Eric (Mundodisco, #9) – Terry Pratchett

Sostenía una espada con una mano temblorosa. La tenía tan llena de runas grabadas que se le estaba empezando a doblar.

—¿Has dicho infierno hirviente? —dijo Rincewind débilmente.

—Absolutamente, sí. Donde los gritos de agonía y los tormentos angustiados…

—Sí, sí, ha quedado claro —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que, mira, la verdad es que no soy un demonio. Así que, ¿por qué no me dejas irme?

—No me engañáis con vuestro atuendo exterior, demonio —dijo la figura. Y añadió, con una voz más normal—: Además, los demonios siempre mienten. Lo sabe todo el mundo.

—¿Ah, sí? —dijo Rincewind, agarrándose a aquel clavo ardiendo—. En ese caso… Sí que soy un demonio.

—¡Ajá! ¡Vuestras propias palabras os condenan!

—Mira, no tengo por qué aguantar esto —dijo Rincewind—. No sé quién eres ni qué está pasando, pero me voy a tomar una copa, ¿vale?

Intentó salir del círculo, pero un montón de chispas se elevaron de las inscripciones rúnicas y le aterrizaron por todo el cuerpo, paralizándolo de la sacudida.

—No debiereis… No debieres… No pudiereis… —el invocador de demonios se rindió—. Mira, no puedes salir del círculo hasta que yo te libere, ¿vale? O sea, no quiero ponerme desagradable, pero es que si te dejo salir del círculo podrás asumir otra vez tu forma verdadera, que espero que sea una forma bastante horrible. ¡Vade retro! —añadió, con la sensación de que había perdido un poco de tono.

—Muy bien, ya vadeo, ya vadeo —dijo Rincewind, frotándose el codo—, pero sigo sin ser un demonio.

—Entonces, ¿cómo es que has respondido a la invocación? Supongo que pasabas por casualidad por las dimensiones paranaturales, ¿no?

—Algo así, creo. Está todo un poco borroso.

—Ve a tomarle el pelo a otro, colega. —El invocador apoyó la espada en un atril sobre el que había abierto un grueso tomo repleto de puntos de lectura. Luego se puso a bailar una jiga frenética—. ¡Ha funcionado! —dijo—. ¡Je, je! —Sorprendió la mirada horrorizada de Rincewind y recobró la compostura. Tosió con expresión avergonzada y se acercó hasta el atril.

—De verdad que no soy… —empezó a decir Rincewind.

—Tengo una lista en alguna parte —dijo la figura—. Veamos. Ah, sí, te ordeno… Quiero decir, os ordeno… que, ejem, me concedáis tres deseos. Sí. Quiero el dominio sobre todos los reinos del mundo, quiero conocer a la mujer más bella que haya existido jamás, y quiero vivir por toda la eternidad —miró a Rincewind con expresión alentadora.

—¿Todo eso? —dijo Rincewind.

—Sí.

—Ah, no hay problema —dijo Rincewind con sarcasmo—. Y luego me tomo el resto del día libre, ¿no?

—Y también quiero un cofre lleno de oro. Para ir tirando.

—Ya veo que lo tienes todo bien pensado.

—Sí. ¡Vade retro!

—Que sí, que sí. Lo que pasa… —Rincewind pensó a toda prisa: Este tío es un chiflado, pero es un chiflado con una espada en la mano, la única esperanza que me queda es disuadirlo en sus propios términos—. Lo que pasa es que, mira, no soy un demonio de una clase muy superior, y me temo que esa clase de peticiones requieren a alguien más poderoso, lo siento. Puedes vadear todo lo que quieras, pero siguen sin estar a mi alcance.

La figura de baja estatura miró por encima de sus gafas.

—Ya veo —dijo en tono malhumorado—. ¿Y qué te parece que puedes conseguir?

—Pues bueno… —dijo Rincewind—. Supongo que puedo bajar a la tienda y comprarte un paquete de pastillas de menta o algo así.

Hubo una pausa.

—¿De verdad no puedes hacer nada de todo eso?

—Lo siento. Mira, te diré qué haremos. Tú suéltame y yo te prometo que les daré el recado cuando vuelva a… —Rincewind dudó. ¿Dónde diablos vivían los demonios?— a Villademonios —dijo, esperanzado.

—¿Quieres decir a Pandemónium? —dijo su captor en tono receloso.

—Sí, eso es. A eso me refería. Se lo diré a todo el mundo, la próxima vez que estés en el mundo real ves a asegurarte… ¿cómo te llamas?

—Thursley. Eric Thursley.

—Muy bien.

—Demonólogo. Callejón del Muladar, Pseudópolis. Al lado de la curtiduría —dijo Thursley, esperanzado.

—Eso es. Tú no te preocupes. Ahora, si me dejas marchar…

A Thursley se le puso cara de palo.

—¿Estás seguro de que no puedes hacer nada de todo eso? —preguntó, y Rincewind no pudo evitar percibir el matiz de súplica de su voz—. Un cofrecito pequeño de oro ya me vendría bien. Y bueno, tampoco tiene que ser la mujer más hermosa de la historia entera. La segunda más hermosa ya sirve. O la tercera. Puedes elegir cualquiera de las mejores ci… mil. Lo que tengas en existencias, ya sabes —al final de la frase la voz se le impregnó de anhelo.

A Rincewind le vinieron ganas de decir: Mira, lo que tendrías que hacer es dejar de hacer guarradas con productos químicos en cuartos oscuros, luego te afeitas, te cortas el pelo, te das un baño, o mejor, dos baños, sales una noche y así —pero tenía que ser honesto, porque aunque se lavara, se afeitara y se sumergiera en agua de colonia, Thursley no iba a ganar ningún premio—, y así conseguirás que la mujer que elijas te dé una bofetada.

O sea, no sería gran cosa, pero por lo menos sería un contacto físico.

—Lo siento —dijo otra vez.

Thursley suspiró.

—La tetera está en el fuego —dijo—. ¿Quieres una taza?

Rincewind dio un paso y se topó con un chisporroteo de energía psíquica.

—Ah —dijo Thursley en tono incierto, mientras el mago se chupaba los dedos—. Te diré qué haremos. Te voy a poner bajo un conjuro de coacción.

—No hace falta, te lo aseguro.

—No, es mejor así. Quiere decir que te podrás mover. De todas formas ya lo tenía listo, en caso de que pudieras ir a buscar, ya sabes, a buscarla a ella.

—Bueno —dijo Rincewind. Mientras el demonólogo iba murmurando palabras del libro él pensaba: Pies. Puerta. Escaleras. Qué gran combinación.

Se le ocurrió que el demonólogo tenía algo que le resultaba un poco raro, pero no acababa de saber qué era. Su aspecto era bastante similar al de los demonólogos que Rincewind había conocido en Ankh-Morpork, que estaban todos encorvados, llenos de manchas químicas y tenían las pupilas como cabezas de alfiler por culpa de los humos tóxicos. Éste encajaba bastante bien con ellos. Y sin embargo, tenía algo raro.

—Para serte sincero —dijo Thursley, limpiando con diligencia una parte del círculo—, eres mi primer demonio. Nunca había funcionado antes. ¿Cómo te llamas?

—Rincewind.

Thursley pensó en aquello.

—No me suena —dijo—. En el Demonologie hay un tal Riinjswin. Y un tal Winswin. Pero tienen más alas que tú. Ya puedes salir. Tengo que decirte que ha sido una materialización de primera. Nadie que te viera pensaría que eres un demonio. La mayoría de los demonios, cuando quieren parecer humanos, se materializan en forma de nobles, reyes y príncipes. Este aspecto de mago apolillado es muy inteligente. Casi podrías haberme engañado. Es una pena que no puedas hacer nada de lo que te he pedido.

—No entiendo para qué quieres vivir por toda la eternidad —dijo Rincewind, decidiendo para sí mismo que el tipo se las iba a pagar a la menor oportunidad por haber usado la palabra «apolillado»—. Si se tratara de volver a ser joven, lo entendería.

—Ja. Ser joven no es muy divertido —dijo Thursley, y se tapó de golpe la boca con una mano.

Rincewind se inclinó hacia delante.

Unos cincuenta años. Aquello era lo que le faltaba.

—¡Esa barba es falsa! —dijo—. ¿Cuántos años tienes?

—¡Ochenta y siete! —chilló Thursley.

—¡Te veo los ganchos por encima de las orejas!

—¡Setenta y ocho, de verdad! ¡Vade retro!

—¡Eres un niño!

Eric recobró la compostura, digno.

—¡No es verdad! —dijo en tono cortante—. Tengo casi catorce años.

—¡Ajá!

El chico blandió la espada en dirección a Rincewind.

—¡Además, no importa! —gritó—. ¡Uno puede ser un demonólogo a cualquier edad, pero tú sigues siendo mi demonio y tienes que hacer lo que yo te diga!

—¡Eric! —dijo una voz procedente de alguna parte por debajo de ellos.

A Eric se le puso la cara blanca.

—¿Sí, madre? —gritó con la mirada clavada en Rincewind. Sus labios articularon en silencio las palabras: «No digas nada, por favor».

—¿Qué es todo ese ruido ahí arriba?

—¡Nada, madre!

—¡Baja a lavarte las manos, cariño, tienes el desayuno listo!

—Sí, madre —miró avergonzado a Rincewind—. Es mi madre —dijo.

—Tiene buenos pulmones, ¿eh? —dijo Rincewind.

—Bueno, será mejor que vaya —dijo Eric—. Tú te tienes que quedar aquí, por supuesto.

Se le ocurrió que llegado a aquel punto estaba perdiendo cierto volumen de credibilidad. Volvió a blandir la espada.

—¡Vade retro! —dijo—. ¡Te ordeno que no abandones esta sala!

—Vale. De acuerdo —dijo Rincewind, mirando de reojo las ventanas.

—¿Lo prometes? Si no, te envío de vuelta al Averno.

—Oh, no, no me apetece —dijo Rincewind—. Ve tranquilo. No te preocupes por mí.

—Voy a dejar aquí la espada y estas cosas —dijo Eric, y se quitó la mayor parte de sus accesorios para revelar a un muchacho flaco y moreno cuya cara mejoraría mucho cuando se le fuera el acné—. Si las tocas, se cernirán sobre ti cosas terribles.

—Ni se me pasaría por la cabeza —dijo Rincewind.

Cuando se quedó a solas fue hasta el atril y miró el libro. El título, impreso en unas espectaculares letras rojas parpadeantes, era Mallificarum Sumpta Diabolicite Occularis Singulamm, el Libro del Control Supremo. Lo conocía. En alguna parte de la biblioteca había un ejemplar, aunque los magos no le hacían ningún caso.

Aquello podía parecer raro, porque si hay una cosa por la cual un mago vendería a su abuela era el poder. Pero tampoco era demasiado raro, porque cualquier mago lo bastante listo para sobrevivir cinco minutos también era lo bastante listo como para darse cuenta de que cualquier poder que hubiera en la demonología lo tenían los demonios. Usarlo para tu propio beneficio sería como intentar matar ratones dándoles golpes con una serpiente de cascabel.

Incluso los magos consideraban extraños a los demonólogos. Solían ser hombres pálidos y furtivos que urdían cosas complicadas en habitaciones oscuras y que cuando te daban la mano la tenían floja y húmeda. La suya no era una magia buena y limpia. Ningún mago que se respetara a sí mismo tenía tratos con las regiones demoníacas, cuyos habitantes eran la colección más grande de majaderos que se podía encontrar fuera de un pabellón de reposo.

Examinó el esqueleto de cerca, por si acaso. No parecía inclinado a contribuir de ninguna forma a la situación.

—Pertenecía a su comosellame, abuelo —dijo una voz cascada detrás de él.

—Vaya herencia más rara —dijo Rincewind.

—No, no le pertenecía personalmente. Lo compró en una tienda. Es un comosellame de esos, un comosellame articulado.

—Pues no es que diga demasiada cosa —dijo Rincewind, y luego se quedó muy callado y pensativo—. Ejem —dijo sin mover la cabeza—. ¿Con qué estoy hablando exactamente?

—Soy un comosellame. Lo tengo en la punta de la lengua. Empieza por ele.

Rincewind se giró lentamente.

—¿Eres un loro?

—Eso.

Rincewind se quedó mirando la cosa que había en la percha. Tenía un ojo que brillaba como un rubí. La mayor parte del resto era piel rosada y purpúrea, tachonada de cabos de plumas, de forma que producía la impresión global de ser un cepillo de pelo listo para el horno. Se puso a menearse artríticamente en su percha y fue perdiendo lentamente el equilibrio hasta quedar colgando cabeza abajo.

—Pensé que estabas disecado —dijo Rincewind.

—A tomar por culo, mago.

Rincewind no le hizo caso y se arrastró hasta la ventana. Era pequeña, pero daba a un tejado en suave pendiente. Y afuera había vida de verdad, un cielo de verdad y edificios de verdad. Estiró el brazo para abrir los postigos…

Una corriente chisporroteante le subió por el brazo y tomó tierra en su cerebelo.

Se quedó sentado en el suelo, lamiéndose los dedos.

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