Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

Capítulo 18

La idea genial que tuvo mi compañero para aliviarme fue que su madre viniera a casa. Pues hay que reconocer que mi madre no estaba. Es incapaz de acompañar a su hija mientras ésta da a luz, pues a ella ya le tocó en su día. No puede revivir ese calvario a través de sus hijas, y ésa es la razón por la que, en los dos casos, se ausenta. No tiene motivos para sufrir dos veces los dolores que ella misma tuvo que aguantar. Hace bien en negarse a ello; después de todo, la entiendo perfectamente.

En cambio, la suegra esperaba pacientemente. Esperaba que llegara su hora frotándose las manos.

—¿Cómo está la pequeña Martha? —dijo, plantándose en casa con aire vivaracho gracias a la copia de llaves que le había dado Nicolas.

Me encontraba en el salón con el bebé, dándole de mamar. Léa cerraba los ojos, extática, presa de una de sus famosas modorras, cuando la suegra me arrancó el bebé del pecho con un gesto enérgico para apretarla contra ella. La pequeña abrió un ojo sorprendida, lo cerró y luego husmeó el nuevo olor con las ventanas nasales bien abiertas antes de mirar a la abuela con aire indignado, con la ceja arqueada y una mueca en la boca, lista para echarse a berrear ante la perspectiva de ver su pitanza alejarse.

—Démela, Edith — dije—, me parece que aún tiene hambre. Y además, ya le he dicho que no se llama Martha.

—Nada de eso, no hay que darle demasiado de comer, porque si no le va a doler la barriga. Mira, tráeme el babero, voy a hacer que eche su eructo.

Me levanté, le di el babero con la extraña sensación de ser la hermana mayor o, lo que es peor, una madre de alquiler que ya hubiera cumplido su misión y que estuviera pasando el relevo. Como la niña no paraba de llorar, tendí las manos para cogerla en brazos, pero la suegra seguía en sus trece y se aferraba a ella. Nos encontramos allí cara a cara, la una cogiendo los brazos de la niña, la otra las piernas, a riesgo de partirla en dos como en el juicio del rey Salomón, hasta que la madre de verdad —yo— cedió.

Esa vez, me la quedé mirando con la sensación de ser una leona a la que le acaban de quitar la cría y dispuesta a matar.

—Le digo que tiene hambre.

—Sí, eso seguro. Sin duda no tienes suficiente leche. Harías mucho mejor dándole el biberón. Cógela un momento, que voy a preparar uno. Aguántale bien la cabeza, ¿eh? —añadió, dándome la niña.

Sin embargo, era verdad que no tenía suficiente leche. Y además estaba agotada, y tenía hambre. La lactancia es una experiencia tan increíble en la sociedad tecnológica en la que vivimos que requiere documentarse con detalle. En definitiva, requiere reaprender a ser animal, lo cual es complicado cuando se es una mujer activa que trabaja con ordenador, que llama con teléfono móvil y envía mensajes multimedia, pero que ha olvidado cómo darle el pecho a una cría de humano. Es un saber tabú que no se encuentra en los libros por razones de urbanidad y que se entrega con parsimonia de mujer nodriza a mujer nodriza.

Además, tenía tanta prisa por recuperar la silueta que mostraba el nuevo Elle especial Adelgazar… El culo bien torneado, la barriga firme, los pechos en punta. Así que no comía. Aunque hubiera querido comer, no habría podido. No podía ir a comprar. Aún me dolía todo, el bebé lloraba, y tenía que darle el pecho.

Acabé por recuperar a mi hija de los brazos de mi suegra que se había instalado cómodamente en el salón, con un café y una pila de revistas delante.

—¡Mira este artículo! —exclamó Edith, totalmente exaltada—. En Italia una mujer ha tenido un hijo con sesenta años. ¿No te parece ex-tra-or-di-na-rio?

Cogí el bebé somnoliento, me metí en la cama para hacer una siesta con ella, y estiré las extremidades, dejándome llevar en la voluptuosidad característica que se tiene al dormirse por agotamiento. Pero dos horas más tarde, me encontré a mi suegra dándole un biberón a la pequeña Léa.

—Edith, ¡le dije que no le diera biberón pues quiero darle el pecho!

—Pero la pobrecita Martha se estaba muriendo de hambre…

—Yo sí que estoy muerta de hambre. Y además, le ruego que no la llame Martha, se llama Léa.

La suegra se marchó, con aire contrariado, volvió un poco más tarde con un strudel de manzanas, que engorda, coles, que las mujeres nodrizas no deben comer ya que dan mal sabor a la leche, y una carpa viva que pensaba hacer a la geffilte fish, y que mientras tanto metió en la bañera para purgarla.

—Bueno— dijo en éstas la suegra—, ¡me marcho! He quedado en ir a comer con una amiga. ¿Sabes de algún buen restaurante por el barrio? —añadió en un tono estridente que despertó al bebé —. ¡Oh, llora otra vez! A lo mejor le duele la barriga. Si tiene dolor de barriga te desaconsejo de verdad que le des el pecho. Tal vez es tu leche la que le hace daño.

—¿Usted cree?

—¡Pues ya te digo que no tienes suficiente leche, así que es evidente!

—Ya lo sé, Edith. Bastaría con que pudiera estimular la lactancia con un sacaleches eléctrico.

—Buena idea. Si quieres, mañana te traeré un quitaleches. Uy, perdón, quise decir un sacaleches.

Por la tarde, cuando quise ir a darle un baño a la pequeña Léa, me encontré con la carpa. Estaba sentada al borde de la bañera cuando Nicolas volvió del trabajo.

—Pero, ¿qué haces?— preguntó Nicolas.

—Miro la carpa de tu madre.

—¡Ah, va a hacer un geffilte fish!

—Sí. Y yo, ¿qué hago? ¿Baño a Léa en la bañera con la carpa?

—No serán más que unos días, no te preocupes. No hay nada mejor en el mundo que el geffilte fish de mi madre.

—Mira —le confesé—, no quiero que esta carpa esté en mi casa. No puedo soportarlo, ¿entiendes? Pobre… Tienes que ir a tirarla al Sena enseguida.

—¿Qué? Pero, ¿te has vuelto loca? ¿Acaso no sabes lo difícil que es encontrar una carpa viva en París?

—Tu madre no sólo no me trae más que coles para comer y mete una carpa en la bañera, sino que además da biberones a Léa a escondidas. Creo que en secreto intenta arruinarme la lactancia.

—Estás paranoica. Tu madre tiene razón, hay que cuidar de ti. Y además, eres una ingrata. Ha venido para ayudarte y lo único que haces es criticarla.

—Quiere robarme el bebé. Antes vino a quitármela de los brazos mientras dormía, como en Rosemary’s Baby.

Nicolas me miró con aire afligido.

—Sabes que después de ti y el bebé, mi madre es la persona a quien más quiero en el mundo. No soporto que la critiques cuando lo único que intenta es ayudarnos.

—Tal vez intenta ayudarte a ti. A mí seguro que no. Y además sabes que en el fondo me odia. Nunca le he gustado.

—No tienes más que decirle a tu madre que se ocupe de ti, ¿vale? Ya veremos cuánto tiempo la vas a aguantar.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre proponerme?

—¿Y tú? ¿Por qué tienes siempre que dramatizarlo todo?

—Porque mi vida es dramática.

Nicolas me miró taciturno.

—Estás depresiva, Barbara. Lo ves todo negro. Es horrible vivir contigo.

Ya está. Dijo las palabras que nos hicieron caer del otro lado del espejo, del otro lado del amor. Del lado de la nada.

—Mira — añadió Nicolas—, en el fondo creo que mi madre tiene razón… Sabes, ella entiende de niños. Tuvo cuatro. Y no hemos salido tan mal, ¿no? ¿Por qué te empeñas en dar el pecho a la niña? Déjalo. Ya nadie lo hace hoy en día.

—Eso no es verdad. No tienes más que mirar las estadísticas.

—¿Te empeñas erre que erre en formar parte del cinco por ciento?

—Es mi elección —contesté— no quiero dejarlo.

Dejar de darle el pecho era aceptar que la suegra tenía razón. Quería reconquistar mi dignidad y demostrar a Nicolas que yo estaba en lo cierto. Cuando se trataba de su madre, se cegaba totalmente. Se diría que perdía cualquier sentido crítico.

La madre. Nunca había sido consciente de hasta qué punto era un tema doloroso y neurálgico para Nicolas. Entre la madre y el hijo había un vínculo esencial y fundamental a pesar de ser invisible, y aunque no lo comprendiera, no podía hacer otra cosa que admitirlo. Sin embargo, me hacía sufrir. Sabía que eso nos separaba. Estaba resentida con él y, lo que es peor, lo despreciaba por ser tan poco clarividente y ser tan hijo de su madre cuando lo que yo necesitaba era un hombre, un esposo y un padre. Me hubiera gustado que fuera más adulto, más responsable. Lo que me había gustado de él había sido su independencia; ahora lo veía como un niño pequeño que quería complacer a su mamá, como un hombrecito edípico orgulloso de mostrar su bebé a su madre. Lo quería como hombre, creía que lo adoraba como padre, pero para mi sorpresa, ahora lo veía como un hijo. Se despertó en mí un sentimiento nuevo y molesto: el desprecio.

Capítulo 19

Olvidarme de todo. Volver a aprender a ser un animal. Léa era tan misteriosa, imprevisible, colérica y alegre a la vez, sonriente y triste, independiente y necesitada; era instintiva y primaria. No tenía conciencia de nada. No sabía lo bonita que era.

Aquella noche, después de dormirla, rebusqué en todos los ejemplares que tenía de Elle, que de forma milagrosa se salvaron de la mudanza. Por fin lo encontré: de forma triunfal desenterré el periódico en el que Juliette Binoche hablaba de la lactancia. Hacía alusión a una asociación que se llamaba “la Leche League” y había un artículo en el que Inés de la Fressange también la mencionaba. Me dije que debía ponerme en contacto obligatoriamente con esa misteriosa organización que tenía el poder de hacer que las nuevas madres fueran felices.

Fue así como, al cabo de unos días, acudí a una reunión de la Leche League que tenía lugar cerca de casa, en la Rue Charlot. Por fin iba a enterarme. Por fin iba a conocer el secreto: el de las mujeres que murmuran en esa cofradía misteriosa en la cual no están entronizadas más que las mujeres nodrizas. Por fin iba a conocer el secreto de la mujer madre.

La reunión era en un apartamento. En el salón, las madres estaban sentadas en círculo y tenían todas sus bebés apretados contra ellas; otras los habían colocado en una alfombra didáctica; los más mayores jugaban en la habitación de al lado y, de tanto en tanto, volvían a mamar del pecho de su madre que se levantaba el jersey sin interrumpir lo que estuviera diciendo, como si fuera totalmente natural.

Me senté en silencio para no interrumpir el debate, mientras me daba cuenta de que era la única que no había traído a su bebé. Una mujer joven morena tenía a un bebé colgado de cada pecho. Se presentó de la siguiente manera: “Laurence, madre de Clémence, de dieciséis meses, y de Chloé, de tres meses”. Hablaba de su experiencia pavoneándose. Le daba el pecho a su hija desde hacía dos meses y medio pero lo completaba con biberones. Al principio, siguiendo los consejos de la Leche League, había intentado administrárselos con una jeringa, pero teniendo en cuenta las cantidades, resultaba un poco difícil y sobre todo decidió parar el día en que la pequeña casi se clava una. Así pues, después de la pipeta, pasó a la tetina de un agujero, y desde hacía tres semanas a la de dos agujeros, porque se tardaba bastante en dar el pecho y el biberón, y su hija acababa teniendo problemas de digestión… Quería saber si el hecho de dar el biberón ponía en riesgo la lactancia.

Marie, que era quien presidía la sesión, fue categórica: había que evitar dar el biberón como fuera. El biberón es el enemigo de la lactancia. Tenía que intentar la taza de pico ya que hay que saber que existe el riesgo de confusión entre la teta y la tetina y sería una pena dejar de dar el pecho por culpa de este error. Michèle, la joven rubia que tenía un seno enorme del que colgaba un bebé minúsculo, estaba tomando Galactogyl para estimular la lactancia; lo alternaba con tisanas de anís y cerveza de malta sin alcohol. Pero no sabía cómo podía conseguir una lactancia al cien por cien. Marie le aconsejó que diera el pecho el bebé más a menudo.