Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Donde estaba pasando algo. Se oyó un crujido de vegetación. De pronto surgió de entre los árboles una estampida de pájaros tropicales.

Por supuesto, Rincewind no podía ver nada de todo aquello.

—Nunca tendrías que haber deseado ser el soberano del mundo —dijo—. O sea, ¿qué te esperabas? No puedes esperar que la gente se alegre de verte. Nadie se alegra cuando viene el casero.

—¡Pero es que me van a matar!

—No es más que su forma de decir metafóricamente que están hartos de esperar que le des otra mano de pintura al edificio y revises las tuberías.

Un rugido colectivo se elevó de la selva. De entre la maleza salían animales en estampida como si escaparan de un incendio. Unos cuantos golpes sordos y pesados indicaron que estaban cayendo árboles.

Por fin un jaguar frenético salió corriendo de la maleza y echó a trotar por la carretera elevada. Lo seguía a un metro escaso el Equipaje.

Estaba cubierto de enredaderas, hojas y plumas de distintas especies raras de aves gallináceas, algunas de las cuales acababan de volverse todavía más raras. El jaguar podría haberlo eludido moviéndose en zigzag hacia un lado u otro, pero se lo impedía la idiotez pura que nacía del terror. Cometió el error de girar la cabeza para ver qué tenía detrás.

Y fue el último error que cometió.

—¿Sabes esa caja que va contigo? —dijo el loro.

—¿Qué pasa con ella? —dijo Rincewind.

—Pues que viene hacia aquí.

Los sacerdotes echaron un vistazo a la figura que corría muy por debajo de ellos. El Equipaje tenía una forma muy directa de tratar las cosas que se interponían entre él y el destino que se había marcado: actuaba como si no estuvieran ahí.

Fue en aquel momento, y contra todos sus instintos, cuando Quesoricóttatl, lleno de temor y, lo peor de todo, sin tener la menor idea de qué estaba pasando, decidió materializarse en lo alto de la pirámide.

Varios sacerdotes lo vieron. Y se les cayeron los cuchillos de los dedos.

—Esto… —chilló el demonio.

Se giraron más sacerdotes.

—Vale. Ahora quiero que todos me prestéis atención —chilló Quesoricóttatl, usando sus manitas diminutas como bocina en torno a su boca principal en un esfuerzo para que lo oyeran.

Aquello le resultaba muy embarazoso. Le había gustado ser el dios de los tezumanos, le había impresionado mucho la devoción obstinada con que aquella gente cumplía su deber, y le había complacido mucho el increíble realismo de la estatua que había en la pirámide. Y la verdad era que le dolía tener que revelar que, en cierto aspecto muy importante, la estatua estaba equivocada.

Quesoricóttatl medía quince centímetros de altura.

—Escuchadme —empezó a decir—. Esto es muy importante…

Por desgracia, nadie llegó nunca a descubrir por qué. En aquel preciso instante el Equipaje coronó la cima de la pirámide, con las piernas zumbando como hélices, y aterrizó directamente encima de las losas.

Se oyó un chillidito breve y deshinchado.

El mundo era curioso decía Da Quirm. No había más remedio que reírse. Si no, te volvías loco, ¿no era verdad? Estabas atado a una losa a punto de ser sometido a una tortura exquisita y un momento más tarde te estaban dando el desayuno, ropa limpia, una bañera de agua caliente y transporte gratuito hasta fuera del reino. Aquello te hacía creer que existía un dios. Por supuesto, los tezumanos sabían que existía un dios, y que en esos momentos era una mancha grasienta pequeña y asquerosa en lo alto de la pirámide. Lo cual les planteaba un pequeño problema.

El Equipaje estaba en cuclillas en la plaza mayor de la ciudad. Toda la casta sacerdotal estaba sentada a su alrededor y lo vigilaba con cautela, por si acaso hacía algo divertido o religioso.

—¿Vas a dejarlo atrás? —dijo Eric.

—No es tan sencillo —dijo Rincewind—. Por lo general me suele pillar más tarde. Vayámonos deprisa.

—Pero recogemos el tributo, ¿no?

—Creo que esa podría ser una idea espectacularmente mala —dijo Rincewind—. Vayámonos sin llamar la atención mientras están de buen humor. Pronto se cansarán de la novedad, me temo.

—Y yo tengo que continuar buscando la Fuente de la Eterna Juventud —dijo Da Quirm.

—Ah, sí —dijo Rincewind.

—Le he dedicado toda la vida, ¿sabes? —dijo el anciano con orgullo.

Rincewind lo miró de arriba abajo.

—¿De verdad? —dijo.

—Oh, sí. En exclusiva. Desde que era un chaval.

La expresión de Rincewind transmitía un asombro genuino.

—En ese caso —empezó a decir, tal como uno habla con un niño—. ¿No habría sido mejor, ya sabe usted, más sensato… que usted simplemente continuara con…?

—¿Qué? —dijo Da Quirm.

—Oh, no importa —dijo Rincewind—. Le diré qué podemos hacer —añadió—. Creo que para evitar que se aburra usted, ya sabe, tenemos que regalarle este maravilloso loro parlante —lo agarró a toda prisa, manteniendo lospulgaresresueltamenteapartadosdelpeligro—.Esunaveselvática—dijo—. Sería una crueldad someterlo a la vida de la ciudad, ¿no?

—¡Nací en una jaula, pedazo de comosellame de atar! —gritó el loro.

Rincewind le pegó la nariz al pico.

—Es eso o la hora del fricasé —dijo.

El loro abrió el pico para morderle la nariz, pero le vio la expresión de la cara y se echó atrás.

—Lorito boniiito —consiguió decir, y luego añadió, sotto voce—: Comosellamecomosellamecomosellame.

—Un pajarito adorable —dijo Da Quirm—. Yo lo cuidaré bien.

—Comosellamecomosellame.

Llegaron a la selva. Unos minutos más tarde el Equipaje trotó tras ellos.

Era mediodía en el reino de Tezuma.

Del interior de la pirámide principal salía el ruido de gente desmontando una estatua gigante.

Los sacerdotes estaban sentados con expresiones meditabundas. En ocasiones uno de ellos se levantaba y pronunciaba un discurso breve.

Era evidente que estaban dejando algunas cosas muy claras. Por ejemplo, el hecho de que la economía del reino se basaba en una industria boyante de cuchillos de obsidiana, o el hecho de que los reinos vecinos esclavizados habían llegado a confiar en la mano dura de un gobierno firme y por cierto también en los tajos, rajas y destripamientos de un gobierno firme, y asimismo en el terrible destino que aguardaba a quienes vivían sin dioses. La gente sin dioses era capaz de cualquier cosa, de volverse contra las antiguas y sanas tradiciones del ahorro y del sacrificio ajeno que habían convertido el reino en lo que era hoy. O incluso capaces de empezar a preguntarse para qué, si no tenían dioses, necesitaban a tantos sacerdotes. Cualquier cosa.

Lo dejó muy claro Muzuma, el sumo sacerdote, cuando dijo: «[Figura-aplastada-con-la-nariz-rota, garra de jaguar, tres plumas, oso hormiguero espinoso estilizado]».

Al cabo de un rato hubo una votación.

Para el atardecer, los picapedreros mayores del reino ya estaban trabajando en una estatua nueva.

Era básicamente oblonga y tenía muchas piernas.

El Rey de los Demonios tamborileó con los dedos sobre su escritorio. No es que estuviera infeliz por el destino de Quesoricóttatl, que ahora tendría que pasar varios siglos en uno de los infiernos inferiores hasta que le creciera un cuerpo nuevo. Le estaba bien empleado a aquel diablillo horrendo. Y tampoco era la amplia serie de acontecimientos de la pirámide. Al fin y al cabo, la base misma del negocio de los deseos era encargarse de que lo que el cliente obtuviera fuera exactamente lo que había pedido y exactamente lo que no le convenía.

Era solamente que no le parecía tener el control de las cosas.

Lo cual, por supuesto, era ridículo. Si las cosas llegaran a ponerse muy bien siempre podía materializarse y solucionarlas en persona. Pero le gustaba que la gente creyera que todas las cosas malas que les pasaban no eran más que obra del destino. Era una de las pocas cosas que lo animaban.

Se volvió hacia el espejo. Al cabo de un rato tuvo que ajustar el control temporal.

Estaban en las selvas asfixiantes y húmedas de Klatch y de pronto…

—Pensaba que íbamos a volver a mi habitación —se quejó Eric.

—Yo también lo pensaba —dijo Rincewind, gritando para hacerse oír por encima del estruendo.

—Vuelve a chasquear los dedos, demonio.

—¡Ni en sueños! ¡Hay sitios mucho peores que este!

—Pero está oscuro y hace mucho calor.

Rincewind tuvo que admitir aquello. También se movía todo y había mucho ruido. Cuando se le acostumbraron los ojos a la negrura, distinguió unos pocos puntos luminosos aquí y allí, cuyo tenue resplandor sugería que estaban dentro de algo parecido a un barco. Todo producía una sensación nítida como de carpintería, y el olor a virutas de madera y a cola era muy fuerte. Si era un barco, entonces lo estaban lanzando al mar usando una pasarela increíblemente larga y engrasada con rocas.

Una sacudida lo arrojó violentamente contra un mamparo.

—Tengo que decir —se quejó Eric— que si es aquí donde vive la mujer más hermosa del mundo no me impresiona mucho su gusto para las buduá. Lo normal es que hubiera puesto unos cojincitos o algo.

—¿Buduá? —dijo Rincewind.

—Tiene que tener una —dijo Eric con aire petulante—. He leído sobre ellas. Es donde se reclinan.

—Dime una cosa —dijo Rincewind—. ¿Alguna vez has sentido la necesidad de darte una ducha fría y echar una carrera rápida por la pista deportiva?

—Nunca.

—Pues a lo mejor te valdría la pena.

El estruendo paró de pronto.

Hubo un ruido metálico lejano, como el que podría hacer un par de puertas enormes al cerrarse. A Rincewind le pareció oír unas voces alejándose y una risita. No era una risita particularmente agradable, sino más bien maliciosa, y no auguraba nada bueno para alguien. Rincewind tenía una idea bastante clara de quién era ese alguien.

Dejó de preguntarse cómo había llegado hasta allí, estuviera donde estuviese. Fuerzas malignas, esa era la respuesta más probable. Por lo menos en aquel momento no le estaba pasando nada especialmente horrible. Probablemente sólo era cuestión de tiempo.

Palpó un poco hasta que sus dedos encontraron lo que resultó ser, tras una inspección bajo la luz del agujerito más cercano de la madera, una escalerilla de cuerda. Tanteos ulteriores en un extremo del casco, o de lo que fuera, lo pusieron en contacto con una trampilla pequeña y redonda. Cerrada con cerrojo por dentro.

Volvió gateando hasta Eric.

—Hay una puerta —susurró.

—¿Adónde va?

—Creo que no se mueve —dijo Rincewind.

—¡Descubre adónde lleva, demonio!

—Podría ser una mala idea —dijo Rincewind con cautela.

—¡Hazlo!

Rincewind gateó con expresión sombría hasta la trampilla y agarró el cerrojo.

La trampilla se abrió con un crujido.

Abajo —pero muy abajo— había adoquines húmedos, sobre los cuales la brisa arrastraba unas volutas de niebla matinal. Con un pequeño suspiro, Rincewind desenrolló la escalerilla.

Dos minutos más tarde estaban en la penumbra de lo que parecía ser una plaza de gran tamaño. A través de la niebla se entreveían unos cuantos edificios.

—¿Dónde estamos? —dijo Eric.

—Que me registren.

—¿No lo sabes?

—Ni idea —dijo Rincewind.

Eric miró con expresión torva la arquitectura envuelta en neblina.

—Menudas posibilidades tenemos de encontrar a la mujer más hermosa del mundo en este vertedero —dijo.

A Rincewind se le ocurrió ver de dónde acababan de descolgarse. Miró hacia arriba.

Por encima de ellos —pero muy por encima— y apoyado en cuatro patas gigantescas, colocadas sobre una plataforma rodante, había lo que sin lugar a dudas era un caballo enorme de madera. O para ser más precisos, el trasero de un caballo enorme de madera.

El que lo construyó podría haber puesto la trampilla de salida en un lugar más digno, pero por razones humorísticas propias al parecer había decidido no hacerlo.

—Ejem —dijo Rincewind.

Alguien tosió.

Él bajó la vista.

La neblina empezó a evaporarse y reveló un círculo amplio formado de hombres armados, muchos de ellos sonrientes y todos ellos armados con unas lanzas largas producidas en serie y carentes de espíritu pero por encima de todo muy afiladas.

—Ah —dijo Rincewind.

Volvió a mirar la trampilla. Aquello lo decía todo, realmente.

—Lo único que no entiendo —dijo el capitán de la guardia— es: ¿por qué sois dos? Esperábamos un centenar quizá.

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