Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

¿Y yo? Soy: “Barbara, la mamá de Léa, de dos meses”.

—¿Le das el pecho?

—Sí…

—¿La coges en brazos?

—Sí. Bueno, a veces…

—¿Hacéis cosleeping?

—¿Perdón?

—¿Duermes con ella, Barbara?

—Ah no… En fin, procuro no hacerlo.

—Ahí te equivocas. En la Leche League hacemos una cruzada a favor de coger el niño en brazos y dormir con él. Creemos que es bueno para el bebé pues favorece a la lactancia. Es más fácil darle el pecho a un bebé cuando se duerme con él.

—¡Ah, vale! Entonces, sí, lo reconozco: mi bebé duerme conmigo. Incluso he pedido a mi compañero que duerma en el salón porque no hay suficiente sitio para los tres.

—¡A buenas horas! Ahora pues, ¿quieres hacernos partícipes de tu experiencia?

Mi experiencia… Desde que tengo un bebé, ya no tengo vida de pareja, ya no duermo, ya no me lavo el pelo, ya no leo, ya no veo a mis amigos. O sea, me he convertido en una madre. Pero no sabía que una madre no es más que madre. Ignoraba que había que abdicar de todos los demás papeles, que había que renunciar a la sexualidad, a la seducción, al trabajo, al deporte, al propio cuerpo, al propio espíritu. Ignoraba que había que renunciar a la vida. Eso fue en esencia lo que comuniqué.

Todas las miradas se dirigieron a mí como si fuera una asesina, o lo que es peor, una madre indigna. Sentí que no debería haber desvelado esa temática pero no podía hacerlo de otro modo. Me sentía sola desde que había dado a luz y me sentía feliz de haber encontrado orejas que me escucharan con atención.

Volví varias veces a la Leche League para encontrarme con mis congéneres. No hablaban de otra cosa que de la lactancia, de bebés, de canguros, de chupetes, de alfombras didácticas…

Me fijé en que a mi alrededor, entre las mujeres que tienen un hijo, existen las que dan el pecho y las que no. Hay dos tipos de mujeres, las que se proyectan muy lejos en la maternidad y no lo hacen a regañadientes, y las que la rechazan; las que aceptan que son mamíferos y las que no pueden aceptarlo. Están aquellas a las que les encanta ser un animal y las otras; las militantes de la lactancia, las fanáticas de la maternidad, y a las que les asquea; las que se sienten plenamente realizadas en el papel de su vida y las que lo hacen por deber o por compasión.

Poco a poco, empecé a hacer progresos con la lactancia, que cada vez me parecía más absorbente y apasionante, y un buen día me convertí en la madre nodriza que organizaba su vida alrededor de dar el pecho. Efectivamente, gracias a los consejos de la Leche League, me producía tal satisfacción, un placer de dar tan intenso, y una fusión tan completa, que no necesitaba nada más. Ya no necesitaba hacer el amor con mi compañero ya que tenía a mi bebé, que estaba enfrente de mí con una demanda tal que me resultaba imposible resistirme a ella. Era un cumplimiento sensual, emocional y orgásmico.

—Enhorabuena, Barbara —me dijo Marie durante la octava sesión—. No podemos hacer otra cosa que felicitarte por tu lactancia que está evolucionando hacia la perfección. ¿Quieres hacernos partícipes de tu experiencia?

—Querría hablar de la felicidad de dar el pecho. Del placer que da ver esa boquita mamar, de ese saber que tiene el bebé de forma innata, de la manera en que busca el pecho, en que se llena de su olor, respirando, aspirando, disfrutando con todo su cuerpo…

Efectivamente, estaba viviendo momentos de gracia en los que mi deseo y el del bebé coincidían, y me encontraba dándole el pecho porque me apetecía, dándoselo como cuando se hace el amor, sintiéndome unificada como antes, como me había sentido hacía mucho tiempo, antaño, en tiempos inmemoriales tal vez, en los tiempos de los orígenes del hombre, y todo lo que hace que el hombre sea hombre. Puesto que la lactancia, incluso más que el nacimiento, es tal vez la única cosa humana que no ha cambiado desde que el mundo es mundo, es el único hecho arcaico que nos ata a nuestro pasado prehistórico, a nuestra condición primaria, la que intentamos esconder tras el aspecto de la civilización, esa de la que nos alejamos sin cesar cada día, cada vez más deprisa, cada vez más lejos, en nuestro deseo de olvidar que también somos animales.

He aquí, me dije a mí misma, el secreto de la mujer madre. Es nuestra fuerza y a la vez nuestra debilidad. Somos las madres, las tierras, la luna y las mareas. Somos hembras, y somos el origen de la vida.

Capítulo 20

Era un sábado por la tarde. Nicolas había decidido quedar con su hermano Alexandre mientras yo iba a la fiesta que organizaban nuestros vecinos Jean-Mi y Domi. Así que me sugirió que dejara el bebé en casa de los Tordjmann para que nos lo guardaran, sabiendo que si había algún problema cualquiera de los dos estaría allí, al lado. Era nuestra primera noche libres. Libres también el uno del otro. Lo necesitábamos, pues nuestras peleas domésticas, que eran cada vez más frecuentes, nos tenían agotados.

Fue el Rabino Tordjmann quien nos abrió la puerta al bebé y a mí. Aún llevaba sus hábitos blancos del Sabath y un gorro de piel negra. Detrás de él estaban sus discípulos, que habían venido a estudiar la Cábala: el rabino con el sombrero y el cigarro, el psicoanalista con ojos de marioneta y el periodista.

Me llevó a la habitación en la que su mujer estaba dando de mamar. Cinco niños con aire pensativo nos acogieron a Léa y a mí; llevaban largos tirabuzones y mantones para rezar cuyos hilos blancos colgaban de los pantalones. La madre multípara tenía un bebé en brazos, apenas un poco mayor que Léa. Debía tener treinta y cinco años y ya tenía diez hijos. Llevaba el pelo totalmente escondido por un pañuelo, que le rodeaba el rostro pálido con un halo rojo. Iba sin maquillar, era frágil y parecía tímida como una adolescente.

A su alrededor se apretaron las cabecitas de unos niños que parecían llevarse rigurosamente nueve meses entre sí.

—Hola, dijo. Entre…

Los olores de comida se mezclaban con el olor de la leche caliente que estaban tomando los más pequeños, cada uno con su biberón. Había diez niños entre cero y doce años, veinte ojitos abiertos de par en par que me miraban con la misma mirada seráfica.

—¿Puedo hacer algo por usted? — preguntó la madre.

Me hubiera gustado decirle: ¡Dígame cómo lo hace! ¿Le hicieron diez episiotomías? ¿Ha amamantado a los diez? Es decir, ¿no ha parado de dar el pecho desde hace diez años? ¿Cómo hace para esterilizar cuatro veces cuatro biberones al día, lo que suma en total treinta y dos biberones en 48 horas? ¿Cuándo se dedica a la reeducación perineal? ¿Tiene pérdidas? ¿Ha podido encontrar una canguro que esté dispuesta a cuidar de diez niños? ¿Todavía hace el amor con su marido? Aparentemente sí, en todo caso al menos lo ha hecho diez veces, pero, ¿y entre las diez? ¿Todavía lo quiere? ¿Lo desea? ¿Todavía se siente mujer? ¿Y qué dice la Cábala al respecto?

—¿Les ha dado el pecho a todos?

—No, a los primeros no, no pude, no sabía cómo hacerlo, así que lo dejé pronto. Con la cuarta me informé y le di el pecho.

—¿A los otros seis?

—Sí… En ocasiones he dado el pecho a dos o tres a la vez…

—Pero es agotador, ¿no?

—Sí, es agotador. Pero para mí, añadió, es también un método anticonceptivo natural, y por eso les doy de mamar durante tanto tiempo… Realmente es difícil… Pero a fin de cuentas, todo entra dentro de un orden… ¡Ya lo verá!

En un orden, ¿pero qué orden? ¿El orden de los que se divorcian seis meses después de haber tenido un hijo, o el orden de los que tienen otro para intentar reparar los estragos del primero? ¿El orden de los que se separan al cabo de siete años de matrimonio y con tres hijos, o el orden de los que tienen tres hijos, pasan veinte años juntos y acaban separándose después de que éstos se hagan mayores? ¿El orden de los que tienen dos hijos y no se separan a pesar de no quererse porque no tienen el valor de hacerlo, o el orden de los que tienen hijos y son infelices juntos, y luego cada uno tiene sus amantes? O incluso, ¿el orden de los que son infelices con su familia, que se las apañan para estar muy ocupados con el trabajo y viajar constantemente para verlos lo menos posible? Hay de todo. Pero parejas enamoradas con niños y duraderas, no conocía ni una. Ni una sola.

—Mire —dije con tono taciturno—. Esto va a parecerle ridículo, pero… Resulta que los vecinos de enfrente me han invitado a una fiesta en su casa y no tengo con quien dejar la niña…

—¿Quiere que le cuide el bebé?

—¿Seguro que no le molesta?

—No, no hay ningún problema. ¿Cómo se llama?

—Léa.

—Qué nombre más bonito… Puede dejármela. —Y añadió—: Como puede ver, aquí lo que no faltan son niños precisamente.

—¿Cuántos años tienen?

—Nourith tiene seis meses. Déborah un año y medio, Moché dos años y medio, Han cuatro años, Sarah cinco, Nathan tiene seis, Judith ocho años y medio, Yossef nueve años y medio, Tsipora once años y el mayor, Jacob, pronto va a cumplir los doce.

—Felicidades. ¿Y lo lleva bien?

—Sí.

—Quiero decir, ¿no es demasiado? ¿Se las arregla bien?

—¿Quiere que le sea sincera?

—Sí, claro.

—Son toda mi vida.

Era tan reconfortante oír eso… Era como un bálsamo para el corazón. Tal vez habían encontrado la solución. ¡Tenían hijos y eran felices! ¡Claro que sí! Los Lubavitch eran los únicos que tenían hijos y sin divorciarse. ¿Cuál era su secreto? Tenía que descubrir ese misterio como fuera.

—Es decir, no me queda tiempo para nada aparte de ellos. Ya sea leer, salir a dar una vuelta o darme un baño. Y no me hable de mi perineo, pues hace ya mucho que renuncié a luchar contra la incontinencia. No sé qué hará usted, pero yo he optado por los salvaslips diarios. Sin mencionar mi relación con Jacques, que se ha resentido… Así que bueno, está el Sabath. Porque durante el Sabath hay que hacer el amor, es un mandamiento… Y así nos reencontramos, el tiempo que tardamos en engendrar otro y vuelta a empezar…

—¿Y entonces? ¿Por qué hacer lo mismo?

—Porque es un mandamiento divino, Barbara, una obligación. Los Lubavitch no usamos métodos anticonceptivos, está prohibido. En el Génesis, Dios dijo: “Creced y multiplicaos”.

—Y… ¿Piensa tener otros?

—Todos los que Dios quiera.

Después de dejar a la pequeña, salí de la casa para buscar una botella de whisky para mis vecinos. La compré, luego me senté un momento en el parque que hay debajo de casa y empecé a beber a morro como un mendigo. En ese parque patético, con tres árboles y una pequeña zona de arena. Durante el día estaba repleto de niños y de canguros de todas las nacionalidades, africanas, esrilanquesas, polacas…

Es así, tenemos hijos porque nos apetece y luego, como ya no los aguantamos, nos los cuidan las niñeras incluso los sábados por la tarde, sobre todo, para verlos lo menos posible y que la vida siga. Me acordaba de Myriam Tordjmann… Creced y multiplicaos… Un mandamiento divino, una ley… Tal vez había que crecer antes de multiplicarse… En ese caso, ¿el mandamiento divino no era multiplicarse sino crecer para multiplicarse? Crecer, madurar y envejecer, para ser capaz de acoger al hijo. O mejor dicho: se crece al tener un hijo. Es una apuesta para toda la sociedad, no sólo para los individuos. Puesto que esta sociedad no nos permite acoger a los niños, aunque finja fomentarlo.

En nuestro país es mucho más fácil tener un perro que un hijo. Un perro no destruye la pareja, no requiere episiotomía, no lleva pañales, come lo que sea, no hay que darle el pecho, y no se necesita permiso de maternidad. Por eso en las familias los animales domésticos están sustituyendo a los hijos.

Estaba borracha. En vez de ir a la fiesta, deambulé por el Marais. Era agradable caminar por la calle; hacía tanto tiempo que no lo hacía… Bordee la Rue des Blancs-Manteaux, larga y solemne, para llegar a la Rue des Archives, en pleno Marais gay, donde los bares estaban a rebosar de hombres jóvenes exuberantes, y luego seguí hasta la Rue Rambuteau, cerca de Beaubourg, donde una fauna abigarrada se apretujaba con aire patibulario. Subí hasta la Rue des Quatre-Fils hacia la Rue Bretagne, donde se está creando un Marais totalmente nuevo, un Marais de estilo casi neoyorquino, con pequeños tenderetes, bares de sushi y restaurantes.