Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

No había duda, dio positivo. Me contemplaba en el espejo, y veía mi imagen reflejada, me preguntaba si se notaría, si ya habría engordado, envejecido, si estaría distinta. Pero no, la imagen que me devolvía el espejo, partida en dos reflejos, era yo. Yo todavía joven, en dos pequeñas imágenes, a medias tintas, con contradicciones y dudas, pero sin embargo la misma… Todo lo que había hecho y conseguido, todas las luchas estaban ahí, con un gran punto de interrogación en lo sucesivo, con una gran desconocida. Esa noticia doble y movediza, inasequible e incontrolable, esa zambullida en el acontecimiento más trivial y más increíble.

Me volví a pintar un poco los labios, cogí el test y salí. Me dio vergüenza, metí el test en el bolso pero antes eché otro vistazo al “Más”.

—¿Has olvidado las llaves?— me preguntó Nicolas al cabo de un momento.

—No, ¿por qué?

—¿Has perdido algo?

—¡Claro que no!

—¿Por qué no paras de mirar dentro del bolso?

—Porque… Porque me gusta.

—¿Por dentro?

—Me gusta por dentro, sí. Un poco como tú.

—¿Estás segura de que te encuentras bien?

—Claro que sí. ¿Por qué?

—Barbara, ¿estás embarazada?

—¿Cómo lo sabes?

—No ha sido muy difícil: no me das cita jamás a las siete en la “Etoile manquante”, te vas al servicio, sales veinticinco minutos después con la mano en el bolso, no haces más que mirarlo haciendo ver que te interesas en la conversación. Está claro como el agua que se trata de eso. Así que bueno, ¿te llevo a cenar a “L’As du Falafel”? ¿O a los “Philosophes”? ¿O te apetece un vino en “La Belle Hortense”?

Nos miramos, nos observamos como si fuera la primera vez. Me sentía mareada. Estaba plena, exaltada por esa nueva aventura como cuando íbamos en moto, empujada por el viento, con el mar a nuestra izquierda y el horizonte frente a mí. Estaba hechizada, por sus ojos, su sonrisa, el olor de su piel, su forma de andar, su personalidad. Pensaba en esos nueve meses. Nueve meses de felicidad intensa y salvaje, nueve meses de júbilo y profundidad, nueve meses para acariciarnos, mirarnos, soñar, palparlo, sentirlo moverse, nueve meses sobre una barriga, nueve meses sacudidos por la espera, de momentos compartidos, nueve meses desordenados, lenta progresión hacia el parto: nueve meses de nacimiento.

Capítulo 6

Tenía náuseas todas las mañanas. Me despertaba con un dolor de cabeza espantoso que desaparecía milagrosamente en cuanto comía algo. Vómitos, acidez, reflujo, asfixia al menor esfuerzo, una pequeña pérdida en cuanto estornudaba. Tenía ganas de llorar o reír sin motivo, tenía insomnio, y estaba obsesionada con la carne y también con los condimentos. Podía echarle mostaza a todo: al salmón, la dorada, la verdura, y por qué no a la fruta. Tenía los sentidos enloquecidos. Cruzar la Rue des Rosiers era un viaje entre los olores de parrilladas, especias y flores mezcladas. Me llenaba de olores, aspiraba la menor parcela de aire en búsqueda del perfume que flotaba en él. Las tartas saladas y gratinadas delante de “Le Loir dans la théiére”, las parrilladas especiadas de al lado de “Mivami”, las bolitas de falafel delante de “L’As du Falafel”, la fritura de aceite viejo delante de “Chez Marianne”, los pollos asados y las ensaladas cocidas de la carnicería André, los panes de Korkaz y los de Finkelstein, con esas dos mujeres que siempre hablan en polaco…

Todo cambiaba a mi alrededor. Descubría el mundo a través de los sabores. Los había buenos y malos. A veces había olores tan fuertes que me ponían de mal humor. El mundo no era otra cosa que fragancias. Los hombres olían a cigarrillo, a loción para después del afeitado, a perfume, a sudor; éste olía a sal, a pimienta, a comino. Las mujeres olían a crema hidratante, a maquillaje, a pintalabios, a desodorante, a jabón; éste olía a vainilla, a leche de coco, las flores desprendían olor a jazmín, a rosa, a ilang ilang. Cada olor era un abismo. Olores azucarados, untuosos, fuertes; olores volátiles, indecisos y otros inmóviles; olores humanos y olores animales, naturales y sintéticos, cercanos y lejanos. Algunos son únicos y permanecen como la estela de una vida pasada. Hay olores simbólicos que tienen un perfume de despecho, otros mágicos de los que se llena el corazón a la vez que el cuerpo. El olor es un movimiento del alma. Es tanto rechazo como consentimiento. También había familias de olores, relaciones posibles aunque incongruentes entre el vino y el chocolate, el azahar y el pescado, el salmonete y el Ajax…

Dentro de mí vivía otro, un alien, un extraño que modificaba mi cuerpo y lo dirigía, un ser que tenía sus propios gustos y deseos, y que me gobernaba desde dentro. Algo en mí trascendía. Me invadía un sentimiento de existencia como el de ciertos místicos por Dios: lo viven en su carne tanto como en su espíritu. Para Nicolas era distinto. Seguía con su vida y se levantaba para ir a trabajar de la forma más natural del mundo. El día de la primera ecografía llegó tarde a la cita con el radiólogo. Pero al salir, me miró de forma extraña, con lágrimas en los ojos. Acababa de entender, al ver el cuerpecito moverse en la pantalla, que algo estaba ocurriendo en su vida, en nuestra vida.

Para mí lo más duro era dejar de beber. Delante de la mirada de repente puntillosa de mi compañero, era imposible beber ni siquiera una gota de alcohol bajo pena de culpabilización y mortificación extremas.

Se habían acabado las risas por nada, las grandes elevaciones que suscita el alcohol, el estado de ingravidez tan agradable después de la tercera copa de champaña, la sensación de planear por encima del mundo en estado de gracia. Intenté sustituir el alcohol por otra cosa: Canada dry, cerveza sin alcohol, zumos de zanahorias. Pero no, era todo inútil.

El imperativo categórico cayó sobre mí, tan tajante como una cuchilla. Era responsable de otro aparte de mí.

Capítulo 7

Me miraba el cuerpo en el espejo todos los días. Ese cuerpo que cambiaba, que engordaba a ojos vistas. Estaba trabada dentro de ese nuevo espacio. No me sentía en forma. Dormía. Incluso dormía todo el rato, debido a la hormona del sueño que acompaña al embarazo.

Durante una sesión de preparación al parto en el hospital, me encontré con unas quince mujeres embarazadas jadeando, y me pregunté si todavía éramos humanos o bien un rebaño. Resultaba tan humillante encontrarnos todas juntas y ver a la otra como un espejo deformante, que me fui, presa del pánico, antes de que terminara la sesión. En la calle todo me daba vueltas. Me daba vértigo ser igual a todas aquellas mujeres embarazadas, entrar en ese molde preestablecido de la vida que continúa, estar obligada a preparar el parto si quería que todo fuera bien, hacer lo que hay que hacer pues estas cosas no se pueden tomar a la ligera.

La forma en que los hombres me miraban había cambiado. Era una mirada vacía que pasaba sin deseo, o incluso curiosa o condescendiente, a veces incluso vagamente asqueada. En pocas semanas se me deformó el cuerpo, los músculos adelgazaron a ojos vistas y la celulitis asquerosa ganó terreno de una forma particularmente solapada. Un cuerpo a la deriva. Mi objetivo cambió; ya no pretendía parecerme a Cameron Diaz en Los ángeles de Charlie I, sino a Audrey Marney embarazada en la portada de Elle: en ella sólo sobresalía la barriga, todo lo demás era delgado.

Me convertí en la única mujer embarazada en estar a dieta. Mi cálculo era el siguiente: el bebé recurre a las reservas de su madre para nutrirse, y es por eso por lo que las mujeres almacenan grasa, para alimentar a los bebés en caso de necesidad, y todo eso por la supervivencia de la especie. Ahora bien, si no comía mucho, el bebé devoraría todas mis reservas de grasa como la tenia y así adelgazaría.

Nueve meses mirando un cuerpo que evoluciona contra todos los parangones de la sociedad… Menos mal que existe Demi Moore. Las mujeres nunca darán gracias suficientes a la actriz americana por lo que hizo por ellas. Hizo tanto como Simone de Beauvoir por la liberación de la mujer. La liberó de la vergüenza del embarazo. Ahora la barriga se ha convertido en un accesorio. Después de la portada de Vanity Fair, nada volvió a ser lo mismo. Demi Moore posando desnuda y embarazada con su apéndice de ocho meses y el titular: «More Demi Moore«. Se quería creer en esa liberación. Así pues una mujer embarazada era algo bello. Gracias a la magia de la comunicación, era algo mostrable e incluso lleno de gracia.

Desgraciadamente, unos años más tarde se divorció de Bruce Willis para juntarse con un joven actor de 22 años. Con 40 años ahí está en traje de baño en Los ángeles de Charlie II, con un cuerpo perfecto, más perfecto que nunca. Less Demi Moore. Había que estar delgada de nuevo, delgada hasta el punto de desaparecer tras un poste, como en el anuncio de los yogures Silueta.

Naturalmente, me resultaba muy difícil trabajar en esas circunstancias. Todo aquello me ocupaba mucho la mente. No podía evitar pensar en ello. Cuantos más días pasaban, más inválida me sentía. Me quedaba sin aliento al subir la escalera. Me dejaba caer pesadamente en cualquier sofá.

No había renunciado a la moto; Nicolas me llevaba detrás como siempre y conducía con mucha prudencia. Al quinto mes y después de mirarme con curiosidad, le oí decirme en tono molesto, mientras sacudía el polvo del asiento de cuero:

—Esta vez se acabó, corazón. En adelante irás en coche.

Llamé a un taxi. Me encontré en el asiento trasero de un vehículo que apestaba a tabaco. Quise abrir la ventanilla pero el conductor me lo prohibió, con lo cual le dije: “Muy bien, pero es a su cuenta y riesgo”. El hombre se detuvo bruscamente y me gritó que saliera del coche.

Me encontré en la calzada, caminando hacia el lugar de la cita. Me dije a mí misma que era un momento crucial. ¿Por qué estaba caminando sola de noche? ¿Qué hacía en esa ciudad, en ese país en el que uno paga para que lo insulten? ¿Qué sentido tenía traer un hijo a un mundo tan lamentable?

Afortunadamente existían las noches; desde que estaba embarazada no pensaba en nada más que en el amor. Ocurría lo mismo que con los olores y los sabores. Todo me parecía más fuerte, más intenso, más hermoso. Voluptuosa y exaltada, resultaba irresistible, o al menos eso creía yo. Pues los hombres no miran a las mujeres embarazadas de esa forma. Si supieran… Si supieran lo que pasa en el cuerpo de una mujer embarazada, la inmensa turbación hormonal que confiere una feminidad desbordante, sin duda nos mirarían con otros ojos. En el noveno mes, con los sentidos como locos y las hormonas en el climax, me sentía feliz y realizada. Me encontraba mejor que nunca, en la cumbre de la sensualidad. Como si por fin fuera yo misma, como si todas las barreras, todas las censuras, todas las inhibiciones hubieran desaparecido. Estaba gorda, desde luego, pero por dentro era una forma absoluta, depurada de mí misma.

Nicolas me miraba con pavor, con circunspección, con adoración. Mientras me consumía de deseo y de concupiscencia hacia él y el género masculino en general, me respetaba. Estaba orgulloso de esa aventura, pero no estaba en el mismo estado que yo. Para él yo era dos; era madre y era mujer embarazada. Ya no era amante. A medida que mi cuerpo engordaba, su mirada se enternecía. La distancia se instaló entre nosotros, de día en día, sutilmente, y sin hacer ruido.

Esperaba, como yo. De hecho, desde hacía varios meses no hacía otra cosa que esperar. Me quedaba en casa con los brazos cruzados. Hacía las compras por Internet. Comía. Dormía. Soñaba despierta acurrucada y con la mano en la barriga. Intentaba imaginarme el bebé y nuestra vida juntos, los tres en nuestro pequeño nido. Veía el bebé rosa en su cuna y nuestras dos cabezas inclinadas sobre el querubín… Pensaba en el momento en que iba a dormir con él, los dos en nuestra cama, para reencontrar la unidad perdida de nuestros cuerpos abrazados en el abrazo de la vida. Esperaba la vida. Entonces aún no sabía que rimaba con anarquía.