Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Se reclinó en su taburete, con el enorme casco con plumas en el regazo y una sonrisa satisfecha en la cara.

—¡Honestamente, efebios! —dijo—. ¡Esto sí que es la monda! ¡Debéis pensar que nacimos ayer! Os pasáis toda la noche serrando y dando martillazos y luego aparece un caballo de madera asín de grande delante de las puertas, y digo yo, anda que no tiene gracia, un caballo asín de grande con respiraderos. Ésa es la clase de detalles en que me fijo. Respiraderos. Asín que reúno a todos los chavales y salimos todos supertemprano y lo metemos por las puertas, tal como se espera de nosotros, y luego nos quedamos calladitos, asín, alrededor, esperando a ver qué escupe. Por decirlo de alguna manera. Pero —acercó la cara sin afeitar a Rincewind— tienes una oportunidad, ¿sabes? Asiento de arriba o asiento de abajo, de ti depende. Solamente tengo que dar la orden. El disco está en vuestro tejado.[10]

—¿Qué asiento? —dijo Rincewind, retrocediendo ante la ráfaga de aliento a ajo.

—En los trirremes de guerra —dijo el sargento con alegría—. Tres asientos, uno encima del otro, ¿lo pillas? Tri-rre-mes. Te pasas años encadenado a los remos, ¿lo pillas? Y todo depende de si estás en el asiento de arriba, donde pasa aire fresco y todo eso, o si estás en el asiento de abajo, donde —sonrió— no pasa. Así que de vosotros depende, chavales. Cooperad y solamente tendréis que preocuparos de las gaviotas. A ver. ¿Por qué solamente sois dos?

Volvió a echar el cuerpo hacia atrás.

—Perdone —dijo Eric—. ¿No estaremos quizá en Tsort?

—No te estarás intentando pitorrear de mí, ¿verdad, chavalín? Porque hay una cosa que se llama quintirremes, ¿lo pillas? Y eso no te iba a gustar pero nada.

—No, señor —dijo Eric—. Con su permiso, señor, solamente soy un pobre chico a quien han echado a perder las malas compañías.

—Ah, gracias —dijo Rincewind amargamente—. Fue por accidente que dibujaste un montón de círculos ocultos, ¿verdad? Y…

—¡Sargento, sargento! —Un soldado entró en estampida en la sala de la guardia.

El sargento levantó la vista.

—¡Hay otra cosa de esas, sargento! ¡Esta vez justo delante de las puertas!

El sargento miró a Rincewind con una sonrisa triunfal.

—Ah, conque esas tenemos, ¿eh? —dijo—. Solamente sois la avanzadilla, que ha venido a abrir las puertas o lo que sea. De acuerdo. Pues nos vamos a solucionar lo de vuestros amigos y volvemos enseguida. —Señaló a los prisioneros—. Tú quédate aquí. Si se mueven, hazles algo horrible.

Rincewind y Eric se quedaron solos con el guardia.

—Sabes lo que has hecho, ¿no? —dijo Eric—. ¡Nos has llevado atrás en el tiempo hasta las Guerras Tsorteanas! ¡Miles de años! ¡Lo dimos en la escuela, el caballo de madera, todo! Resulta que los efebios secuestraron a la hermosa Elenor, o tal vez era que se la robaron a los efebios, y hubo un asedio para recuperarla y todo. —Hizo una pausa—. Eh, eso quiere decir que la voy a conocer. —Hizo otra pausa—. ¡Uau!

Rincewind examinó la sala. No parecía antigua, pero es que tampoco podía parecerlo porque todavía no lo era. Cualquier lugar del tiempo era ahora, si estabas allí, o mejor dicho entonces. Intentó recordar lo poco que sabía de historia clásica, pero no se acordaba más que de una confusión de batallas, gigantes con un solo ojo y mujeres haciendo zarpar miles de naves con sus rostros.

—¿No lo entiendes? —dijo Eric, con las gafas resplandecientes—. ¡Deben de haber entrado el caballo antes de que los soldados se escondieran dentro! ¡Sabemos lo que va a pasar! ¡Podemos ganar una fortuna!

—¿Exactamente cómo?

—Bueno… —el chico vaciló—. Podríamos apostar a los caballos, algo de eso.

—Una gran idea —dijo Rincewind. —Sí, y…

—Lo único que tenemos que hacer es escapar y luego averiguar si aquí hay carreras de caballos y luego esforzarnos al máximo por recordar los nombres de los caballos que ganaron carreras en Tsort hace miles de años.

Volvieron a mirar al suelo con expresión abatida. Era lo malo de los viajes por el tiempo. Que a uno nunca lo pillaban preparado. Su única esperanza ahora, decidió Rincewind, era encontrar la Fuente de la Eterna Juventud de Da Quirm, conseguir mantenerse vivo unos cuantos miles de años y estar listo para matar a su propio abuelo, que era el único aspecto de los viajes por el tiempo que alguna vez le había atraído. Siempre había pensado que sus antepasados se lo habían ganado de sobra.

Era curioso, sin embargo. Se acordaba del famoso caballo de madera, que había sido usado para infiltrarse en la ciudad fortificada. No recordaba nada de que hubiera dos. El siguiente pensamiento que se le ocurrió tenía algo de inevitable.

—Perdone —le dijo al guardia—. Esto, esa otra cosa de madera que hay fuera de las puertas… Supongo que no es un caballo, ¿verdad?

—Bueno, vosotros debéis de saberlo, ¿no? —dijo el guardia—. Sois espías.

—Apuesto a que es como más oblongo y más pequeño —dijo Rincewind, con una cara que era el vivo retrato de la curiosidad inocente.

—Apuestas bien. Sois unos cabrones sin imaginación, ¿verdad?

—Ya veo —Rincewind juntó las manos sobre el regazo.

—Intentad escapar —dijo el guardia—. Venga, intentad escapar y veréis qué os pasa.

—Supongo que vuestros colegas lo traerán a la ciudad —continuó Rincewind.

—Es posible —admitió el guardia.

Eric soltó una risita.

El guardia había empezado a darse cuenta de que se oían muchos gritos a lo lejos. Alguien intentó hacer sonar una corneta, pero las notas se convirtieron en un gorgoteo y murieron al cabo de un par de compases.

—Parece que hay una buena pelea ahí fuera, por lo que se oye —dijo Rincewind—. La gente está luciendo el palmito, haciendo gestas heroicas, siendo vistos por sus superiores, esas cosas. Y tú estás aquí dentro con nosotros.

—Tengo que mantenerme en mi puesto —dijo el guardia.

—Ésa es exactamente la actitud correcta —dijo Rincewind—. No importa quién haya ahí fuera luchando con valentía por defender su ciudad y a sus mujeres del enemigo. Tú te quedas aquí y nos vigilas. Ése es el espíritu. Probablemente te hagan una estatua en la plaza de la ciudad, si es que queda plaza. «Cumplió con su deber», escribirán en la placa.

El soldado pareció reflexionar sobre aquello y mientras estaba pensando se oyó un crujido terrible de astillas procedente de las puertas.

—Mirad —dijo a la desesperada—. Si me asomo ahí fuera solamente un momentito…

—Por nosotros no te preocupes —le animó Rincewind—. Si ni siquiera vamos armados.

—Claro —dijo el soldado—. Gracias.

Sonrió a Rincewind con expresión preocupada y salió corriendo en dirección al estruendo. Eric miró a Rincewind con algo parecido a la admiración.

—Eso ha sido bastante asombroso —dijo.

—Ese chaval va a llegar muy alto —dijo Rincewind—. Un pensador militar sólido como he visto pocos. Vamos. Escapemos lejos.

—¿Adónde?

Rincewind suspiró. Había intentado dejar clara su filosofía básica una y otra vez, pero la gente nunca captaba el mensaje.

—No te preocupes por el adónde —dijo—. Te digo por experiencia que eso siempre se soluciona solo. La palabra importante es lejos.

El capitán asomó la cabeza con cautela por encima de la barricada y gruñó.

—No es más que un baúl, sargento —dijo en tono cortante—. ¿No ve que dentro no pueden caber más que un hombre o dos?

—Disculpe, señor —dijo el sargento, con la cara de un hombre cuyo mundo ha cambiado mucho en escasos minutos—. Por lo menos caben cuatro, señor. El cabo Desuso y su pelotón, señor. Los mandé a abrirlo, señor.

—¿Está borracho, sargento?

—Todavía no, señor —dijo el sargento, apasionadamente.

—Los baúles no se comen a la gente, sargento.

—Después se ha enfadado, señor. Ya ve lo que le ha hecho a las puertas.

El capitán volvió a mirar por encima de la madera rota.

—Supongo que le han salido piernas y ha venido andando, ¿no? —dijo con sarcasmo.

El sargento sonrió de alivio. Por fin parecían estar en la misma sintonía.

—Lo ha adivinado a la primera, señor —dijo—. Piernas. El cabrón tiene cientos de piernecitas, señor.

El capitán lo fulminó con la mirada. El sargento puso la cara de póquer que se ha ido transmitiendo de oficial sin mando a oficial sin mando desde que un protoanfibio le dijo a otro protoanfibio de rango inferior que reuniera a un pelotón de tritones y Tomara Esa Playa. El capitán tenía dieciocho años y acababa de salir de la academia, donde se había graduado con honores en asignaturas como Táctica Clásica, Odas De Despedida y Gramática Militar. El sargento tenía cincuenta y cinco años y en lugar de educación lo que había tenido era cuarenta años de atacar o ser atacado por arpías, humanos, cíclopes, furias y cosas terribles con patas. Se sentía avasallado.

—Bueno, voy a tener que ir a mirar, sargento…

—No es un buen plan, señor, si me permite…

—… Y después de que lo haya mirado, sargento, va a haber problemas.

El sargento le hizo el saludo militar.

—Será como usted diga, señor —predijo.

El capitán soltó un soplido de burla y pasó por encima de la barricada hacia el baúl que estaba sentado, callado e inmóvil, en medio del círculo de devastación que acababa de causar. El sargento, entretanto, fue a sentarse detrás de la pared de madera más recia que pudo encontrar y, con gesto firme, se caló el casco encima de los oídos.

Rincewind caminaba con sigilo por las calles de la ciudad, seguido de cerca por Eric.

—¿Vamos a encontrar a Elenor? —dijo el chico.

—No —dijo Rincewind con firmeza—. Lo que vamos a hacer es buscar otra salida. Y cuando la encontremos saldremos por ella.

—¡No es justo!

—¡Elenor es varios miles de años mayor que tú! Quiero decir, el atractivo de la mujer madura y todo eso, vale, pero no funcionaría nunca.

—Te ordeno que me lleves con ella —gimoteó Eric—. ¡Vade retro!

Rincewind se detuvo tan en seco que Eric chocó con él.

—Escucha —dijo—. Estamos en medio de la guerra más célebremente necia que ha habido nunca, en cualquier momento miles de guerreros se van a enzarzar en combate mortal y tú quieres que yo te encuentre a esa hembra sobrevalorada y le diga que mi amigo le pregunta si quiere salir con él. Pues no lo voy a hacer.

Rincewind avanzó con sigilo hasta otra puerta que había en la muralla de la ciudad. Era más pequeña que las puertas principales, no estaba vigilada por guardias y tenía una portezuela. Abrió los cerrojos.

—Esto no tiene nada que ver con nosotros —dijo—. Ni siquiera hemos nacido todavía, no tenemos edad para luchar, no es cosa nuestra y no vamos a hacer nada más para trastornar el rumbo de la historia, ¿de acuerdo?

Abrió la puerta, lo cual le ahorró cierto esfuerzo al ejército efebio. Estaban a punto de llamar.

El estruendo de la batalla se prolongó todo el día. Los historiadores que escribirían más tarde las crónicas de aquella guerra se explayarían sobre las mujeres hermosas que se raptaron, las flotas que se reunieron, los animales de madera que se construyeron y los héroes que combatieron entre ellos, pero se olvidarían por completo de mencionar el papel de Rincewind, Eric y el Equipaje. Los efebios, sin embargo, sí se dieron cuenta de lo deprisa que los soldados tsorteanos corrían hacia ellos… no tan ansiosos por entrar en batalla como por alejarse de alguna otra cosa.

Los historiadores tampoco registrarían otro dato interesante sobre la guerra antigua en Klatch, que era que se encontraba todavía en una fase muy primitiva y solamente tenía lugar entre soldados, sin abrirse al público en general. Básicamente todo el mundo sabía que un bando u otro iba a ganar, que a unos cuantos generales desafortunados les iban a cortar la cabeza, que a los ganadores les iban a pagar grandes cantidades de dinero a modo de tributo, que todo el mundo estaría en su casa a tiempo para la cosecha y que aquella mujer de las narices tendría que aclararse y decidir en qué bando estaba, la muy fresca.

Autore(a)s: