Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

—Te lo ha dicho —dijo el loro, cabeza abajo y meciéndose hacia delante y hacia atrás—. Pero tú no quieres comosellame. Te tiene cogido de los comosellamen.

—¡Pero solamente tendría que funcionar con demonios!

—Ah —dijo el loro, cogiendo el impulso suficiente para ponerse derecho otra vez y estabilizarse en esa posición con los muñones de lo que alguna vez fueron alas—. Pero tiene sentido, ¿no? Si entras por una puerta que dice «Comosellamen», es normal que se te trate como a un comosellame, ¿no? Quiero decir, como a un demonio. Que estés sometido a todas las normas y los comosellamen. Mala suerte, chico.

—Pero tú sí que sabes que soy un mago, ¿verdad?

El loro soltó un graznido.

—Yo los he visto, colega. A los comosellamen de verdad. Algunos de los que han pasado por aquí te pondrían las plumas de punta. Unos comosellamen enormes y feroces, con escamas. Se tardaba semanas en quitar el hollín de las paredes —añadió, en tono aprobatorio—. Eso era en la época de su abuelo, claro. Al chavalín no se le da nada bien. Hasta ahora. Y eso que es listo. La culpa es de los comosellamen, de los padres. Dinero nuevo, ya sabes. Empresarios vinícolas. Lo tienen consentido, le dejan jugar con los trastos viejos de su comosellame. «Oh, es un chaval muy inteligente, siempre está con un libro» —los imitó el loro—. Nunca le han dado ninguna de las cosas que realmente necesita un comosellame sensible en edad de crecimiento, en mi opinión.

—¿Como qué? ¿Amor y orientación?

—Yo estaba pensando en un buen comosellame, coño, un azote.

Rincewind se agarró la cabeza dolorida. Si los demonios tenían que pasar por aquello todo el tiempo, no era de extrañar que estuvieran siempre tan cabreados.

—Lorito boniiito —dijo el loro en tono distraído, más o menos como un humano diría «ejem» o «como iba diciendo», y continuó—: Su abuelo sí que tenía dedicación. A eso y a las palomas…

—Las palomas —dijo Rincewind.

—Aunque tampoco se le daba muy bien. Más bien iba probando a ver qué le salía.

—Pensé que habías mencionado demonios enormes y con…

—Oh, sí. Pero es que eso no era lo que buscaba. Él intentaba conjurar un súcubo. —Debería resultar imposible sonreír con expresión lasciva cuando uno solamente tenía un pico, pero el loro lo consiguió—. Se trata de un demonio femenino que llega en plena noche y te hace el comosellame de forma loca y apasionad…

—He oído hablar de ellos —dijo Rincewind—. Son cosas muy jodidas y peligrosas.

El loro movió la cabeza a un lado.

—Nunca le salió. Lo único que consiguió fue un neuralgiador.

—¿Eso qué es?

—Un demonio que viene y te da dolor de cabeza.

Los demonios han existido en el Mundodisco durante al menos tanto tiempo como los dioses, a los que se parecen bastante en muchos sentidos. La diferencia es básicamente la misma que hay entre terroristas y revolucionarios.

La mayoría de los demonios ocupan una dimensión espaciosa cercana a la realidad, decorada tradicionalmente con sombras de llamas y mantenida a temperatura de asado. No es que nada de eso sea necesario, pero si algo son los demonios comunes, son tradicionalistas.

En el centro del infierno, alzándose majestuosa en medio de un lago de sucedáneo de lava y con unas vistas incomparables de los Ocho Círculos, está la ciudad de Pandemónium.[5] Y de momento, hacía honor a su nombre.

Astfgl, el nuevo Rey de los Demonios, estaba furioso. No solamente porque se hubiera vuelto a estropear el aire acondicionado, no porque se sintiera rodeado de idiotas y conspiradores por todas partes, ni siquiera porque todavía nadie hubiera aprendido a pronunciar bien su nombre, sino también porque le acababan de dar una mala noticia. El demonio al que le había tocado por sorteo dársela estaba encogido de miedo delante de su trono con el rabo entre las piernas. Tenía un miedo inmortal de que muy pronto le fuera a suceder algo maravilloso.[6]

—¿Que ha hecho qué? —dijo Astfgl.

—Ejem, se ha abierto, oh señor. El círculo de Pseudópolis.

—Ah, ese chaval tan listo. Tenemos grandes esperanzas puestas en él.

—Esto… y luego se ha vuelto a cerrar. —El demonio cerró los ojos.

—¿Y quién ha pasado al otro lado?

—Esto… —El demonio miró a sus colegas, apelotonados en la otra punta de la sala del trono, que tenía un kilómetro y medio de largo.

—Te he preguntado quién ha pasado al otro lado.

—Pues la verdad, oh señor…

—¿Sí?

—No lo sabemos. Alguien.

—¿Acaso no di órdenes para que cuando el chaval tuviera éxito se materializara ante él el duque Vassenego y le ofreciera placeres prohibidos y goces oscuros para doblegarlo y someterlo a Nuestra voluntad?

El Rey gruñó. El problema de ser malvado, tal como se había visto obligado a admitir, era que los demonios no tenían unas mentes muy innovadoras y necesitaban de veras la chispa del ingenio humano. Y él había estado muy pendiente de Eric Thursley, cuya variante personal de idiotez superinteligente era una extraña delicia. El infierno necesitaba gente egocéntrica y horriblemente inteligente como Eric. Se les daba mucho mejor ser desagradables que a los demonios.

—Ciertamente, señor —dijo el demonio—. Y el duque lleva años ahí esperando a ser convocado, eludiendo todas las demás tentaciones, estudiando de forma paciente y dedicada el mundo de los hombres…

—¿Y dónde estaba entonces?

—Ejem. La llamada de la sobrenaturaleza, señor —farfulló el demonio—. No se había ausentado ni dos minutos y…

—¿Y alguien pasó al otro lado?

—Estamos intentando enterarnos…

La paciencia de lord Astfgl, que ya de por sí tenía la misma resistencia a la tensión que la masilla, se quebró en aquel momento. Aquello era la gota que colmaba el vaso. Tenía la clase de súbditos que decían «enterarnos» en lugar de «discernir». La condenación era demasiado buena para ellos.

—Sal de aquí —susurró—. Y ya me encargaré de que tengas una mención de honor por este…

—¡No, amo, os lo suplico…!

—¡Fuera!

El Rey recorrió pisando fuerte los pasillos resplandecientes hasta sus aposentos privados.

Sus predecesores habían llevado pezuñas de bestia y patas traseras peludas. Lord Astfgl había rechazado de plano todas aquellas cosas. Afirmaba que aquellos hijos de puta estirados de Dunmanifestin no se iban a tomar en serio a nadie cuyo trasero se pasara todo el tiempo rumiando, así que se decidió por una capa roja de seda, unos leotardos carmesíes, una capucha con dos cuernecillos bastante sofisticados y un tridente. Al tridente no paraba de caérsele la punta, pero a él le parecía que era la clase de atuendo con el que se podía tomar en serio a un rey demoníaco…

En la frescura de sus aposentos —oh, por todos los dioses, o mejor dicho, no por todos los dioses, le había costado una eternidad conseguir que se aplicaran unos estándares mínimamente civilizados, sus predecesores se habían contentado con deambular de un lado para otro tentando a la gente, nunca habían oído hablar del estrés ejecutivo— quitó con cuidado la tela que cubría el Espejo de las Almas y lo vio cobrar vida con un parpadeo.

Tenía la superficie negra y fría rodeada de un marco ornamentado del que no paraban de elevarse volutas de humo grasiento.

«¿Su deseo, amo?», dijo.

—Muéstrame los acontecimientos de la última hora en el portal de Pseudópolis —dijo el Rey, y se acomodó para mirar.

Al cabo de un rato fue a buscar el nombre «Rincewind» en el archivador que acababa de hacerse instalar, reemplazando los vetustos libros de contabilidad penosamente encuadernados que había antes. El sistema todavía necesitaba pulirse un poco, sin embargo, ya que los perplejos demonios lo archivaban todo en la G de Gente.

Luego se sentó a mirar las imágenes parpadeantes y jugueteó distraído con las cosas que tenía en el escritorio para calmarse los nervios.

Tenía un montón de objetos de escritorio: cuadernos con sujetapapeles magnéticos, chismes prácticos para colocar los bolígrafos y aquellos blocs pequeñitos que siempre iban tan bien. Unas estatuillas increíblemente graciosas con eslóganes del tipo «Tú eres el jefe» y pequeñas bolitas metálicas y espirales operadas por una especie de movimiento perpetuo artificial y efímero. Nadie que mirara aquel escritorio podía albergar dudas acerca del hecho de que estaban objetiva y verdaderamente condenados.

—Ya veo —dijo lord Astfgl, poniendo una serie de bolitas brillantes en movimiento con un golpecito de una garra.

No recordaba a ningún demonio llamado Rincewind. Por otra parte, había millones de aquellas criaturas lamentables, atiborrando el infierno sin orden ni concierto, y él todavía no había tenido tiempo de llevar a cabo un censo como era debido y retirar a los que no eran necesarios. Aquel parecía tener menos apéndices y más vocales en su nombre que la mayoría. Pero tenía que ser un demonio.

Vassenego era un viejo tonto y arrogante, uno de los demonios más ancianos, que sonreían y lo despreciaban y no acababan de obedecer sus órdenes solamente porque el Rey había trabajado duro durante milenios para llegar desde sus humildes comienzos hasta donde estaba ahora. No le extrañaría nada que aquel viejo diablo hubiera causado todo aquello a propósito, por hacerle un desprecio.

Bueno, tendría que encargarse de aquello más adelante. Mandarle un memorando o algo así. Ahora ya era demasiado tarde para hacer nada. Tendría que involucrarse personalmente. Eric Thursley era un candidato demasiado bueno para dejarlo escapar. Si conseguía a Eric Thursley los dioses se iban a enfadar de verdad.

¡Los dioses! ¡Cómo odiaba a los dioses! Los odiaba más todavía de lo que odiaba a la vieja guardia como Vassenego, más de lo que odiaba a los humanos. La semana anterior había celebrado una pequeña soirée, se había esmerado mucho en ella, había querido demostrar que estaba dispuesto a considerar lo pasado pasado y a trabajar junto con ellos por un universo nuevo, mejor y más eficaz. Lo había llamado una fiesta «¡Vamos a conocernos!». Había habido pinchos de salchicha y todo. Se había esforzado al máximo porque resultara agradable.

Ellos ni siquiera se molestaron en contestar las invitaciones. Y eso que él se había preocupado especialmente de ponerles un SRC.

—¿Demonio?

Eric se asomó al otro lado de la puerta.

—¿Cuál es tu forma actual? —dijo.

—Bastante mala forma —dijo Rincewind.

—Te he traído comida. Tú comes, ¿no?

Rincewind probó un poco. Era un tazón de cereales, frutos secos y pasas. No tenía ningún problema con nada de todo aquello. Simplemente ocurría que, en alguna fase de la preparación, algo parecía haber llevado a cabo sobre aquellos ingredientes inocentes el mismo proceso que sufre una estrella de neutrones bajo un millón de gravedades. Si te morías al comer algo como aquello no te tenían que enterrar, solamente necesitaban tirarte en algún sitio donde el suelo fuera blando.

Consiguió tragárselo. No resultó difícil. Lo complicado habría sido evitar que fuera hacia abajo.

—Delicioso —dijo, atragantándose.

El loro hizo una imitación espléndida de alguien vomitando.

—He decidido dejarte ir —dijo Eric—. Retenerte no tiene mucho sentido, ¿verdad?

—En absoluto.

—¿No tienes poderes de ninguna clase?

—Lo siento. Un fracaso total.

—Ahora que me fijo, no tienes un aspecto muy demoníaco —dijo Eric.

—Nunca lo tienen. No se puede confiar en estos comosellamen —se rió el loro. Volvió a perder el equilibrio—. Lorito boniiito —dijo, cabeza abajo.

Rincewind se dio la vuelta.

—¡Tú no te metas, pajarraco!

Detrás de ellos se oyó un ruido, como si el universo estuviera carraspeando. Las marcas de tiza del círculo mágico brillaron terriblemente durante un instante, se convirtieron en líneas de fuego sobre los tablones desgastados y por fin algo se materializó en medio del aire y cayó pesadamente al suelo.

Era un baúl grande, con remaches metálicos. Había caído sobre su tapa curvada. Al cabo de un momento empezó a mecerse violentamente, luego extendió varios centenares de piernecitas rosadas y haciendo un esfuerzo considerable consiguió darse la vuelta.

Entonces giró hasta mirarlos a ellos. Resultaba todavía más desconcertante porque les estaba clavando la mirada sin tener ojos con que hacerlo.

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