Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

El archicanciller buscó a tientas una migaja de consuelo.

—Tal vez sea algo natural —dijo—. Es posible que sea el murmullo de un manantial subterráneo. O movimientos de la tierra, quizá. Algo en los desagües. Puede haber ruidos muy raros, ya saben, cuando el viento sopla en la dirección adecuada.

Se reclinó en su asiento y sonrió.

El resto del consejo intercambió miradas.

—Los desagües no suenan como alguien que corre, archicanciller —dijo el tesorero con aire cansado.

—A menos que alguien haya dejado que corra el agua —dijo el tutor mayor.

El tesorero le miró con el ceño fruncido. Estaba en la bañera cuando los gritos invisibles pasaron volando por su cuarto. No era una experiencia que quisiera repetir.

El archicanciller asintió en su dirección.

—Asunto solucionado, pues —dijo, y se quedó dormido.

El tesorero lo miró en silencio. Luego quitó el sombrero al anciano y se lo puso con gentileza debajo de la cabeza.

—¿Y bien? —dijo en tono cansado—. ¿Alguien tiene alguna sugerencia?

El Bibliotecario levantó la mano.

—Oook —dijo.

—Sí, muy bien, buen chico —dijo el tesorero, jovialmente—. ¿Alguien más?

El orangután le lanzó una mirada significativa mientras el resto de magos negaban con la cabeza.

—Es un temblor en la textura de la realidad —dijo el tutor mayor—. Eso es lo que es.

—¿Y qué podemos hacer al respecto?

—Ni idea. A menos que usemos el antiguo…

—Oh, no —dijo el tesorero—. No lo digas. Por favor. Es demasiado peligroso…

Sus palabras fueron interrumpidas por un grito que empezó en el otro extremo de la sala y sufrió un efecto Doppler a lo largo de la mesa, acompañado por el ruido de muchos pies corriendo. Los magos se echaron al suelo en medio de un estrépito de sillas volcadas.

Las llamas de las velas se convirtieron en lenguas largas y finas de luz octarina antes de apagarse.

Luego se hizo el silencio, ese silencio tan especial que surge después de un ruido verdaderamente desagradable.

Y el tesorero dijo:

—Muy bien, me rindo. Intentemos el rito de CuesthiEnte.

Se trata del ritual más serio que pueden llevar a cabo ocho magos. Convoca a la Muerte, que naturalmente sabe todo lo que está pasando en todas partes.

Y por supuesto se hace con reparos, porque los magos veteranos suelen ser muy viejos y preferirían no hacer nada que llamara la atención de la Muerte en su dirección.

Tuvo lugar a medianoche en la Gran Sala de la universidad, en medio de un maremagno de incienso, velas, inscripciones rúnicas y círculos mágicos, ninguno de los cuales era estrictamente necesario pero sí hacían que los magos se sintieran mejor. La magia llameó, los cánticos se cantaron y las invocaciones se invocaron a conciencia.

Los magos fijaron la mirada en el octograma mágico, donde no había aparecido nada. Al cabo de un rato el círculo de figuras con túnicas empezó a intercambiar murmullos.

—Debemos de haber hecho algo mal.

—Oook.

—Tal vez haya salido.

—O esté ocupado…

—¿No creéis que podríamos dejarlo y volvernos a la cama?

¿A quién estamos esperando exactamente?

El tesorero se dio la vuelta lentamente en dirección a la figura que tenía detrás. Las túnicas de los magos eran fáciles de distinguir: estaban engalanadas con lentejuelas, runas, pieles y encaje, y normalmente había mucho mago en el interior. Aquella túnica, sin embargo, era muy negra. El material tenía aspecto de haber sido elegido por su resistencia al paso del tiempo. Igual que su propietario. Tenía pinta de que si escribía un libro sobre dietas, sería un best seller.

La Muerte estaba mirando el octograma con expresión de interés educado.

—Ejem —dijo el tesorero—. El hecho es, de hecho, que, ejem, usted debería estar dentro.

Cuánto lo siento.

La Muerte caminó con aire digno hasta el centro de la sala y miró al tesorero con expresión expectante.

Espero que no vayamos a empezar otra vez con todo eso del «espectro hediondo», dijo.

—Confío en que no hayamos interrumpido ningún asunto importante —dijo el tesorero a modo de cortesía.

Todo mi trabajo es importante, dijo la Muerte.

—Por supuesto —dijo el tesorero.

Para alguien.

—Ejem, ejem. La razón, oh, espec… señor, por la que os hemos invocado aquí, es por la razón de que…

Es Rincewind.

—¿Qué?

La razón por la que me habéis convocado. La respuesta es: es Rincewind.

—¡Pero si todavía no le hemos hecho la pregunta!

En cualquier caso. La respuesta es: es Rincewind.

—Mire, lo que queremos saber es qué está causando este brote de… oh.

La Muerte se dedicaba de forma ostensible a quitar partículas invisibles del filo de su guadaña.

El archicanciller se llevó una mano nudosa a la oreja.

—¿Qué ha dicho? ¿Quién es el tipo del palo?

—Es la Muerte, archicanciller —dijo el tesorero, paciente.

—¿Eh?

—Que es la Muerte, señor. Ya sabe.

—Decidle que no queremos ninguna —dijo el viejo anciano, blandiendo su bastón. El tesorero suspiró.

—Lo hemos convocado nosotros, archicanciller.

—¿Ah, sí? ¿Para qué íbamos a hacer una cosa así? Menuda chorrada.

El tesorero le dedicó una sonrisa avergonzada a la Muerte.

Estaba a punto de pedirle que perdonara al archicanciller, que estaba muy viejo, pero se dio cuenta de que en aquellas circunstancias iba a ser un desperdicio total de saliva.

—¿Estamos hablando del mago Rincewind? ¿El que tiene un…? —el tesorero se estremeció— ¿… un horrible Equipaje con piernas? Pero si salió volando por los aires cuando pasó todo aquello del rechicero, ¿no?[4]

Y fue a parar a las dimensiones mazmorra. Y ahora está intentando volver a casa.

—¿Puede hacer eso?

Tendría que darse una conjunción inusual de circunstancias. La realidad tendría que debilitarse de ciertas maneras inesperadas.

—No es probable que eso pase, ¿verdad? —dijo el tesorero en tono nervioso. Los individuos que han dejado escrito que se pasaron dos meses visitando a su tía siempre tienden a preocuparse porque pueda aparecer otra gente que por error piense que no ha sido así, y que debido a un efecto engañoso de la luz esa gente pueda creer que los han visto haciendo cosas que no podrían haber hecho porque estaban en casa de su tía.

La probabilidad sería de uno contra un millón, dijo la Muerte. Exactamente de uno contra un millón.

—Ah —dijo el tesorero, inmensamente aliviado—. Oh, cielos. Qué lástima. —Su tono se volvió considerablemente más jovial—. Por supuesto, hace mucho ruido. Pero por desgracia, supongo que no sobrevivirá mucho tiempo.

Es posible que no, dijo la Muerte en tono distraído. Sin embargo, estoy seguro de que no deseáis que adquiera la costumbre de hacer declaraciones definitivas en ese terreno.

—¡No! ¡Claro que no! —se apresuró a decir el tesorero—. Bien. Bueno, muchas gracias. Pobre hombre. Qué pena tan grande. Con todo, no se puede hacer nada. Tal vez deberíamos tomarnos estas cosas con filosofía.

Tal vez sí.

—Y sería mejor que no le molestáramos más —añadió el tesorero en tono cortés.

Gracias.

—Adiós.

Nosvemos.

De hecho, los ruidos se detuvieron antes del desayuno. El Bibliotecario fue el único que no se alegró. Rincewind había sido su ayudante y su amigo, y era un buen hombre cuando se trataba de pelar un plátano. También se le había dado incomparablemente bien escaparse de cosas. Al Bibliotecario no le parecía de esa clase de gente que se deja atrapar con facilidad.

Probablemente se había dado una conjunción inusual de circunstancias.

Esa era una explicación mucho más probable.

Sí que se había dado una conjunción inusual de circunstancias.

En virtud de exactamente una posibilidad contra un millón, había habido alguien mirando, estudiando, buscando las herramientas adecuadas para un trabajo especial.

Y aquí estaba Rincewind.

Casi resultaba demasiado fácil.

Así que Rincewind abrió los ojos. Tenía un techo encima: si era el suelo, estaba en apuros.

Todo iba bien por entonces.

Palpó con cuidado la superficie sobre la que estaba tumbado. Era granulenta, de hecho tenía la textura de la madera y algún que otro agujero causado por un clavo. Era una superficie de tipo humano.

Sus oídos captaron el chisporroteo de un fuego y un ruido de burbujas, de origen desconocido.

Su nariz, que tenía la sensación de que se estaba quedando al margen, se apresuró en informar de un aroma sulfuroso.

Correcto. Así pues, ¿adónde le llevaba todo aquello? Tumbado en un suelo áspero de madera en una sala iluminada por una chimenea en compañía de algo que burbujeaba y despedía un olor como a azufre. En el estado onírico e irreal en que se encontraba, aquel proceso de deducción le satisfizo bastante.

¿Qué más?

Ah, sí.

Abrió la boca y gritó y gritó y gritó.

Aquello lo hizo sentirse un poco mejor.

Se quedó un poquito más tumbado allí. Por entre el montón revuelto que era su memoria le vinieron recuerdos de mañanas en la cama cuando era niño, subdividiendo desesperadamente el paso del tiempo en unidades más y más pequeñas para postergar el momento terrible de levantarse y tener que afrontar todos los problemas de la vida, tales como, en aquel caso, quién era, dónde estaba y por qué existía.

—¿Qué eres? —dijo una voz desde el margen de su conciencia.

—Estaba llegando a eso —murmuró Rincewind.

Se levantó apoyándose en los codos y la sala osciló hasta adquirir contornos nítidos.

—Os advierto —dijo la voz, que parecía proceder de una mesa—. Me protegen muchos amuletos poderosos.

—Pues muy bien —dijo Rincewind—. Ojalá me protegieran a mí.

Empezaron a aparecer detalles en la imagen borrosa. Era una sala alargada y de techo bajo, un extremo de la cual estaba ocupado en su totalidad por una chimenea enorme. En un banco situado a lo largo de una pared había una selección de cristalería que parecía creada por un soplador de vidrio borracho y con hipo, y en el interior de sus espirales bizantinas hervían y burbujeaban líquidos de colores. Un esqueleto colgaba en actitud relajada de un gancho. En una percha al lado del mismo alguien había clavado un pájaro disecado. Fueran cuales fuesen los pecados que había cometido en vida, el bicho no se merecía lo que le había hecho el taxidermista.

La mirada de Rincewind barrió el suelo. Resultaba obvio que era lo único que había barrido el suelo en mucho tiempo. Solamente a su alrededor se había limpiado el espacio necesario entre los cristales rotos y los crisoles volcados para…

Un círculo mágico.

Parecía un trabajo extremadamente meticuloso. Estaba muy claro que quien lo había trazado a tiza era consciente de que su propósito era dividir el universo en dos partes, el interior y el exterior.

Rincewind estaba, por supuesto, en el interior.

—Ah —dijo, sintiendo que le barría una sensación familiar y casi reconfortante de terror impotente.

—¡Yo os ordeno y os conjuro contra todo acto agresivo, oh, demonio del averno! —dijo la voz, que ahora Rincewind se dio cuenta de que venía de detrás de la mesa.

—Bien, bien —dijo Rincewind, rápidamente—. A mí me parece bien, sí. Ejem. ¿No sería acaso posible que hubiera habido tal vez un errorcito de nada?

—¡Vade retro!

—¡De acuerdo! —dijo Rincewind. Miró a su alrededor a la desesperada—. ¿Cómo?

—¡No creáis que podéis arrastrarme a la perdición con vuestra lengua mendaz, oh demonio de Shamharoth! —dijo la mesa—. Estoy versado en las costumbres de los demonios. Obedeced todas mis órdenes u os devolveré al infierno hirviente del que has venido. Perdón, del que habéis venido. Mejor dicho, del que viniereis. Y va en serio.

La figura salió de detrás de la mesa. Era bastante bajito, y en su mayor parte permanecía oculto tras una larga serie de amuletos, fetiches y talismanes, que, aunque no fueran eficaces contra la magia, probablemente sí lo protegerían contra la estocada tolerablemente decidida de una espada. Llevaba gafas y un sombrero con orejeras largas que le daban pinta de spaniel miope.

Sostenía una espada con una mano temblorosa. La tenía tan llena de runas grabadas que se le estaba empezando a doblar.

—¿Has dicho infierno hirviente? —dijo Rincewind débilmente.

—Absolutamente, sí. Donde los gritos de agonía y los tormentos angustiados…

—Sí, sí, ha quedado claro —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que, mira, la verdad es que no soy un demonio. Así que, ¿por qué no me dejas irme?

—No me engañáis con vuestro atuendo exterior, demonio —dijo la figura. Y añadió, con una voz más normal—: Además, los demonios siempre mienten. Lo sabe todo el mundo.

—¿Ah, sí? —dijo Rincewind, agarrándose a aquel clavo ardiendo—. En ese caso… Sí que soy un demonio.

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