Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

—… Ésta es de cuando estuvimos en el Quinto Círculo, lo que pasa es que no se ve el sitio donde estábamos alojados, quedaba un poco más a la izquierda. Y ésta es aquella pareja tan graciosa a la que conocimos, no os lo creeríais nunca, vivían en los Llanos Helados de la Condenación, justo al lado de…

Eric miró a Rincewind.

—¿Les está enseñando cuadros de sus vacaciones? —dijo.

Los dos se encogieron de hombros y se alejaron, negando con la cabeza.

Luego vieron un montículo. Al pie del mismo había un hombre esposado, con la cabeza desesperada apoyada en las manos. A su lado había un demonio verde bajo y rechoncho, casi desfallecido bajo el peso de un libro enorme.

—He oído hablar de éste —dijo Eric—. Un tipo que desafió a los dioses o algo parecido. Tiene que estar todo el tiempo empujando esa roca colina arriba aunque la roca no para de caerse rodando…

El demonio levantó la vista.

—Pero primero —trinó— tiene que escuchar las Regulaciones de Insalubridad e Inseguridad sobre el Levantamiento y Transporte de Objetos Pesados.

De hecho, el volumen 93 de las Apostillas. Las regulaciones en sí ocupaban 1.440 volúmenes más. Y eso solamente era la Primera Parte.

A Rincewind siempre le había gustado el aburrimiento y lo había anhelado aunque solamente fuera por su valor como rareza. Siempre le había parecido que los únicos momentos en su vida en que no le estaban persiguiendo, encarcelando o aporreando eran cuando lo estaban tirando desde lo alto de los sitios, y aunque caer desde las alturas acababa resultando bastante repetitivo, no contaba realmente como «aburrido». El único período que podía recordar con cierto cariño fue su breve período como ayudante de bibliotecario en la Universidad Invisible, donde no había gran cosa que hacer más que leer libros, asegurarse de que no se interrumpía el suministro de plátanos del Bibliotecario y, en contadas ocasiones, ayudarlo con un grimorio particularmente recalcitrante.

Ahora se daba cuenta de qué era lo que hacía tan atractivo al aburrimiento. Era el convencimiento de que a la misma vuelta de la esquina estaban pasando cosas peores, peligrosamente excitantes, y que tú estabas bien lejos de ellas. Para que el aburrimiento fuera agradable, tenía que haber algo con que compararlo.

Mientras que esto era puro aburrimiento encima de más aburrimiento, acumulándose hasta convertirse en un enorme y aplastante mazo que paralizaba todo pensamiento y experiencia y machacaba la eternidad hasta convertirla en algo parecido a la franela.

—Esto es espantoso —dijo.

El hombre encadenado levantó una cara demacrada.

—¿A mí me lo dices? —dijo—. A mí me gustaba empujar la roca colina arriba. Te podías parar a charlar un rato, ver lo que pasaba por ahí, podías agarrarla de formas distintas y todo eso. Yo era un poco una atracción turística, la gente me señalaba con el dedo. No diría yo que era divertido, pero le daba un sentido a tu otra vida.

—Y yo le ayudaba —dijo el demonio, con la voz cargada de indignación malhumorada—. Te echaba un poco una mano a veces, ¿no? Le contaba los chismes y todo eso. Le animaba un poco cuando la roca rodaba colina abajo. Decía cosas como «coño, ahí cae otra vez la puta» y él contestaba «la madre que la parió». Nos lo pasábamos bien, ¿verdad? Qué tiempos aquellos —se sonó la nariz.

Rincewind tosió.

—Esto ya es demasiado —dijo el demonio—. En los viejos tiempos éramos felices. No hacíamos mucho daño a nadie y bueno, estábamos todos juntos.

—Eso es —dijo el hombre encadenado—. Uno sabía que si no se metía en problemas tenía una posibilidad de salir algún día. ¿Sabéis que una vez por semana tengo que parar para tomar lecciones de trabajos artesanales?

—Eso tiene que estar bien —dijo Rincewind en tono incierto.

El hombre entrecerró los ojos:

—¿Cestería? —dijo.

—Llevo dieciocho milenios aquí, desde que era un simple diablillo —gruñó el demonio—. Aprendí el oficio. Dieciocho mil putos años detrás del tridente y ahora esto. Leer un…

Un estruendo resonó por todo el Infierno.

—Ay, ay —dijo el demonio—. Parece que Él ha vuelto. Y parece furioso. Mejor será que volvamos al trabajo.

Y ciertamente, por todos los círculos del Hades, los demonios y los condenados se pusieron a gemir al unísono y volvieron a sus infiernos privados.

El hombre encadenado se puso a sudar.

—Escucha, Vizzimuth —dijo—. ¿No podríamos saltarnos aunque fuera un párrafo o dos…?

—Es mi trabajo —dijo el demonio desconsoladamente—. Ya sabes que Él lo comprueba, no me pagan lo bastante para esto… —su voz se apagó, miró a Rincewind con una mueca triste y le dio unos golpecitos cariñosos con una garra a la figura sollozante.

»Te diré qué haremos —dijo en tono amable—. Me saltaré algunas de las subcláusulas.

Rincewind cogió a Eric por un hombro.

—Mejor será que sigamos adelante —dijo en voz baja.

—Esto es verdaderamente espantoso —dijo Eric mientras se alejaban—. Le da mala fama a la maldad.

—Hum —dijo Rincewind. No le gustaba cómo sonaba aquello de que Él había vuelto y Él estaba furioso. Siempre que alguien lo bastante importante como para merecer las mayúsculas estaba furioso en las inmediaciones de Rincewind, solía estar furioso con él—. Si sabes tantas cosas sobre este sitio —dijo—, ¿no te acordarás también de cómo se sale?

Eric se rascó la cabeza.

—Ayuda si uno de los que quieren salir es una chica —dijo—. De acuerdo con la mitología efebia, hay una chica que baja aquí todos los inviernos.

—¿Para no pasar frío?

—Creo que la historia dice que en realidad es ella la que crea el invierno, o algo así.

—He conocido mujeres así —dijo Rincewind, asintiendo con expresión docta.

—O también ayuda si tienes una lira, creo.

—Ah —dijo Rincewind. Lo pensó un momento y añadió—: ¿Para largarte con la música a otra parte o algo así?

—Había que encandilar a alguien tocándola —dijo Eric en tono paciente—. Da igual.

—Ah.

—Y… y… cuando te estás marchando, si miras atrás… Creo que las granadas tienen algo que ver… o… o quizá te conviertes en un bloque de madera.

—Yo nunca miro atrás —dijo Rincewind con firmeza—. Una de las primeras reglas de salir corriendo es que nunca hay que mirar atrás.

Se oyó un rugido detrás de ellos.

—Sobre todo cuando uno oye ruidos estridentes —continuó Rincewind—. Cuando se trata de cobardía, eso es lo que distingue a los hombres de los borregos. Hay que echar a correr sin pensárselo —se agarró los faldones de la túnica.

Y corrieron y corrieron, hasta que una voz familiar dijo:

—¡Ha de ahí abajo, camaradas! ¡Subid! Es maravilloso la de viejos amigos que uno encuentra por aquí.

Y otra voz dijo:

—¿Comosellame? ¿Comosellame?

—¡¿Dónde están?!

Los sub-señores del Infierno temblaron. Aquello iba a ser espantoso. Podía incluso resultar en un memorando.

—No se pueden haber escapado —bramó Astfgl—. Están por aquí, en alguna parte. ¿Por qué no podéis encontrarlos? ¿Acaso estoy rodeado no solamente de idiotas sino también de incompetentes?

—Mi señor…

Los príncipes de los demonios se giraron.

El que acababa de hablar era el duque Vassenego, uno de los demonios más viejos. Nadie sabía su edad exacta. Pero si no había inventado personalmente el pecado original, por lo menos había hecho una de las primeras copias. En términos de iniciativa pura y zorrería podría haber pasado por humano, y de hecho solía adoptar la forma de un abogado anciano y más bien tristón con un águila en algún punto de su árbol genealógico.

Y todas las mentes demoníacas pensaron: «Pobre Vassenego, esta vez sí que la ha cagado. Esta vez no va a ser solamente un memorando, también un documento normativo con una copia a todos los departamentos y otra para los archivos».

Astfgl se giró lentamente, como si estuviera encima del plato de un tocadiscos. Volvía a tener su forma preferida pero se había transportado a sí mismo, por decirlo de algún modo, a un nivel superior de emoción. La mera idea de humanos vivos en sus dominios le hacía chirriar de furia como si fuera una cuerda de violín. No se podía confiar en ellos. Eran impredecibles. El último humano al que se había permitido bajar aquí vivo le había dado una mala prensa terrible al lugar. Por encima de todo, le hacían sentirse inferior.

Ahora todo el vataje de su rabia se concentró en el viejo demonio.

—¿Tienes algo que decir? —le dijo.

—Iba a decir únicamente, señor, que hemos llevado a cabo un registro extensivo de los ocho círculos y no me cabe la menor duda…

—¡Silencio! ¡No creáis que no sé lo que está pasando! —gruñó Astfgl, dando vueltas en torno a la figura postrada—. ¡Te he visto a ti… Y a ti… Y a ti… —señaló con el tridente a algunos de los otros lores ancianos— conspirando en las esquinas, instigando la rebelión! ¡Aquí mando yo! ¿Lo entendéis? ¡Y me vais a obedecer!

Vassenego estaba pálido. Sus orificios nasales de patricio se inflaron como entradas de aire de motores a reacción. Todo en él decía: ¡criatura pomposa, por supuesto que instigamos a la rebelión, somos demonios! ¡Y yo ya estaba haciendo enloquecer a príncipes cuando tú estabas incitando a gatos a que dejaran ratones muertos debajo de las camas, papanatas estrecho de miras y adorador de los documentos! Todo en él decía aquello, excepto su voz, que dijo en tono calmado:

—Nadie niega eso, señor.

—¡Pues volved a buscar! ¡Y al demonio que los ha dejado entrar lo vais a llevar al foso más profundo y lo vais a desmembrar! ¿Ha quedado claro?

Vassenego enarcó las cejas:

—¿Al viejo Urglefloggah, señor? Ha sido tonto, ciertamente, pero es leal como…

—¿Estás por casualidad intentando contradecirme?

Vassenego vaciló. Por muy fastidioso que considerara al Rey en privado, los demonios son firmes creyentes en la precedencia y la jerarquía. Había demasiados demonios jóvenes presionando a los lores veteranos desde debajo para que ellos demostraran abiertamente las vías del regicidio y el golpe de Estado, no importaba cuál fuera la provocación. Vassenego tenía sus propios planes. No tenía sentido estropear las cosas ahora.

—No, señor —dijo—. Pero eso querrá decir, señor, que el Portal Pavoroso ya no…

—¡Hazlo!

El Equipaje llegó al Portal Pavoroso.

No había forma de describir lo furioso que se podía poner uno tras correr casi el doble de la longitud del continuo espacio-temporal, y el Equipaje ya estaba de bastante mal humor antes de empezar.

Miró las bisagras. Miró las cerraduras. Retrocedió un par de pasos y pareció leer el nuevo letrero que había sobre el portal.

Posiblemente aquello lo enfureció más, aunque con el Equipaje no había ninguna forma fiable de saberlo debido a que pasaba todo el tiempo más allá, por decirlo de algún modo, del horizonte de hostilidad.

Las puertas del Infierno eran antiguas. No eran solamente el tiempo y el calor lo que había cocido su madera hasta convertirla en algo parecido al granito negro. También habían absorbido miedo y maldad embotada. Ya eran más que simples objetos con que llenar un agujero en la pared. Eran lo bastante listas como para ser vagamente conscientes de lo que probablemente les deparaba el futuro.

Vieron al Equipaje tomar carrerilla sobre la arena, flexionar las piernas y agacharse.

La cerradura hizo clic. Los pestillos se descorrieron a toda prisa. Los enormes barrotes se retiraron de sus encajes. Las puertas se abrieron de golpe contra las paredes.

El Equipaje se relajó. Estiró los músculos. Caminó hacia delante. Casi paseando. Pasó entre las bisagras en tensión y, cuando ya casi estaba al otro lado, se dio la vuelta y le arreó una buena patada a la puerta más cercana.

Había una rueda de molino enorme de las que normalmente accionan los molinos al empujarlas. Ésta en concreto no producía energía para nada y tenía unos cojinetes particularmente chirriantes. Era una de las ideas más inspiradas de Astfgl, y no tenía otra utilidad que mostrar a varios centenares de personas que si pensaban que vivieron vidas sin sentido, todavía no habían visto nada.

—No podemos quedarnos aquí para siempre —dijo Rincewind—. Tenemos que hacer cosas. Comer, por ejemplo.

—Ésa es una de las ventajas tremendas de ser un alma condenada —dijo Ponce Da Quirm—. Todas las viejas necesidades corporales desaparecen. Por supuesto, se consigue todo un juego nuevo de necesidades, pero siempre me ha parecido aconsejable mirar el lado positivo de las cosas.

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