Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

Capítulo 4

Antes. Tengo 33 años, el pelo largo y cuidado, alisado y marcado. Voy maquillada, bien vestida y perfumada. Soy intensa, romántica, intelectual, apasionada.

Después. No tengo edad, se me cae el pelo, tengo la mirada perdida, no veo nada pues el juego favorito del bebé es cogerme las gafas; ando descalza, llevo camisetas sucias y lo único que quiero es dormir. Soy cínica, estoy desesperada, soy idiota y, a veces, mala. Soy ama de casa. Soy esposa. Soy madre.

Tengo una hermana, Katia, que es cinco años mayor que yo y con la que no me entiendo demasiado bien, un padre al que nunca veo desde que dejó a mi madre, y una madre que me acosa por teléfono desde que la filtro gracias a la identificación de llamada. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cuatro años, y mi hermana y yo vivimos con mi madre, a mi padre lo veíamos cada dos fines de semanas y en vacaciones, y luego cada vez menos. Es un seductor con mirada sombría y se pasa la vida en el sur de Francia con amantes que rejuvenecen a medida que él envejece.

Mi compañero lleva una galería de arte en el Marais. Al contrario que a muchos de sus condiscípulos de Dauphine, el dinero no le interesa realmente. Vive según sus propios principios. Decidió que la vida es demasiado corta como para no hacer lo que uno desea profundamente. Abrió una galería en la Rue des Francs-Bourgeois. Y luego creció y ahora tiene un local más grande en la misma Rue des Francs-Bourgeois pero más cerca de la Place des Vosges. Esa Place des Vosges en la que le hubiera gustado tener su propia galería algún día.

Gracias a los estudios que hizo, lo sabe todo sobre los mecanismos financieros pero no quería dedicar su vida a eso. Su galería se llama Artima, en homenaje a la imagen, y también porque Ima en hebreo significa “mamá”. Su madre, que no deja de pasar por la Rue des Francs-Bourgeois a diario para llevarle carpa rellena y strudel de manzana caseros.

Mi compañero proviene de una familia típicamente asquenazí. Su padre, Jean-Claude Reinach, desciende de una familia judía alsaciana. Su madre, Edith, es de una familia polaca por parte de madre y alemana por parte de padre. En el salón de la casa de sus padres tenían el retrato de sus abuelos asesinados. Cuando él era más joven, no soportaba verlos. Cada vez que se los cruzaba con la mirada, se sobresaltaba.

En su casa, se comía latkes[3], arenques y carpa rellena. Sus padres no celebraban mucho las fiestas judías, a excepción del Kipur, durante el cual visitaban la sinagoga de la Victoria. Los fines de semana se marchaban a la playa a su pequeño chalé de Trouville. Escuchaban música klezmer y leían libros sobre el Bund. Despreciaban a los judíos sefardíes que tenían casa en Deauville. Se vestían de manera sobria y elegante, incluso en vacaciones. De vez en cuando, invitaban a amigos asquenazíes con los que bebían grandes copas de aguardiente de ciruela mirabel mientras se contaban chistes en yiddish. A veces viajaban, y siempre era a países del Este, como Lituania, Polonia, Hungría o Checoslovaquia. Su ciudad preferida era Praga, que su madre conocía como la palma de la mano porque había sido guía turística allí. En todos esos países, no visitaban más que los cementerios judíos y las antiguas sinagogas por las que su padre siente pasión, por no decir obsesión. De hecho fue así como conoció a su madre, durante un viaje a Lituania en el que ella guiaba las visitas a los cementerios judíos. Ante tanta erudición, el padre no pudo hacer otra cosa que inclinarse.

Poco después de conocernos, nos mudamos a vivir juntos a un gran estudio del Marais. No tenía más que una sola habitación, con vigas, sillones de cuero y una mesita baja, todo de color blanco y con madera acogedora. Me sentaba en el sillón conseguido como ganga en los anticuarios del barrio, me servía una copa de vino y escuchaba música cubana, soñando despierta delante del cuadro de algún pintor joven.

Me gustaba ese barrio de París con calles estrechas y oscuras. Miraba pasar los coches y los peatones. Fuera siempre había animación. El lado judío del Marais es el barrio de los falafels, las librerías, los sombreros, los abrigos y las barbas largas sobre camisas blancas y trajes negros. Es el Marais antiguo, el shtetl, como lo llaman los judíos polacos. En los últimos diez años, el Marais ha cambiado de cara. Los homosexuales han venido a vivir con los judíos, como si los excluidos tuvieran necesidad de juntarse. Del lado de la Rue des Archives hay grupos de hombres con camisetas entalladas que se aprietan los unos contra los otros en los cafés, los bares y las discotecas hasta altas horas de la noche. El límite está en la Rue Vieille-du-Temple, una especie de tierra de nadie con su Passage du Trésor y sus restaurantes con terraza. Las dos comunidades viven una al lado de otra, sin tocarse. Es gracioso verlos tan cerca y tan distintos, los unos yendo tan solemnemente a la sinagoga el viernes por la noche, y los otros saliendo los sábados por la noche a los bares abarrotados y con gente esperando en la calle para poder entrar.

Hay un movimiento constante entre las dos partes del Marais. Cuando unos se duermen, los otros se despiertan. Por la mañana temprano, se cruzan en la calle: unos se van a dormir y los otros acuden a la sinagoga para rezar.

En el Marais hay una sensación de vida intensa y desenfreno: entre los olores de comino y canela de los restaurantes orientales que se mezclan con los sabores asquenazíes, pastramis y strudels, hay gritos y cochecitos de niño, y jóvenes que se dan cita. Los domingos, una multitud abigarrada se encuentra en los restaurantes y entonces es como si una gran familia volviera a verse, hablara, se arengara sin vergüenza y como ocurre en cualquier familia, discutiera a sus anchas.

Capítulo 5

Esa mañana me desperté atontada como el día después de una fiesta. Al levantarme, tuve la sensación de estar llena. Tenía arcadas. Estaba ahí, bostezando y salivando, entre la vigilia y el sueño. Acabé yendo a la cocina, alegrándome de antemano ante la idea de preparar un café salvador. Pero el sabor sensual se había convertido en un sabor agrio, repugnante, que, lejos de la untuosa voluptuosidad esperada, me produjo un asco tan profundo que tuve que dejar la taza, salir en tromba y volver a cerrar la puerta de la cocina para que el aroma no invadiera el salón.

Me tapé la nariz, abrí la ventana para que entrara el aire y comprobar que estaba en tierra firme y no en un barco. No había dudas: los repartidores de cajas de garbanzos, los coches que daban bocinazos a coro detrás de los repartidores, los camiones de la basura, y los peatones con prisas con barbas espesas certificaban que efectivamente me encontraba en la Rue des Rosiers.

Del otro lado de la calle, dos cocineros esrilanqueses discutían mientras fumaban un cigarrillo, y al verlos sentí que me ahogaba. Volví a cerrar la ventana, totalmente perpleja. Me pasé el día dando vueltas por el estudio presa de los sentimientos más contradictorios, dividida entre la idea de ir al médico y el miedo a tener que enfrentarme a un veredicto definitivo. Miré el espejo y dije “Barbara Dray”, para demostrarme que ese cabello negro, esos ojos oscuros, esa boca con labios brillantes y esas pecas eran sin duda míos, que era yo la que se reflejaba en el espejo y no otra mujer joven de unos treinta años que me habría substituido durante el sueño.

Por la noche, todo fue aún más extraño: yo, que generalmente no comía más que comida vegetariana macrobiótica, de repente tuve unas ganas terribles de comer carne. Nicolas, encantado del cariz que estaban tomando los acontecimientos, me propuso ir a cenar. O más bien fui yo quien lo llevé. Al entrar en “Chez Mivami” de la Rue des Rosiers, me asaltaron los olores hasta tal punto que me mareé. Devoré el bistec sobre el que previamente vacié la mitad del tarro de mostaza delante de mi incrédulo compañero. Saboreé las patatas fritas mojadas en aceite de cacahuete. Aspiraba los sabores mezclados del comino, clavo, pimienta y cúrcuma, y era capaz de descomponer los aromas. Aquel restaurante era una fiesta para los sentidos. Percibía también los olores humanos, el sudor de los camareros, y era capaz de identificar las marcas de los perfumes.

Algunas fragancias me hechizaban mientras que otras me repelían.

A la mañana siguiente decidí ir a comprar un test de embarazo a la gran farmacia de la Rue des Archives. Al entrar en la tienda, fui presa del pánico. En el mostrador había un hombre y una mujer: no sabía a quién preguntar. Si me dirigía a la mujer era por complicidad, pero no me apetecía.

Pero si me dirigía al hombre, era igual de incómodo y poco natural. Además, sabía quién era, porque lo había visto la otra noche en un bar del barrio. Ya no sabía qué decir. Al final opté por pedir una cura de vitaminas y luego salí echando pestes contra mí misma, ahogándome en un vaso de agua.

Entré en otra farmacia que estaba un poco más lejos, una pequeña tienda de la Rue Vieille-du-Temple en la que no había más que una mujer de unos cuarenta años, con lo cual no había lugar a discusión. Para conjurar al destino, acabé por comprar dos tests. Para conjurar al mismo destino, tenía cita aquella tarde pero no con Nicolas. Y además, ¿qué destino? No sabía realmente qué quería. A decir verdad, ya no sabía.

Pero no había duda: el test era categórico, estaba embarazada. Formulaba esa frase sin creérmela demasiado. Contemplaba el resultado con las manos temblorosas, paralizada y estupefacta. Me quedé unos minutos sin hacer nada, quería aprovechar mi último momento de soledad. Era consciente de que se estaba pasando una página de mi vida, aunque en ese momento aún no sabía que era mi vida entera la que iba a ser devastada.

Pasé toda la tarde delante del ordenador sin ser capaz de trabajar en el artículo que se suponía que debía escribir acerca de “la cuestión del otro de Husserl a Merleau-Ponty”.

Era incapaz de concentrarme en mi tesis o en cualquier otra cosa, presa de una excitación intensa que nacía en lo más profundo de mí, afectada por lo que me estaba ocurriendo, y más anestesiada por la importancia del acontecimiento que por la alegría de la noticia. Sola conmigo misma, sola frente a esa nueva vida. Con la extraña sensación de que se iba a producir algo inmenso e irreversible, algo de lo que no podía siquiera imaginarme todas las consecuencias, aunque tuviera un presentimiento.

Estar embarazada: sí, era verdaderamente increíble, fenomenal, era un gran vacío, sentía en mí más vacío que plenitud, era algo que me arrastraba ya lejos de mí, lejos de mi vida tal como era, como la había decidido y había conseguido que fuera hasta ese momento. Algo que ya no dependía de mí. Pero eso me pertenecía aún por unas horas, algunos minutos quizá, era un secreto para mí sola, un verdadero misterio, inmenso, bello, devastador, extraño. Ese momento de la anunciación era a la vez precioso y ardiente, pues deseaba y no deseaba decirlo, quería retener aún un poco esa información, guardarla sólo para mí.

Era un momento intenso, increíble, de sorpresa absoluta. Tenía una “buena” nueva, antigua como el mundo, y sin embargo a pesar de ser nueva, era a la vez antigua y futurista. La vida da un vuelco, de forma irreversible pase lo que pase, la vida avanza a una velocidad loca. De repente, pasaba algo incomprensible e irreal que no llegaba a comprender.

Después me llamó Nicolas, anulé mi otra cita y nos encontramos en la “Etoile manquante”, en la Rue Vieille-du-Temple. Pedimos dos mojitos. Me levanté para ir al servicio. En medio de una penumbra únicamente iluminada por bombillas minúsculas en el techo que parecían estrellas en la noche, frente a un gran espejo con dos paneles que reflejaban un decorado de ciencia ficción adecuado al fenómeno, volví a hacer el test.