaba claro que este otro pájaro había tenido una vida dura de verdad. Daba la impresión de que primero lo habían desplumado y luego le habían vuelto a clavar las plumas.

La curiosidad venció la cobardía habitual de Rincewind.

—¿Qué está pasando? —dijo—. ¿Qué le están haciendo?

El demonio dejó de dar golpecitos con los talones en el borde del foso. No se le ocurrió cuestionar la presencia de Rincewind. Dio por sentado que no estaría allí a menos que tuviera derecho a estar. La alternativa era impensable.

—No sé qué ha hecho —dijo—, pero cuando yo llegué su castigo era estar encadenado a esa roca y cada día bajaba un águila y le arrancaba el hígado a picotazos. Era un clásico de por aquí.

—Ahora ya no parece que le esté atacando —dijo Rincewind.

—No. Todo ha cambiado. Ahora el águila baja volando todos los días y le habla de su operación de hernia. Y resulta eficaz, te lo aseguro —dijo el demonio en tono triste—. Pero no es lo que yo personalmente llamaría tortura.

Rincewind se dio la vuelta, pero no antes de vislumbrar la expresión de agonía terminal en la cara de la víctima. Era terrible.

Y sin embargo, aquello no era lo peor. En el foso de al lado a varias personas encadenadas y quejumbrosas les estaban enseñando una serie de pinturas. Un demonio delante de ellos les estaba leyendo un texto.

—… Ésta es de cuando estuvimos en el Quinto Círculo, lo que pasa es que no se ve el sitio donde estábamos alojados, quedaba un poco más a la izquierda. Y ésta es aquella pareja tan graciosa a la que conocimos, no os lo creeríais nunca, vivían en los Llanos Helados de la Condenación, justo al lado de…

Eric miró a Rincewind.

—¿Les está enseñando cuadros de sus vacaciones? —dijo.

Los dos se encogieron de hombros y se alejaron, negando con la cabeza.

Luego vieron un montículo. Al pie del mismo había un hombre esposado, con la cabeza desesperada apoyada en las manos. A su lado había un demonio verde bajo y rechoncho, casi desfallecido bajo el peso de un libro enorme.

—He oído hablar de éste —dijo Eric—. Un tipo que desafió a los dioses o algo parecido. Tiene que estar todo el tiempo empujando esa roca colina arriba aunque la roca no para de caerse rodando…

El demonio levantó la vista.

—Pero primero —trinó— tiene que escuchar las Regulaciones de Insalubridad e Inseguridad sobre el Levantamiento y Transporte de Objetos Pesados.

De hecho, el volumen 93 de las Apostillas. Las regulaciones en sí ocupaban 1.440 volúmenes más. Y eso solamente era la Primera Parte.

A Rincewind siempre le había gustado el aburrimiento y lo había anhelado aunque solamente fuera por su valor como rareza. Siempre le había parecido que los únicos momentos en su vida en que no le estaban persiguiendo, encarcelando o aporreando eran cuando lo estaban tirando desde lo alto de los sitios, y aunque caer desde las alturas acababa resultando bastante repetitivo, no contaba realmente como «aburrido». El único período que podía recordar con cierto cariño fue su breve período como ayudante de bibliotecario en la Universidad Invisible, donde no había gran cosa que hacer más que leer libros, asegurarse de que no se interrumpía el suministro de plátanos del Bibliotecario y, en contadas ocasiones, ayudarlo con un grimorio particularmente recalcitrante.

Ahora se daba cuenta de qué era lo que hacía tan atractivo al aburrimiento. Era el convencimiento de que a la misma vuelta de la esquina estaban pasando cosas peores, peligrosamente excitantes, y que tú estabas bien lejos de ellas. Para que el aburrimiento fuera agradable, tenía que haber algo con que compararlo.

Mientras que esto era puro aburrimiento encima de más aburrimiento, acumulándose hasta convertirse en un enorme y aplastante mazo que paralizaba todo pensamiento y experiencia y machacaba la eternidad hasta convertirla en algo parecido a la franela.

—Esto es espantoso —dijo.

El hombre encadenado levantó una cara demacrada.

—¿A mí me lo dices? —dijo—. A mí me gustaba empujar la roca colina arriba. Te podías parar a charlar un rato, ver lo que pasaba por ahí, podías agarrarla de formas distintas y todo eso. Yo era un poco una atracción turística, la gente me señalaba con el dedo. No diría yo que era divertido, pero le daba un sentido a tu otra vida.

—Y yo le ayudaba —dijo el demonio, con la voz cargada de indignación malhumorada—. Te echaba un poco una mano a veces, ¿no? Le contaba los chismes y todo eso. Le animaba un poco cuando la roca rodaba colina abajo. Decía cosas como «coño, ahí cae otra vez la puta» y él contestaba «la madre que la parió». Nos lo pasábamos bien, ¿verdad? Qué tiempos aquellos —se sonó la nariz.

Rincewind tosió.

—Esto ya es demasiado —dijo el demonio—. En los viejos tiempos éramos felices. No hacíamos mucho daño a nadie y bueno, estábamos todos juntos.

—Eso es —dijo el hombre encadenado—. Uno sabía que si no se metía en problemas tenía una posibilidad de salir algún día. ¿Sabéis que una vez por semana tengo que parar para tomar lecciones de trabajos artesanales?

—Eso tiene que estar bien —dijo Rincewind en tono incierto.

El hombre entrecerró los ojos:

—¿Cestería? —dijo.

—Llevo dieciocho milenios aquí, desde que era un simple diablillo —gruñó el demonio—. Aprendí el oficio. Dieciocho mil putos años detrás del tridente y ahora esto. Leer un…

Un estruendo resonó por todo el Infierno.

—Ay, ay —dijo el demonio—. Parece que Él ha vuelto. Y parece furioso. Mejor será que volvamos al trabajo.

Y ciertamente, por todos los círculos del Hades, los demonios y los condenados se pusieron a gemir al unísono y volvieron a sus infiernos privados.

El hombre encadenado se puso a sudar.

—Escucha, Vizzimuth —dijo—. ¿No podríamos saltarnos aunque fuera un párrafo o dos…?

—Es mi trabajo —dijo el demonio desconsoladamente—. Ya sabes que Él lo comprueba, no me pagan lo bastante para esto… —su voz se apagó, miró a Rincewind con una mueca triste y le dio unos golpecitos cariñosos con una garra a la figura sollozante.

»Te diré qué haremos —dijo en tono amable—. Me saltaré algunas de las subcláusulas.

Rincewind cogió a Eric por un hombro.

—Mejor será que sigamos adelante —dijo en voz baja.

—Esto es verdaderamente espantoso —dijo Eric mientras se alejaban—. Le da mala fama a la maldad.

—Hum —dijo Rincewind. No le gustaba cómo sonaba aquello de que Él había vuelto y Él estaba furioso. Siempre que alguien lo bastante importante como para merecer las mayúsculas estaba furioso en las inmediaciones de Rincewind, solía estar furioso con él—. Si sabes tantas cosas sobre este sitio —dijo—, ¿no te acordarás también de cómo se sale?

Eric se rascó la cabeza.

—Ayuda si uno de los que quieren salir es una chica —dijo—. De acuerdo con la mitología efebia, hay una chica que baja aquí todos los inviernos.

—¿Para no pasar frío?

—Creo que la historia dice que en realidad es ella la que crea el invierno, o algo así.

—He conocido mujeres así —dijo Rincewind, asintiendo con expresión docta.

—O también ayuda si tienes una lira, creo.

—Ah —dijo Rincewind. Lo pensó un momento y añadió—: ¿Para largarte con la música a otra parte o algo así?

—Había que encandilar a alguien tocándola —dijo Eric en tono paciente—. Da igual.

—Ah.

—Y… y… cuando te estás marchando, si miras atrás… Creo que las granadas tienen algo que ver… o… o quizá te conviertes en un bloque de madera.

—Yo nunca miro atrás —dijo Rincewind con firmeza—. Una de las primeras reglas de salir corriendo es que nunca hay que mirar atrás.

Se oyó un rugido detrás de ellos.

—Sobre todo cuando uno oye ruidos estridentes —continuó Rincewind—. Cuando se trata de cobardía, eso es lo que distingue a los hombres de los borregos. Hay que echar a correr sin pensárselo —se agarró los faldones de la túnica.

Y corrieron y corrieron, hasta que una voz familiar dijo:

—¡Ha de ahí abajo, camaradas! ¡Subid! Es maravilloso la de viejos amigos que uno encuentra por aquí.

Y otra voz dijo:

—¿Comosellame? ¿Comosellame?

—¡¿Dónde están?!

Los sub-señores del Infierno temblaron. Aquello iba a ser espantoso. Podía incluso resultar en un memorando.

—No se pueden haber escapado —bramó Astfgl—. Están por aquí, en alguna parte. ¿Por qué no podéis encontrarlos? ¿Acaso estoy rodeado no solamente de idiotas sino también de incompetentes?

—Mi señor…

Los príncipes de los demonios se giraron.

El que acababa de hablar era el duque Vassenego, uno de los demonios más viejos. Nadie sabía su edad exacta. Pero si no había inventado personalmente el pecado original, por lo menos había hecho una de las primeras copias. En términos de iniciativa pura y zorrería podría haber pasado por humano, y de hecho solía adoptar la forma de un abogado anciano y más bien tristón con un águila en algún punto de su árbol genealógico.

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