Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Y todas las mentes demoníacas pensaron: «Pobre Vassenego, esta vez sí que la ha cagado. Esta vez no va a ser solamente un memorando, también un documento normativo con una copia a todos los departamentos y otra para los archivos».

Astfgl se giró lentamente, como si estuviera encima del plato de un tocadiscos. Volvía a tener su forma preferida pero se había transportado a sí mismo, por decirlo de algún modo, a un nivel superior de emoción. La mera idea de humanos vivos en sus dominios le hacía chirriar de furia como si fuera una cuerda de violín. No se podía confiar en ellos. Eran impredecibles. El último humano al que se había permitido bajar aquí vivo le había dado una mala prensa terrible al lugar. Por encima de todo, le hacían sentirse inferior.

Ahora todo el vataje de su rabia se concentró en el viejo demonio.

—¿Tienes algo que decir? —le dijo.

—Iba a decir únicamente, señor, que hemos llevado a cabo un registro extensivo de los ocho círculos y no me cabe la menor duda…

—¡Silencio! ¡No creáis que no sé lo que está pasando! —gruñó Astfgl, dando vueltas en torno a la figura postrada—. ¡Te he visto a ti… Y a ti… Y a ti… —señaló con el tridente a algunos de los otros lores ancianos— conspirando en las esquinas, instigando la rebelión! ¡Aquí mando yo! ¿Lo entendéis? ¡Y me vais a obedecer!

Vassenego estaba pálido. Sus orificios nasales de patricio se inflaron como entradas de aire de motores a reacción. Todo en él decía: ¡criatura pomposa, por supuesto que instigamos a la rebelión, somos demonios! ¡Y yo ya estaba haciendo enloquecer a príncipes cuando tú estabas incitando a gatos a que dejaran ratones muertos debajo de las camas, papanatas estrecho de miras y adorador de los documentos! Todo en él decía aquello, excepto su voz, que dijo en tono calmado:

—Nadie niega eso, señor.

—¡Pues volved a buscar! ¡Y al demonio que los ha dejado entrar lo vais a llevar al foso más profundo y lo vais a desmembrar! ¿Ha quedado claro?

Vassenego enarcó las cejas:

—¿Al viejo Urglefloggah, señor? Ha sido tonto, ciertamente, pero es leal como…

—¿Estás por casualidad intentando contradecirme?

Vassenego vaciló. Por muy fastidioso que considerara al Rey en privado, los demonios son firmes creyentes en la precedencia y la jerarquía. Había demasiados demonios jóvenes presionando a los lores veteranos desde debajo para que ellos demostraran abiertamente las vías del regicidio y el golpe de Estado, no importaba cuál fuera la provocación. Vassenego tenía sus propios planes. No tenía sentido estropear las cosas ahora.

—No, señor —dijo—. Pero eso querrá decir, señor, que el Portal Pavoroso ya no…

—¡Hazlo!

El Equipaje llegó al Portal Pavoroso.

No había forma de describir lo furioso que se podía poner uno tras correr casi el doble de la longitud del continuo espacio-temporal, y el Equipaje ya estaba de bastante mal humor antes de empezar.

Miró las bisagras. Miró las cerraduras. Retrocedió un par de pasos y pareció leer el nuevo letrero que había sobre el portal.

Posiblemente aquello lo enfureció más, aunque con el Equipaje no había ninguna forma fiable de saberlo debido a que pasaba todo el tiempo más allá, por decirlo de algún modo, del horizonte de hostilidad.

Las puertas del Infierno eran antiguas. No eran solamente el tiempo y el calor lo que había cocido su madera hasta convertirla en algo parecido al granito negro. También habían absorbido miedo y maldad embotada. Ya eran más que simples objetos con que llenar un agujero en la pared. Eran lo bastante listas como para ser vagamente conscientes de lo que probablemente les deparaba el futuro.

Vieron al Equipaje tomar carrerilla sobre la arena, flexionar las piernas y agacharse.

La cerradura hizo clic. Los pestillos se descorrieron a toda prisa. Los enormes barrotes se retiraron de sus encajes. Las puertas se abrieron de golpe contra las paredes.

El Equipaje se relajó. Estiró los músculos. Caminó hacia delante. Casi paseando. Pasó entre las bisagras en tensión y, cuando ya casi estaba al otro lado, se dio la vuelta y le arreó una buena patada a la puerta más cercana.

Había una rueda de molino enorme de las que normalmente accionan los molinos al empujarlas. Ésta en concreto no producía energía para nada y tenía unos cojinetes particularmente chirriantes. Era una de las ideas más inspiradas de Astfgl, y no tenía otra utilidad que mostrar a varios centenares de personas que si pensaban que vivieron vidas sin sentido, todavía no habían visto nada.

—No podemos quedarnos aquí para siempre —dijo Rincewind—. Tenemos que hacer cosas. Comer, por ejemplo.

—Ésa es una de las ventajas tremendas de ser un alma condenada —dijo Ponce Da Quirm—. Todas las viejas necesidades corporales desaparecen. Por supuesto, se consigue todo un juego nuevo de necesidades, pero siempre me ha parecido aconsejable mirar el lado positivo de las cosas.

—¡Comosellame! —dijo el loro, que estaba posado en su hombro.

—Qué cosas —dijo Rincewind—. Nunca hubiera pensado que los animales pudieran ir al Infierno. Aunque me parece que entiendo por qué han hecho una excepción con el caso de este.

—¡A tomar por culo, mago!

—Lo que no entiendo es por qué no nos buscan aquí —dijo Eric.

—Tú calla y sigue andando —dijo Rincewind—. Porque son estúpidos, por eso. No se pueden imaginar que estemos haciendo algo así.

—Sí, y no les falta razón. Yo tampoco me puedo imaginar que estemos haciendo algo así.

Rincewind se dedicó a caminar un poco y a mirar cómo pasaba por delante de él una multitud de demonios buscando frenéticamente.

—Así que no encontró usted la Fuente de la Eterna Juventud —dijo, sintiendo que debía iniciar alguna conversación.

—Oh, sí que la encontré —dijo Da Quirm con solemnidad—. Un manantial cristalino, en las profundidades de la selva. Era muy impresionante. Y di un buen trago. Un señor trago, me parece más apropiado.

—¿Y… ? —dijo Rincewind.

—Y funcionó, claramente. Sí. Durante un rato sentí que me estaba volviendo más joven.

—Pero… —Rincewind hizo un gesto vago con la mano que abarcaba a Da Quirm, la rueda de molino y los círculos imponentes del Averno.

—Ah —dijo el anciano—. Sí, claro, ésa es la parte más lamentable. Después de todo lo que había leído sobre la Fuente, lo normal habría sido que alguien en todos aquellos libros hubiera mencionado el dato más vital sobre el agua, ¿no?

—¿Qué dato…?

—Hervirla primero. Todo dicho, ¿no? Una pena terrible, la verdad.

El Equipaje bajó trotando la gran carretera en espiral que unía los Círculos del Averno. Aunque las condiciones hubieran sido normales, es probable que no hubiera llamado mucho la atención. En todo caso, resultaba bastante menos asombroso que la mayoría de sus moradores.

—Esto es aburrido de verdad —dijo Eric.

—De eso se trata —dijo Rincewind.

—No deberíamos estar merodeando por aquí. ¡Deberíamos estar buscando una salida!

—Bueno, sí, pero es que no la hay.

—De hecho, sí que la hay —dijo una voz detrás de Rincewind.

Era la voz de alguien que lo había visto todo y no le había gustado mucho nada.

—¿Laveolo? —dijo Rincewind.

Su antepasado estaba justo detrás de ellos.

—«Llegarás a casa bien» —dijo Laveolo en tono amargo—. Palabras textuales. Ja. Diez años de un lío detrás de otro. Podrías habérmelo dicho, ¿no?

—Esto… —dijo Eric—. No queríamos trastornar el curso de la historia.

—No queríais trastornar el curso de la historia —dijo Laveolo lentamente. Miró la carpintería de la rueda de molino—. Ah. Bien. Eso lo arregla todo. Me siento mucho mejor sabiendo eso. Y en nombre del curso de la historia, querría daros todo mi agradecimiento.

—¿Perdón? —dijo Rincewind.

—¿Sí?

—¿Has dicho que había otra salida?

—Ah, sí, una puerta trasera.

—¿Dónde está?

Laveolo dejó de caminar un momento y señaló al otro lado de las neblinas del foso.

—¿Veis aquel arco de allí?

Rincewind miró a lo lejos.

—Más o menos —dijo—. ¿Es eso?

—Sí. Luego hay unas escaleras muy largas y empinadas. No sé adónde llevan.

—¿Cómo lo has descubierto?

Laveolo se encogió de hombros.

—Le pregunté a un demonio —dijo—. Siempre hay una forma más fácil de hacer las cosas, ya sabéis.

—Se tardaría una eternidad en llegar allí —dijo Eric—. Está justo al otro lado, no llegaríamos nunca.

Rincewind asintió y continuó la caminata infinita con expresión sombría. Al cabo de unos minutos dijo:

—¿Te has dado cuenta de que parece que vayamos más deprisa?

Eric se dio la vuelta.

El Equipaje se había subido a bordo y estaba intentando alcanzarlos.

Astfgl se puso delante de su espejo.

—Enséñame lo que ellos ven —ordenó.

«Sí, amo.»

Astfgl examinó un momento la imagen zumbante.

—Dime qué quiere decir esto —dijo.

«No soy más que un espejo, amo. ¿Qué sé yo?»

Astfgl gruñó:

—Y yo soy el Señor del Hades —dijo, señalando con su tridente—. Y estoy preparado para arriesgarme a otros siete años de mala suerte.

El espejo consideró las opciones disponibles.

«Tal vez pueda oír un chirrido, señor», aventuró.

—¿Y?

«Huelo humo.»

—De humo nada. Prohibí específicamente todos los fuegos abiertos. Es un concepto muy anticuado y le da mala fama al lugar.

«Aun así, amo.»

—Enséñame… el Hades.

El espejo hizo lo mejor que pudo. El Rey tuvo el tiempo justo de ver la rueda de molino, con sus cojinetes al rojo vivo, desprenderse de sus soportes y echar a rodar, tan engañosamente lenta como un alud, a través de la tierra de los condenados.

Rincewind colgaba de la barra de empujar y miraba cómo los peldaños giraban zumbando a una velocidad que se le habrían quemado las suelas de las sandalias si hubiera sido lo bastante tonto como para bajar los pies. Los muertos, sin embargo, se lo estaban tomando con el aplomo jovial de quienes saben que lo peor ya les ha pasado. Rincewind oyó gritos fugaces de «Pásame el algodón de azúcar». Oyó que Laveolo comentaba algo sobre la espléndida tracción de la rueda y le explicaba a Da Quirm que, si uno tuviera un vehículo que fuera abriendo el camino por donde pasaba, tal como estaba haciendo de hecho el Equipaje, y luego lo acorazaba, las guerras serían menos sangrientas, durarían la mitad del tiempo y todo el mundo podría demorarse todavía más en regresar a casa.

El Equipaje no hizo ningún comentario en absoluto. Veía a su amo colgando a un metro de distancia y se limitaba a seguir adelante. Se le podría haber ocurrido que el viaje le estaba llevando cierto tiempo, pero aquello era problema del Tiempo. Y así, mandando por los aires a alguna que otra alma vociferante, chocando, girando y aplastando a algún que otro demonio infortunado, la rueda continuó avanzando vertiginosamente. Y se estrelló contra el acantilado del otro lado.

Lord Vassenego sonrió.

—Ahora —dijo—. Es la hora.

Los otros demonios veteranos parecían un poco recelosos. Estaban, por supuesto, avezados en la maldad, y estaba claro que Astfgl no era «Uno De Los Nuestros», sino el cazurro más repugnante que había conseguido nunca trepar posiciones hasta su cargo…

Pero… bueno, aquello… tal vez había algunas cosas que resultaban demasiado…

—«Aprended de las costumbres de los humanos» —lo imitó Vassenego—. Me ha ordenado a mí que aprenda de los humanos. ¡A mí! ¡Qué insolencia! ¡Qué arrogancia! Pero yo he observado, oh, sí. Y he aprendido. Y he hecho planes.

La expresión de su cara era indescriptible. Incluso los lores de los círculos inferiores, que se vanagloriaban de su villanía, tuvieron que apartar la mirada.

El duque Drazometh el Pútrido levantó una garra vacilante.

—Pero si él sospecha lo más mínimo… —dijo—. O sea, es que tiene muy malas pulgas. Esos memorandos… —tembló.

—Pero ¿qué estamos haciendo? —Vassenego levantó las manos en gesto de inocencia—. ¿Qué tiene esto de malo? Hermanos, os lo pregunto: ¿qué tiene de malo?

Encogió los dedos. Los nudillos se le pusieron blancos bajo la piel fina y recubierta de venas azules mientras examinaba las caras dubitativas.

—¿O preferís recibir otro documento normativo?

Las expresiones de los presentes temblaron mientras los lores se decidían como una hilera de fichas de dominó cayendo. Había ciertas cosas sobre las cuales incluso ellos estaban unidos. No más documentos normativos, no más documentos consultivos, no más mensajes para subir la moral de todo el personal. Aquello era el Infierno, pero tenía que haber un límite para todo.

El conde Beezlemoth se frotó una de sus tres narices.

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