Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Eric fue el primero en moverse. Agarró la espada mágica de fabricación casera, que se combó como una loca.

—¡Sí que eres un demonio! —dijo—. ¡Casi te creí cuando me dijiste que no lo eras!

—¡Yuju! —dijo el loro.

—No es más que mi Equipaje —dijo Rincewind a la desesperada—. Es una especie de… Bueno, va conmigo a todas partes, no tiene nada de demoníaco… Ejem —vaciló—. Bueno, no mucho —terminó sin convicción.

—¡Vade retro!

—Oh, no, otra vez no.

El chico miró el libro abierto.

—Retomo mis órdenes anteriores —dijo en tono firme—. La mujer más bella que haya existido jamás, el dominio sobre todos los reinos del mundo y vivir por toda la eternidad. Manos a la obra.

Rincewind permaneció inmóvil.

—Vamos, ponte a ello —dijo Eric—. Se supone que tienes que desaparecer en un estallido de humo.

—Escucha, ¿crees que me basta con chasquear los dedos y…?

Rincewind chasqueó los dedos.

Hubo un estallido de humo.

Rincewind se quedó mirándose los dedos con cara de asombro, igual que uno miraría una pistola que lleva décadas colgada de la pared y que de pronto se dispara y perfora al gato.

—Casi nunca han hecho eso antes —dijo.

Miró hacia abajo.

—¡Aaargh! —dijo, y cerró los ojos. En la oscuridad del interior de sus párpados el mundo era mejor. Si tanteaba con los pies se podía convencer a sí mismo de que notaba el suelo, podía saber que en realidad estaba en la sala y que las señales urgentes de todos los demás sentidos, que le decían que estaba suspendido en el aire a unos cuantos miles de kilómetros por encima del Disco, no eran más que una pesadilla de la que acabaría despertándose. Canceló aquel pensamiento a toda prisa. Si estaba dormido prefería seguir así. En sueños uno podía volar. Si se despertaba, la caída sería muy larga.

«Tal vez me he muerto y soy realmente un demonio», pensó.

Era una idea interesante.

Volvió a abrir los ojos.

—¡Uau! —dijo Eric, con los ojos brillando—. ¿Puedo tenerlo todo?

El chico estaba en la misma posición que en la sala. Igual que el Equipaje. Y también, para irritación de Rincewind, el loro. Estaba apoyado en el aire, mirando el paisaje cósmico que tenía debajo con aire especulativo.

El Disco casi podría haber sido diseñado para verlo desde el espacio. De lo que Rincewind estaba condenadamente seguro era que no había sido diseñado para vivir en él. Aun así tuvo que admitir que resultaba impresionante.

El sol estaba a punto de salir por el borde del otro lado y trazaba una línea de fuego que resplandecía a lo largo de medio perímetro. Un amanecer largo y lento empezaba a bañar el paisaje oscuro e inmenso.

Por debajo, apenas iluminada en el árido vacío de espacio, Gran A’Tuin, la tortuga del mundo —macho o hembra, la cuestión nunca se había solucionado del todo—, se afanaba bajo el peso de la Creación. En su caparazón los cuatro elefantes gigantes se esforzaban por sostener el Disco en sí.

Podía haber formas más eficaces de construir un mundo. Se podría empezar con una bola de hierro fundido y luego ir recubriéndola de capas sucesivas de piedra, como si fuera uno de aquellos viejos caramelos redondos. Así uno tendría un planeta muy funcional, pero no igual de bonito. Además, las cosas se caerían de la parte de abajo.

—Está muy bien —dijo el loro—. Lorito quiere contineeente.

—Es enorme —suspiró Eric.

—Sí —dijo Rincewind con voz inexpresiva.

Sentía que se esperaba algo más de él.

—No lo rompas —añadió.

Tenía una duda que le carcomía en relación con todo aquello. Si mantenía la premisa de que era un demonio, y últimamente le habían pasado tantas cosas que estaba dispuesto a admitir que en medio de la confusión podía haber muerto sin darse cuenta, aun así no entendía por qué tenía potestad sobre el mundo para dárselo a alguien. Estaba bastante seguro de que el mundo tendría dueños que pensaban como él.

Además, estaba seguro de que al demonio había que darle algo escrito a cambio.

—Creo que tienes que echarme una firma —dijo—. Con sangre.

—¿Sangre de quién? —dijo Eric.

—Creo que tuya —dijo Rincewind—. O sangre de pájaro, si hiciera falta —miró al loro con cara aviesa y el loro le gruñó.

—¿No puedo probarlo primero?

—¿Qué?

—Bueno, supongamos que no funcionara. No voy a firmar nada hasta estar seguro de que funciona.

Rincewind se quedó mirando al chico. Luego miró hacia abajo, en dirección al amplio panorama de los reinos del mundo. «Me pregunto si yo era como él a su edad —pensó—. Me pregunto cómo sobreviví.»

—Es el mundo —dijo en tono paciente—. Pues claro que funciona, joder. O sea, míralo. Huracanes, deriva continental, el ciclo de la lluvia… Lo tiene todo. Todo encaja como en un puto reloj. Un mundo así te dura toda la vida. Si lo usas con cuidado.

Eric escrutó el mundo con ojo crítico. Tenía la expresión de alguien que sabe que los mejores regalos que existen parecen requerir el equivalente psíquico de dos pilas de las gordas y que las tiendas no van a volver a abrir hasta después de las vacaciones.

—Tiene que haber un tributo —dijo llanamente.

—¿El qué?

—Los reyes del mundo —dijo Eric—. Tienen que rendirme tributo.

—Realmente has estado estudiando esto, ¿no? —dijo Rincewind en tono sarcástico—. ¿Nada más que tributo? ¿No te apetece la luna ya que estamos aquí arriba? Es la oferta especial de esta semana, un satélite gratis por cada mundo dominado.

—¿Hay alguna sustancia útil?

—¿Qué?

Eric soltó un suspiro de paciencia sufridora.

—Rocas —dijo—. Polvos. Hierbas. Ya sabes.

Rincewind se ruborizó.

—No creo que un chaval de tu edad tenga que estar pensando en…

—Me refiero a materias primas. De nada me sirve si solamente hay un montón de piedras.

Rincewind bajó la vista. La luna diminuta del Mundodisco asomaba apenas por encima del otro extremo y proyectaba un resplandor pálido por todo el puzle de tierra y mar.

—Oh, no sé. Parece un mundo bastante majo —dijo en tono voluntarioso—. Mira, ahora está oscuro. ¿No te pueden rendir tributo por la mañana?

—Quiero un poco de tributo ahora.

—Ya me lo imaginaba.

Rincewind se examinó con atención los dedos. Tampoco es que se le diera muy bien chasquearlos. Lo intentó de nuevo.

Cuando volvió a abrir los ojos tenía barro hasta los tobillos.

Entre los talentos de Rincewind destacaba su gran habilidad para salir corriendo, que con el paso de los años había elevado al estatus de verdadera ciencia pura. No importaba si huía de algo o hacia algo con tal de que huyera. Lo que contaba era el hecho en sí de huir. Corro, luego existo. O más correctamente, corro, por tanto si hay suerte podré seguir existiendo.

Pero también se le daban bien los idiomas y la geografía práctica. Sabía gritar «¡Socorro!» en catorce idiomas y pedir piedad a gritos en otros doce. Había cruzado muchísimos países del Disco, algunos de ellos a alta velocidad, y durante las horas largas, maravillosas y aburridas que había pasado trabajando en la biblioteca había matado el tiempo leyendo sobre todos los lugares lejanos y exóticos en los que jamás había estado. Recordaba que por entonces había suspirado de alivio porque ya no tendría que visitarlos nunca.

Y ahora estaba aquí.

Lo rodeaba la selva. No era una selva agradable, interesante ni abierta, como esas selvas por donde se columpiaban héroes vestidos con pieles de leopardo, sino una selva real y en serio, una selva que se elevaba en forma de bloques sólidos de color verde, llenos de espinas y de púas, una selva en la que todos y cada uno de los representantes del reino vegetal se habían remangado las cortezas y se habían enfrascado en la dura tarea de crecer más que todos sus competidores. El suelo apenas era suelo, sino un manto de plantas muertas y en plena transición al abono orgánico. Caía agua de hoja en hoja, los insectos zumbaban en el aire húmedo y atiborrado de esporas y había ese terrible silencio exhausto causado por los motores de la fotosíntesis funcionando a plena máquina. Cualquier héroe gritón que intentara columpiarse por aquel lugar acabaría como si hubiera intentado pasar a través de un cortador de judías.

—¿Cómo haces eso? —dijo Eric.

—Es cogerle el tranquillo —dijo Rincewind.

Eric sometió los prodigios de la naturaleza a una mirada somera y despectiva.

—Esto no parece un reino —se quejó—. Dijiste que podíamos ir a un reino. ¿A esto lo llamas un reino?

—Probablemente estamos en las selvas de Klatch —dijo Rincewind—. Están abarrotadas de reinos perdidos.

—¿Te refieres a misteriosas razas arcanas de princesas amazonas que someten a todos los prisioneros masculinos a extraños y agotadores ritos reproductores? —dijo Eric.

Las gafas se le empezaron a empañar.

—Ja, ja —dijo Rincewind fríamente—. Menuda imaginación tiene el chavalín.

—¡Comosellame, comosellame, comosellame! —graznó el loro.

—He leído sobre ellos —dijo Eric, mirando la vegetación—. Por supuesto, también poseo esos reinos —se quedó contemplando alguna fantasía privada—. Caray —dijo en tono voraz.

—Yo si fuera tú me concentraría en lo del tributo —dijo Rincewind, echando a andar por algo que podría ser un sendero.

Las flores de colores brillantes de un árbol cercano se giraron para verlo partir.

En las selvas de Klatch central hay ciertamente reinos perdidos de misteriosas princesas amazonas que capturan a los exploradores varones para que cumplan deberes específicamente masculinos. Se trata de deberes rigurosos y agotadores y las víctimas infortunadas no duran mucho.[8]

También hay mesetas escondidas donde retozan y juegan monstruosos reptiles de épocas remotas, además de tumbas de elefantes, minas perdidas de diamantes y extrañas ruinas decoradas con jeroglíficos cuya mera visión puede congelar hasta el corazón más valiente. En cualquier mapa razonable de la zona apenas queda sitio para los árboles.

Los pocos exploradores que han regresado vivos de allí han dejado una serie de pistas prácticas para quienes vengan detrás: 1) evitar en la medida de lo posible cualquier planta trepadora colgante que en un extremo tenga ojos saltones y lengua bífida; 2) no recoger ninguna planta trepadora a rayas naranjas y negras que esté aparentemente tirada en medio del camino, meneándose, porque a menudo tiene un tigre en el otro extremo, y 3) no ir.

«Si soy un demonio —pensó Rincewind vagamente—, ¿por qué todo me pica y me intenta poner la zancadilla? O sea, seguramente lo único que me puede hacer daño es una estaca de madera en el corazón, ¿no? ¿O era el ajo?»

Al final la selva desembocó en una zona muy amplia y despejada que se extendía hasta una cordillera lejana y azulada de volcanes. Al pie de los mismos la tierra formaba un mosaico de lagos y extensiones pantanosas, salpicados aquí y allá de enormes pirámides escalonadas, cada una de ellas coronada por un tenue penacho de humo que se elevaba en el aire matinal. El sendero selvático se convertía en una carretera estrecha pero adoquinada.

—¿Dónde estamos, demonio? —dijo Eric.

—Parece uno de los reinos tezumanos —dijo Rincewind—. Creo que su gobernante se llama Gran Muzuma.

—Es una princesa amazona, ¿verdad?

—Extraño, pero no. Te sorprendería cuántos reinos hay que no están dominados por princesas amazonas, Eric.

—De todos modos parece bastante primitivo. Un poco Edad de Piedra.

—Los sacerdotes tezumanos tienen un calendario muy sofisticado y un gran conocimiento de los cuerpos celestiales —citó Rincewind.

—Ah —dijo Eric—. De maravilla.

—No —dijo Rincewind en tono paciente—. Quiero decir estrellas y esas cosas.

—Oh.

—Te caerían bien. Por lo visto son unos matemáticos espléndidos.

—Ja —dijo Eric, parpadeando con solemnidad—. Como si tuvieran gran cosa que contar en una civilización tan atrasada como esta.

Rincewind se quedó mirando los carros de guerra que se les acercaban a toda prisa.

—Creo que normalmente cuentan víctimas —dijo.

El Imperio tezumano, situado en los valles selváticos del centro de Klatch, es conocido por sus huertas orgánicas, su exquisita artesanía de obsidiana, plumas y jade, y sus sacrificios humanos multitudinarios en honor de Quesoricóttatl, la Boa con Plumas, el dios de los sacrificios humanos multitudinarios. Tal como se decía, con Quesoricóttatl siempre sabías a qué atenerte. Generalmente te atenías a lo alto de una enorme pirámide escalonada en compañía de un montón de gente y de alguien con un elegante tocado de plumas que afilaba un exquisito cuchillo de obsidiana para usarlo personalmente contigo.

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