Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

Mi madre creía que seguía siendo su bebé. Creo que no había entendido todavía que me había hecho mayor. Los psicólogos de la infancia han demostrado que el niño de pecho no es capaz de diferenciar a la madre de él. En el caso de mi madre, ocurría exactamente lo contrario.

—¿Has encontrado ya una canguro?

—Sí… Bueno, no, no del todo.

—¡Ten cuidado! ¿No has visto ese documental americano acerca de las cámaras que filman a las niñeras mientras las madres están en el trabajo? Nada de paseos con crema de índice ciento setenta de protección solar, nada de Mozart ni lecturas de cuentos encantadores. ¡Nada de eso! El bebé acaba en el salón viendo vídeos porno en compañía de la canguro y su amante, con la tetina del biberón metida hasta las amígdalas para que no berree como única comida, mientras los otros dos se comen las zanahorias ecológicas compradas para hacerle el puré al niño. ¡Y es que el amor da hambre! Y te recuerdo que debajo de casa, he visto a canguros que se pasan el día hablando por teléfono móvil mientras a los niños les dan palizas los más mayores con la pala en los parques de arena. ¡Sin mencionar el caso de la canguro que pegó al bebé y la policía metió a los padres en la cárcel porque ella los acusó de malos tratos!

—Gracias, mamá, todo lo que cuentas es muy alentador.

—¡Que no! ¡Que no cunda el pánico! ¡Tu madre está aquí para ayudarte! No es mi intención aterrorizarte, pues hoy día está bien visto procurar que las madres no se vuelvan ansiosas, pero te puedo asegurar que lo mejor para ti y tu bebé es sencillamente evitar las canguros y recurrir a la persona que mejor te conoce y que más te quiere en el mundo: tu madre. Y ahora no me vengas con que prefieres a tu suegra. Ya sabes que no le gusta que des el pecho. ¡Y todo porque ella no lo hizo! De hecho, mira lo que ha conseguido con tu compañero: un niño al que no han amamantado será un futuro hombre sin corazón, que no será generoso, ¡y que hará a su mujer infeliz!

En ese momento sonó el teléfono. Era Daniel, el marido de Katia. Ésta desapareció y se fue a su habitación para hablar con él, y mi madre aprovechó para recomendarme que me ocupara de mi hermana. ¿Por qué tenía que ser siempre yo quien tenía que acudir en ayuda de mi hermana, cuando ella era cinco años mayor que yo? Pero mi madre insistía, mi hermana tenía problemas con su marido.

—Llama a tu hermana de vez en cuando, es lo único que te pido.

—Sabes perfectamente por qué no la llamo.

—Sí, pero todo aquello ya pasó, son historias pasadas… Y además, no quiero oír hablar más de ello. No eres más que una ingrata. Cuando pienso en todo lo que he hecho por ti…

—¿Qué has hecho por mí?

—¿Quién te animó a que estudiaras, quién insistió cuando quisiste dejar las clases de danza, quién iba a aplaudirte vestida como ibas con tu ridículo tutú rosa cuando estabas al fondo del escenario porque eras la más negada de la clase? ¿Y quién era tu más ferviente admiradora en los partidos de balonmano en los que te pasabas el rato corriendo de un lado para otro detrás del equipo sin llegar a tocar la pelota? Y cuando eras un bebé y estábamos de vacaciones en Turquía, ¿quién recorrió el país entero en busca de leche para ti?

Pues sí, la deuda, esa famosa deuda, la leche, estaba siempre entre nosotras. Y naturalmente, detrás de la leche se escondía la deuda inmensa e inagotable, la que nunca dejaría de pagar a mi madre y que me perseguiría siempre por la culpabilidad porque es infinita: la deuda de la vida que mi madre me dio.

Capítulo 29

Mi madre acabó por marcharse. No quería decirle que me había enfadado con Nicolas, pues le hubiera gustado demasiado inmiscuirse en mi vida, como había hecho con mi hermana.

Dormí a la niña en el cuarto del pequeño Joseph y me estiré en la cama. Estaba agotada.

Mi hermana se coló en la habitación y se sentó en el sillón.

Con lo delgada que había sido, después de dos partos se había puesto gorda. Tenía papada, unas formas que disimulaba bajo amplias camisas, un moño, y llevaba unas gafas con las que tenía pinta de profesora cabreada.

Recuerdo las peleas con mi hermana, cuando compartíamos la habitación. Nos llevamos cinco años y hemos tomado caminos muy distintos en la vida. Escogí la vía del estudio, dedicándome a la filosofía de una forma académica e interminable, y Katia empezó la carrera de violinista, pero la dejó después de la llegada al mundo de su primer hijo.

Al principio, Katia me tenía celos, por ser la hermana pequeña de la que todo el mundo estaba pendiente. Y luego fue al revés, cuando al crecer me convertí en una adolescente regordeta, mientras que Katia seguía delgada y esbelta, y cada vez era más guapa, con su pelo negro como el azabache y largo hasta la cintura, sus ojos verdes ribeteados por unas cejas arqueadas, y una sonrisa deslumbrante. Yo llevaba aparatos de ortodoncia en toda la boca para enderezarme la dentadura torcida y unas gafas redondas bastante grotescas escogidas por mi madre, naturalmente. Ella prefería claramente a su hija mayor, que era tan guapa, y a mí no paraba de decirme: “Hija mía, escucha bien lo que te voy a decir, cuando se tiene un físico poco agraciado, más vale compensarlo con el intelecto”.

—Vamos a ver, Barbara —dijo Katia de esa manera tan suya, con su voz grave, sin demostrar emoción alguna—. ¿Qué haces aquí?

—Me he ido. Las cosas con Nicolas ya no funcionan. Estoy harta…

—Mira, es gracioso, tú también… Me alegro de que Daniel se haya ido con los niños, así tengo un poco de tiempo para pensar en mi vida… Todo va a cambiar. ¿Sabes que pronto nos mudamos?

—¿Ah sí? ¿A qué barrio?

—A Blois.

—¿Fuera de la capital?

—¿Por qué no? Hay otros lugares además de París, ¿sabes? Aquí me siento sola, desamparada, inactiva. Ahora que los niños son más mayores y van al colegio, me aburro. Resulta carísimo hacer cualquier actividad.

—Sí, lo entiendo… Pero a Blois, ¿estás segura?

—Es mejor eso que estar aquí dando vueltas, no poder respirar por culpa de la contaminación… Ya verás el estrés que es vivir aquí con el bebé —añadió Katia—. Entenderás que me quiera ir.

Así pues, todo seguía igual. No tenemos nunca las mismas ideas ni los mismos gustos, y siempre tenemos que estar en desacuerdo. Katia y yo tenemos una extraña manera de estar en resonancia, como si cada cosa que yo diga la pusiera en tela de juicio y viceversa.

—¿Conoces la expresión “del trabajo a casa y de casa al trabajo”? —siguió—. Pues bueno, dentro de poco sabrás la continuación: “del trabajo al bebé y la casa y de la casa y el bebé al trabajo”.

—Tú y mamá tenéis una forma curiosa de levantarme la moral.

—Ay, venga, no te lo tomes mal… No quería molestarte, sabes.

—Mira, Katia, jamás te has cortado un pelo. Ni mamá ni tú me habéis dejado nunca pasar una. Siempre me habéis visto como un patito feo. Siempre me habéis machacado. La verdad es que no sé por qué os aguanto. De hecho, no sé qué coño hago aquí. Mira, me voy… —dije, levantándome.

—¿Dónde vas?

—No lo sé.

—Para, no te vayas. Quédate aquí. Por favor.

Katia me miró muy seria.

—Es cierto, Barbara. Siempre te he hecho pagar el precio de mis propios problemas, sin ayudarte ni protegerte como podría haber hecho… Por ejemplo, debería haberte avisado.

—¿De qué?

—De lo que es tener un hijo. ¿Crees que para mí, por ejemplo, todo es siempre de color rosa? Para todo el mundo es duro.

—En mi opinión, aguantas demasiado. Se diría que estás encerrada en tus deberes.

—Es verdad, la maternidad es un deber —dijo mi hermana—. Tengo un marido, dos hijos, un apartamento precioso, y lo que me apetece es dejarlo todo y largarme. ¿Acaso tengo derecho a decir algo así?

—No… Aunque de hecho sí, lo tienes. Hay que admitirlo y decirlo. Creo que hay que tener la valentía de hacerlo.

—Tú lo has hecho.

—Sí, bueno, no sé si es una victoria.

—¿Por qué te has ido, Barbara?

—El amor es difícilmente compaginable con los pañales. No aguanto más viviendo así y no sé qué hacer para salir de ahí. Creo que no sirvo para llevar una casa.

—¡A quién se lo dices! He construido toda mi vida alrededor de mi pequeña familia y ahora siento que es demasiado tarde.

—Pero tú quieres a tus hijos… Eres feliz con ellos…

—Sí, pero… Lo he dejado todo de lado: mi juventud, mis estudios, incluso mi feminidad.

Miré a mi hermana atentamente. Al verla pálida, con el pelo recogido y las gafas, me dio pena. Me dio pena y me dio miedo, como si estuviera viendo una mala caricatura de mí misma.

—A ver, todavía no es demasiado tarde. Tienes que moverte y hacer algo. Adelgazar, hacer deporte…

—Es fácil decirlo.

—Bueno, te has matriculado en la facultad de historia del arte, ya es algo…

—Sí, claro. Los cursos en el Louvre con las viejecitas… Un poco patético, ¿no?

—Pues sí, un poco.

En ese momento la niña se echó a llorar. No paraba nunca. Me agotaba. No me daba ni un respiro, ni siquiera por la noche. Tenía la sensación de estar en la película de La confesión, de Costa Gavras, cuando torturan al protagonista impidiéndole dormir.

Capítulo 30

Con diez meses, Léa no dormía por las noches de un tirón. Se negaba a dormir sola. Para acostarla después de la crisis de llanto, había que acunarla, darle de beber leche y cogerla en brazos, de forma simultánea o sucesiva, y dejarla con suavidad en la cama para que no se despertara, porque si no, había que volver a empezar toda la ceremonia de la dormida: acunarla, darle de beber, cogerla en brazos… Por la noche se despertaba entre tres y cinco veces, y había que volver a dormirla otra vez. Estaba agotada, al borde de un ataque de nervios, tan cansada que tenía la sensación de estar viviendo en otra realidad. Durante el día, me arrastraba por un mundo vaporoso que parecía el decorado de un escenario en el que había actores y yo era la espectadora.

Siguiendo los consejos de mi hermana, acabé acudiendo al doctor Nahum. El pediatra especialista en el sueño tenía su gabinete en el Marais, cerca del lugar donde vivía. Pasé por delante de mi casa —¿aún era mi casa?— y se me encogió el corazón. ¿Cómo podíamos haber llegado a esa situación? Había apagado el teléfono móvil para no tener más noticias de Nicolas y sabía lo cruel que eso era por mi parte. Seguramente habría intentado llamarme y yo no tenía derecho a hacer algo así, era su hija y la estaba utilizando para hacerle sufrir. Sin embargo, no podía evitarlo. ¿Por qué actuaba así? ¿Por desesperación y dolor o porque ya no lo quería?

Entré en un edificio que tenía un patio interior, en el Marais chic, del lado de la Rue Francs-Bourgeois, cerca de la galería de Nicolas, y llegué hasta una gran sala de espera en la que sobre una mesa descansaba una pila de Elle. Esperé dos horas en la sala en la que las madres se apretujaban.

Me enteré de que Johnny[11] y Laetitia habían adoptado a una pequeña Jade y que estaban pensando en darle pronto un hermanito. Se veía al cantante con la piel surcada por las arrugas y su joven esposa, los dos asomados a una cuna en una habitación repleta de juguetes de todo tipo, alfombras didácticas, pufs y sillitas para bebés. Era la imagen de una felicidad tranquilizadora aunque tardía. Tal vez hacía falta haber vivido mucho para poder apreciarla.

A mi lado, un padre joven con ojos azules y el pelo hábilmente despeinado me miraba a hurtadillas. Había venido solo con su gran bebé de dos años. Me preguntó qué pensaba de Johnny. Tenía una sonrisa encantadora. Se llamaba Florent y estaba separado de su mujer. ¿Y yo? Me llamaba Barbara y estaba separada del padre de mi hija. Qué triste.

No, no era tan triste. Era psicólogo. Las parejas se divorcian a menudo durante el primer año del hijo. Sabía largo y tendido sobre el tema. Tal vez podríamos darnos nuestros números de teléfono y contarnos nuestra historia.

Por fin entré en el despacho a petición del doctor, un hombre de unos sesenta años, moreno con las sienes entrecanas y seductor. Me observó con aire radiante desde detrás del escritorio de caoba. Cogió un papel, escribió varias palabras en una libreta, y luego me preguntó por la razón de mi visita.

Le expliqué mi problema: la niña lloraba a menudo, me costaba tranquilizarla, no conseguía dormirla, se despertaba entre tres y seis veces cada noche, ya no podía más, a veces pensaba que iba a pegarla.

—Tiene que comprar un cochecito urgentemente —dijo el doctor fijando en mí una mirada azul penetrante.