Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

—¿Dónde estamos? —dijo Rincewind.

Varias bocas sonrieron:

—¡Arredraos, mortales!

—Yo me he lavado antes de salir de casa —dijo Eric—. Pero es que nos ha pasado de todo…

—¡Postraos y humillaos, mortales! —se corrigió a sí mismo el demonio—. Porque estáis condenados a una eternidad de… —se detuvo y soltó un gemido.

«Habrá un período de terapia correctiva —se corrigió a sí mismo de nuevo, escupiendo bilis con cada palabra— que confiamos sea lo más instructivo y ameno posible, con la debida atención a los derechos de ustedes, los clientes. Miró a Rincewind con varios ojos.

—Temible, ¿no? —dijo con una voz más normal—. No me culpéis a mí. Si de mí dependiera, soltaría el viejo rollo de las cosas candentes por donde ya sabéis, tut suit.

—Esto es el Infierno, ¿verdad? —dijo Eric—. He visto dibujos.

—Ahí es donde estáis —dijo el demonio en tono lastimero. Se sentó, o por lo menos se dobló de alguna forma complicada—. Servicio personal, eso es lo que había antes. La gente sentía que nos interesábamos por ellos, que no eran simples números sino, bueno, víctimas. Teníamos una tradición de servicio. Pero a él le trae sin cuidado. Y bueno, ¿por qué os estoy contando mis problemas? Como si no tuvierais bastante vosotros, con eso de estar muertos y estar aquí. No sois músicos, ¿verdad?

—En realidad ni siquiera estamos mue… —empezó a decir Rincewind. El demonio no le hizo caso, sino que se puso de pie y empezó a caminar lenta y pesadamente por el pasillo húmedo, haciéndoles señales para que lo siguieran.

—Si fuerais músicos ibais a odiar este sitio. O sea, a odiarlo más. De las paredes sale música todo el día, bueno, lo que él llama música, yo no tengo nada contra una buena canción, en serio, algo que se pueda gritar y todo eso, pero este no es el caso, o sea, yo tengo entendido que nosotros teníamos todas las mejores canciones, así que ¿por qué tenemos que aguantar esto que suena como si alguien se hubiera dejado encendido el piano y se hubiera marchado?

—De hecho…

—Y luego están las macetas con plantas. No me malinterpretéis, me gusta ver un poco de verde por aquí. Pero algunos de los chicos dicen que estas plantas no son de verdad, y lo que yo digo es que tienen que serlo, porque nadie que estuviera bien de la cabeza haría una planta que pareciera cuero de color verde oscuro y oliera a perezoso muerto. Y él dice que le dan al sitio un aire abierto y amistoso. ¡Un aire abierto y amistoso! He visto a buenos jardineros derrumbarse y llorar. Os lo juro, me decían que cualquier cosa que les hiciéramos después les parecía una mejora.

—Todavía no nos hemos… —dijo Rincewind, intentando embutir las palabras en alguna pausa del discurso monótono e interminable de aquella cosa, pero no fue lo bastante rápido.

—La máquina del café, eso sí, la máquina del café es buena, os lo aseguro. Antes solamente ahogábamos a la gente en lagos de pis de gato, no les hacíamos comprarlo a la taza.

—¡No estamos muertos! —gritó Eric.

Urglefloggah se detuvo, tembloroso.

—Claro que estáis muertos —dijo—. Si no, no estaríais aquí. No me imagino a gente viva bajando aquí. No durarían ni cinco minutos —abrió varias de sus bocas, mostrando un amplio surtido de colmillos—. Jua, jua —añadió—. Si yo pillara a alguien vivo por aquí…

No era por nada que Rincewind había sobrevivido durante años en medio de las complejidades paranoicas de la Universidad Invisible. Se sentía casi como en su casa. Sus reflejos funcionaron con una precisión increíble.

—¿O sea que no te lo han dicho? —dijo.

Era difícil saber si la expresión de Urglefloggah cambió, aunque solamente fuera porque era difícil saber qué parte de aquella cosa era su expresión, pero ciertamente proyectó un aire familiar de incerteza súbita y resentida.

—¿Decirme qué? —dijo.

Rincewind miró a Eric.

—Pues deberían avisar a la gente, ¿no?

—¿Avisar de q… ? ¡Argggg! —dijo Eric, agarrándose el tobillo.

—Así es la administración de empresas moderna —dijo Rincewind, con la cara irradiando ultraje—. Van y hacen un montón de cambios, lo reorganizan todo, ¿y acaso consultan a la gente que constituye el mismo esqueleto…?

—… Exoesqueleto… —corrigió el demonio.

—… ¿O cualquier otra estructura calcárea o quitinosa de la organización? —terminó Rincewind sin perder aplomo.

Se quedo esperando lo que sabía que vendría a continuación.

—Ah, no, ellos no —dijo Urglefloggah—. Están demasiado ocupados poniendo letreros.

—Me parece una actitud repulsiva —dijo Rincewind.

—¿Sabéis —dijo Urglefloggah— que no me dejaron entrar en las vacaciones del Club 18.000-30.000? Me dijeron que era demasiado mayor. Que les iba a estropear la diversión.

—¿Adónde va a ir a parar el submundo? —dijo Rincewind en tono comprensivo.

—Nunca vienen aquí abajo, ¿sabéis? —dijo el demonio, alicaído—. Nunca me avisan de nada. ¡Ah, sí, muy importante, vigilar la puta puerta, eso sí que es importante, pues no me lo parece!

—Mira —dijo Rincewind—. ¿Quieres que hable con ellos?

—Todo el tiempo aquí abajo, recibiendo a los que llegan…

—¿No querrías que habláramos con alguien? —dijo Rincewind.

El demonio se sorbió varias narices al mismo tiempo.

—¿No os importaría? —dijo.

—No, me encantaría —dijo Rincewind.

Urglefloggah se animó un poco, pero no demasiado, por si acaso.

—No puede hacer daño a nadie, ¿no? —dijo.

Rincewind hizo acopio de valor y le dio unas palmaditas a la cosa en el sitio que confió fervientemente que fuera la espalda.

—Tú no te preocupes —dijo.

—Muy amable.

Rincewind miró a Eric por encima de la mole temblorosa.

—Es hora de irnos —dijo—. No vayamos a llegar tarde a nuestra cita —le hizo señas frenéticas por encima de la cabeza del demonio.

Eric sonrió.

—Sí, claro, la cita —dijo.

Subieron por el amplio pasillo.

Eric soltó una risita histérica.

—Ahora es cuando corremos, ¿no? —dijo.

—Ahora es cuando caminamos —dijo Rincewind—. Solamente caminamos. Lo importante es fingir despreocupación. Y esperar al momento preciso para cada cosa.

Miró a Eric.

Eric lo miró a él.

Detrás de ellos, Urglefloggah hizo un ruido como de «acabo de entenderlo».

—¿Como ahora? —dijo Eric.

—Ahora está bien, sí.

Echaron a correr.

El infierno no era lo que Rincewind se esperaba, aunque había señales de lo que fue alguna vez: escoria de hornos en las paredes, una quemadura muy fea en el techo. Y hacía calor, esa clase de calor que se consigue hirviendo aire dentro de un horno durante años.

El infierno, tal como se ha sugerido, son los demás.

Esto siempre ha resultado sorprendente para muchos demonios en activo, que siempre habían creído que el infierno era clavarle cosas afiladas a la gente, empujarlos a lagos de sangre y esas cosas.

Esto es porque los demonios, como la mayoría de la gente, no consiguen distinguir entre cuerpo y alma.

Lo cierto era que, tal como habían percibido hordas de reyes de los demonios, había un límite a las cosas que se le podía hacer a un alma con, por ejemplo, pinzas al rojo, porque incluso las almas más malignas y corruptas eran lo bastante listas como para darse cuenta de que al no estar ya unidas al cuerpo y sus terminaciones nerviosas concomitantes, no había ninguna razón real, más que la fuerza de la costumbre, por la cual tuvieran que sufrir ninguna agonía atroz. Así que no la sufrían. Los demonios continuaban con su trabajo de todas formas, ya que la estupidez ciega e inconsciente es parte de lo que comporta ser un demonio, pero como nadie sufría tampoco se lo pasaban muy bien y todo aquello resultaba absurdo. Siglos y siglos de absurdidad.

Astfgl había adoptado, sin ser consciente de lo que estaba haciendo, un método radicalmente nuevo.

Los demonios se pueden mover entre dimensiones, y así era como había encontrado los ingredientes básicos para un equivalente muy valioso del lago de sangre, por decirlo de alguna forma, para el alma. Aprended de los humanos, les dijo a los señores de los demonios. Aprended de los humanos. Es asombroso lo que se puede aprender de los humanos.

Tomad, por ejemplo, cierto tipo de hotel. Probablemente sea una versión inglesa de un hotel americano, pero gestionado con esa genialidad típica de los ingleses para coger algo americano y extraerle su único aspecto valioso, de forma que uno termina con comida rápida lenta, música country al estilo de Cornualles, y, bueno, este hotel.

Hoy se cierra pronto. La barra del bar no es más que una mesa recubierta con paneles de color pastel y una estúpida cubitera encima, colocada en una esquina, y no abrirá hasta dentro de muchas horas. Luego añadimos la lluvia y hacemos que el único canal que se coja en la tele sea, tal vez, el Channel Four galés, mostrando su habitual bucle infinito del Eisteddfod de Dyosgsaw-y-Dwondy. Y solamente hay un libro en todo el hotel, olvidado por una víctima anterior. Es uno de esos libros donde el nombre del autor figura en la portada en letras doradas en relieve mucho más grandes que el título, y probablemente también tiene una rosa y una bala. Faltan la mitad de las páginas.

Y en el único cine del pueblo pasa algo con subtítulos y paraguas franceses.

Luego detenemos el tiempo pero no la experiencia, de forma que parezca que la pelusa de la moqueta se está hinchando hasta llenar el cerebro y la boca empiece a saber a dentadura postiza rancia.

Y hacemos que eso dure para siempre. Eso es más tiempo todavía del que falta para que abran.

Y entonces lo destilamos.

Por supuesto, al Mundodisco le faltan bastantes de los elementos mencionados más arriba, pero el aburrimiento es universal y en el Infierno Astfgl había conseguido una modalidad bastante elevada de aburrimiento, que es el aburrimiento que a) te está costando dinero, y b) está teniendo lugar mientras deberías estar pasándotelo bien.

Las cavernas que se abrían ante Rincewind estaban llenas de niebla y de elegantes mamparas. De vez en cuando surgían gritos de hastío de entre las macetas, pero principalmente había el terrible silencio abrumador del cerebro humano siendo reducido a queso cremoso desde dentro.

—No lo entiendo —dijo Eric—. ¿Dónde están los hornos? ¿Dónde están las llamas? ¿Dónde —añadió, esperanzado— están los súcubos?

Rincewind echó un vistazo al objeto en exposición más cercano.

Un demonio desconsolado, cuya insignia proclamaba que era Azaremoth, el Hedor del Aliento de Perro, y además le deseaba al lector que tuviera un buen día, estaba sentado al borde de un foso poco profundo en cuyo interior había un hombre despatarrado y encadenado a una roca.

A su lado había posado un pájaro de aspecto muy fatigado. A Rincewind le había parecido que el loro de Eric tenía mala pinta, pero estaba claro que este otro pájaro había tenido una vida dura de verdad. Daba la impresión de que primero lo habían desplumado y luego le habían vuelto a clavar las plumas.

La curiosidad venció la cobardía habitual de Rincewind.

—¿Qué está pasando? —dijo—. ¿Qué le están haciendo?

El demonio dejó de dar golpecitos con los talones en el borde del foso. No se le ocurrió cuestionar la presencia de Rincewind. Dio por sentado que no estaría allí a menos que tuviera derecho a estar. La alternativa era impensable.

—No sé qué ha hecho —dijo—, pero cuando yo llegué su castigo era estar encadenado a esa roca y cada día bajaba un águila y le arrancaba el hígado a picotazos. Era un clásico de por aquí.

—Ahora ya no parece que le esté atacando —dijo Rincewind.

—No. Todo ha cambiado. Ahora el águila baja volando todos los días y le habla de su operación de hernia. Y resulta eficaz, te lo aseguro —dijo el demonio en tono triste—. Pero no es lo que yo personalmente llamaría tortura.

Rincewind se dio la vuelta, pero no antes de vislumbrar la expresión de agonía terminal en la cara de la víctima. Era terrible.

Y sin embargo, aquello no era lo peor. En el foso de al lado a varias personas encadenadas y quejumbrosas les estaban enseñando una serie de pinturas. Un demonio delante de ellos les estaba leyendo un texto.

Autore(a)s: