Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

Estaba tan angustiada que tenía la sensación de que se me había acabado la leche. Desde que nació la niña, me parecía estar viviendo un sueño, otra realidad. El bebé me alienaba y, a la vez, me liberaba de mis servidumbres. Ya no estaba resentida con mi hermana, ni con mi madre. Había tomado distancia con respecto a mi trabajo, mis prioridades, mi carrera. Estaba harta de todo eso. El juego social me era indiferente. Había vuelto al seno materno, al caparazón incómodo de mi infancia.

Un día me di un baño. Al meter el cuerpo en el agua no lo reconocí. Se había modificado, incluso los huesos eran distintos. Era un cuerpo de mujer, ya no era el cuerpo de adolescente o de niña que me esforzaba en cultivar a base de dietas. Era el cuerpo de las mujeres en la playa, esos cuerpos que han dado a luz varias veces, esos cuerpos de los cuadros de Rubens que la sociedad aborrece, cuando las mujeres viven una esclavitud mucho más solapada que la de la antigua dominación que vivían las mujeres por parte de los hombres, puesto que dicta la norma estética de una forma draconiana y anti-darwiniana. De una manera que impide que las mujeres se realicen como mujeres, en su función femenina, ya sea materna o no. En esta sociedad está dicho que la mujer tiene que permanecer como una chiquilla. En ese momento, según los criterios de la sociedad, yo era horrorosa.

Pero, ¿qué se entiende por ser mujer? ¿Es acaso obedecer a las normas sociales que preconizan la delgadez anoréxica que aspira a hacer desaparecer a la mujer detrás de la chica, o es la plenitud realizada de la mujer que ha dado la vida, la mujer que da el pecho y que la religión exaltó bajo el nombre de María? ¿Esa madre sacralizada que los hombres adoran pero que no desean? ¿O es la mujer liberada que trabaja y asume su propia vida sin tacones y con el pelo corto, que reflexiona pero que no tiene hijos?

Se me caía el pecho, se me oscurecían las ojeras, mis piernas se transformaban en pilares y mis días se reducían como la piel de tristeza[8]. Ya no tenía tiempo para nada. Hacía nueve meses que no abría un libro. No tenía ni siquiera tiempo de encender la tele y menos mal, porque veía la imagen siempre borrosa. Había renunciado definitivamente a llamar a France Télécom. Ya nadie me llamaba porque ya no tenía amigos. No tenía ni idea de lo que pasaba en el mundo puesto que no tenía tiempo de leer el periódico. Las únicas conversaciones serias que había tenido durante los últimos tiempos se reducían a dos palabras: ¿ba? Baba. Me pasaba horas en la sala de espera del pediatra al menor resfriado. O mirando a mi hija chapotear en el baño.

Ya no me apetecía salir, viajar o trabajar. Ya no me interesaba la filosofía. Ya no me apetecía vestirme, maquillarme, y una camiseta o un chándal sobre los michelines bastaban para que mi hija estuviera contenta de verme, pues yo era a quien ella quería, más allá las apariencias, y con eso me bastaba. Ya no necesitaba hacerme preguntas acerca del sentido metafísico de la vida puesto que el sentido de la vida, me gustara o no, era ella. Era algo sólido, concreto. Ella nunca decepcionaba. Todos los días estaba al pie del cañón, con su lote de lloros, pipis y sonrisas. Dependía de mí, sin mí no era nada. Nadie en el mundo estaba tan ligado a mí. Ni el amor de un marido, ni la amistad de una amiga son comparables al apego de un bebé cuando te mira y te pide que le des de comer, que lo cojas, que lo acaricies, que lo quieras con un amor absoluto, y no sabes ni siquiera por qué.

Veía a mi madre todos los días. Pero ya no veía a mis amigos. A los que estaban solteros ya no les interesaba en absoluto. Estaban hartos de verme con aspecto huraño u ocupándome de Léa. Los demás, los que ya tenían familia, a los que de forma sorprendente me había acercado desde que era madre, estaban demasiado ocupados con su prole como para entablar verdaderos vínculos.

¿De qué sirve la amistad si no está presente ni en los momentos de desgracia ni en los de felicidad? ¿Por qué los amigos nos abandonan precisamente en los momentos extremos de la vida, cuando más los necesitamos? ¿De qué sirve la amistad si no está en esos instantes? ¿De qué sirve vivir si el amor no existe y la amistad es una engañifa?

Capítulo 24

Léa tenía seis meses y era nuestro aniversario, el del día en que nos conocimos.

Recuerdo que para el primer aniversario Nicolas me llevó a Oporto. Fue una sorpresa. Eramos dos enamorados en las calles portuguesas, con el pequeño puerto encantador, la ciudad en cuesta, las calles adornadas con flores, las callejuelas escondidas en las que nos besábamos escuchando fado, despreocupados bajo las estrellas de la primavera. Mi corazón latía para él. Dudábamos entre ir a un restaurante o un concierto, ir al cine o ver a unos amigos. ¡Felices indecisiones de las parejas sin hijos! Entonces les parece que la vida es eso, una sucesión de decisiones sin consecuencia.

Aquella noche, llevaba dos horas intentando que el bebé se durmiera. Nicolas llegó a casa, cogió una lata de Coca-Cola de la nevera y cerró la puerta. El bebé se sobresaltó y se echó a llorar.

—¡Imbécil!

—¿Qué?

—Idiota. ¿No has visto que estaba dormida?

—Sí, lo he visto, pero si ni siquiera puedo beber algo…

—¡Me ha costado dos horas dormirla! Podrías tener un poco de cuidado.

—Oye, mira, más vale que te advierta: no podemos tener una bronca porque la niña se despierta. La cosa no va así, para nada. No voy a vivir de puntillas porque está durmiendo. Ésta es mi casa…

—Pues mira, vuélvela a dormir tú. Yo ya no puedo más.

Se me habían quitado las ganas de celebrar nuestro aniversario. Lo único que quería era meterme en la cama.

Cuando una hora más tarde vino a la cama, después de haber dormido a la niña, lo estaba esperando viéndolo todo negro.

—Mira —me dijo—, he pensado que para nuestro aniversario podríamos irnos un fin de semana, pero esta vez para reencontrarnos un poco nosotros dos, tú y yo. Podríamos dedicarnos un tiempo para vernos de verdad, hablar, cenar en un restaurante, ir al cine… ser como antes, ¿te acuerdas?

Pues claro, claro que me acordaba de nuestra vida de antes. De hecho, es cierto que no hacíamos cosas apasionantes. Pasábamos el tiempo, cenábamos, veíamos películas.

Luego Nicolas me explicó que lo mejor sería que nos fuéramos a casa de sus padres, en Trouville: podríamos dejarles a la niña y salir nosotros dos, de parejita. Pero yo no quería ir a casa de sus padres por nada del mundo.

—¿Pero por qué? —preguntó Nicolas—. ¿Les has declarado la guerra a mis padres cuando a tu madre la ves todos los días? Y yo también, por cierto…

—¿Y? Ya te va bien que venga a ocuparse de la niña, ¿no? Soluciona el problema de la canguro.

—Sí, pero me molesta verla.

—A mí me molesta ver a tus padres.

Y nos volvimos a meter en una discusión gordísima, ahogando los gritos para no despertar a la niña.

Era ya tarde cuando Nicolas se me acercó. Me resultaba difícil estar junto a ese cuerpo que se había vuelto extraño y que, de repente, por fin, se unía al mío. Era a la vez desconocido y familiar de forma rara. Era un padre, y un hermano desde que nos habíamos convertido en una familia. Tenía la sensación de estar cometiendo un incesto. Me sentía mal conmigo misma. Estaba en otra parte. Mi cuerpo era insensible, insumiso, y no sentía nada más que una especie de molestia. Todavía me dolía. Por primera vez, mientras hacíamos el amor me puse a pensar en otra cosa. En Italia, en las promesas, en la moto, en los dos embriagados por el viento, pegados uno al otro, apretados, y delante de nosotros estaba el horizonte, un horizonte hermoso.

Ahora todo era tan distinto… Nuestra relación había evolucionado tanto en tan sólo algunos meses… En adelante, cada uno tiraría por su lado. Mi amante se había convertido en mi hermano. En mi corazón, mi hija ocupaba el lugar de mi compañero. El bebé ocupaba su lado de la cama.

Estábamos ahí, de frente, sin gusto por vernos.

Nos hacíamos daño. Nos decíamos cosas terribles, irreversibles. Nos humillábamos. Nos peleábamos. Nos deteriorábamos, nos desvalorizábamos. Nos ofendíamos. Nos tratábamos mal. Empleábamos palabras que hacen daño, palabras que se quedan. Nos decíamos cosas que degradan. No teníamos interés por el otro. Nos alejábamos. Eramos como dos continentes a la deriva. Ya no compartíamos el mismo mundo. Nos hacíamos preguntas. Preguntas ofensivas. Nos hacíamos un daño infinito, el peor de los daños. Nos matábamos a fuego lento, poco a poco, haciendo ruido.

Y ahora… La destrucción de nuestra relación era intensa y patética.

Capítulo 25

Por fin llegaron las vacaciones.

Pero, ¿qué se puede hacer en vacaciones cuando se tiene un bebé y cuando uno no quiere quedarse todo el día metido en casa cuidándolo y sólo desea descansar, no hacer nada, pasear, viajar?

Sugerí a Nicolas que nos contentáramos con Paris-Plage, que no quedaba lejos del Marais, pues podíamos ir con la sillita y era la ocasión de usar la Pliko de Peg Perego e intentar abrirla entre los dos. Me llevaría una toalla. El bebé estaría contento debajo del aspersor. En efecto, a Léa le encantaba el agua. No estaba nunca tan contenta como cuando la bañábamos. Se sentía en su elemento, agitaba los brazos y las piernas, probaba el agua del baño, nadaba como un pececito y se reía a carcajadas. Pero tras un primer intento de acceder al lugar en cuestión, tuve que dar la media vuelta pues no había ni un solo sitio ni para el cochecito ni para nadie en aquel cuerpo a cuerpo.

Varias personas nos habían aconsejado el Club Med que tenía un baby-club. Mi hermana Katia, que era una madre experimentada con dos niños, me había asegurado que era la mejor solución puesto que permitía escaparse de los suegros gracias a la guardería para niños. Las canguros eran estupendas, sobre todo desde que el Club Med había cambiado la política de las niñeras: antes se daban demasiados divorcios después del verano ya que los padres tenían la fastidiosa manía de entablar relaciones estrechas con las Súper-canguros. Desde que habían puesto a canguros más feas, las parejas se llevaban mucho mejor.

No estaba de humor para ir al Club Med. Prefería más bien quedarme en París que ir a ese sitio organizado por y para la sociedad de consumo. Me aferraba a mi imagen romántica, la de antes del nacimiento.

Pero tras la experiencia de Paris-Plage, acabé aceptando ir a Metapunto, en Italia. Preparamos el equipaje. Después de tres horas de esfuerzos, habíamos llenado tres maletas con: los pañales, la ropa, los biberones, el calienta biberón, el esterilizador, juguetes, productos para el cuidado del bebé, la sillita, el Maxi-cosi y la silla paraguas.

Llegamos con todos los bártulos al mostrador de Air France para comprobar que la compañía francesa había vuelto a informarnos mal. Habíamos hecho tres llamadas en las que nos aseguraron que el libro de familia era suficiente para que el bebé pudiera viajar. Al final, cuando llegamos al mostrador, con nuestros billetes sin derecho a cambios ni reembolsos, nos comunicaron que efectivamente necesitábamos un pasaporte para el bebé. Me enfadé y me puse nerviosa con Nicolas que no podía hacer nada, y allí estábamos, con unos billetes echados a perder y sin poder viajar. Vaya decepción.

En vez de volvernos por donde habíamos venido con todo el equipaje, acabamos tomando el vuelo de Alitalia, una compañía más comprensiva. El hotel era un lugar confortable con habitaciones que daban al mar, el lugar de veraneo del s. xxi. Era una especie de paraíso en un lugar despoblado… ¡Lejos! Lejos de Francia y de todas sus miserias. El campo de alrededor parecía un decorado de teatro.

El club ofrecía un programa mamá-bebé en el que me inscribí con el deseo loco de recuperar la línea. Primer día: masaje de 80 minutos. El tratamiento estaba totalmente basado en la relajación. El terapeuta me untó de aceite y luego me dio un masaje haciendo símbolos cabalísticos. Estaba empezando a dejarme ir cuando me avisaron de que mi marido había llamado porque el bebé estaba llorando. ¡Se acabó la relajación!

En las narices del terapeuta atónito y a riesgo de pasar por la hereje del ayurveda, me calcé las chanclas y me envolví en un albornoz para irme a la carrera a reunirme con mi bebé, al que guardaban en el baby-club. Allí me encontré con Nicolas que estaba en plena conversación con la canguro que, al contrario de lo que había asegurado mi hermana, era una chica rubia muy mona.

—Barbara, te presento a Natacha, que se va a ocupar de Léa. Natacha, ésta es Barbara, la mamá de Léa…