Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

Ahora entiendo la importancia del mito fundador. Estoy emocionada de que los redactores de la Biblia pensaran en nosotras las mujeres. Me digo que aquellos hombres debieron de asistir a este calvario. Se inventaron todo este asunto para justificar, explicar y dar algún sentido a este dolor. Para ello escribieron nada más y nada menos que el Génesis. Para animar a las mujeres a reproducirse, a pesar de todo. La amabilidad de Elohim[4] me conmueve. Pares con dolor porque comiste del árbol. Querías ser como Dios pero hete aquí en tu condición de mortal, tirándote por el suelo cuando te creías eterna. Te creías Dios, creías que eras inmortal, irreal, espiritual. La serpiente te adulaba. Por un momento te lo creíste. Desde ahora, sabes quién eres: una mujer.

Me preocupa una idea absurda: se habla mucho del sufrimiento de Jesús pero nada del de María. En una de mis noches de insomnio vi un documental sobre un parto en un país de África. La mujer ni siquiera gritó, no profirió ni un solo gemido, y el bebé, al que tuvieron que reanimar mediante el boca a boca, tampoco. Tal vez fue así como María dio a luz. ¿Cómo se las apañaban las mujeres antes de que existiera la peridural?

¿Y cómo lo consiguió mi madre? ¿Por qué no me ha dicho nada? ¿Por qué nadie me ha explicado nada?

Existen varios debates entre las mujeres embarazadas: peridural, sí o no; lactancia o biberón; conocer el sexo del hijo, sí o no; amniocentesis, sí o no. Todas se resumen a una misma pregunta: maldición, ¿sí o no? Acabar con ello de una vez, ¿sí o no? Algunas mujeres hacen como los hombres y se lanzan de cabeza al trabajo, sin saber que es una maldición. Pero las mujeres, tras liberarse, se han endosado la maldición del hombre además de la suya propia: se han puesto a trabajar además de parir. Las mujeres estamos naturalmente deshonradas y culturalmente malditas.

Mas tarde todo se me borró de la memoria como por arte de magia. Intelectualmente sé que me dolía mucho, pero psicológicamente era como si no hubiera notado nada. Como si aquello no le hubiera ocurrido a mi cuerpo, sino a otra que me lo habría contado. Creo que es la razón por la que las mujeres no hablan de ello, o se sienten incómodas, y es la razón también por la que pueden tener varios hijos mientras que, en el momento, parece imposible. ¡Se borra todo! ¡Tiene que haber un programa en el cerebro que borra el recuerdo del dolor del parto! Cada vez que intento volver a recordar lo que sentí, la memoria se resiste. O incluso peor: a medida que pasa el tiempo, pienso en ello como un sufrimiento agradable, como un momento difícil pero placentero. Tengo cierta nostalgia de las contracciones previas al parto. Intelectualmente sé que fue difícil, pero psicológicamente me emociono cuando lo recuerdo.

Estoy dando a luz. Oigo unos pasos detrás de mí, el sonido de una respiración. Es Nicolas. Es así: una empieza enamorándose y acaba con los pies en los estribos. Una tiene miedo de estornudar delante del otro y luego está ahí, delante de él, perdiendo sangre, con el sexo abierto de par en par y en el gran traumatismo del nacimiento. Es un error monumental, me digo a mí misma, estoy cometiendo un error monumental.

Fue Nicolas quien escogió el hospital de Notre-Dame-du-Bon-Secours[5] (tal vez por eso no paro de pensar en la pobre María) porque en él trabaja su amigo Marc como tocólogo.

Marc está aquí, al lado de Nicolas. Como gimo, éste aprieta la famosa bomba, a pesar de que tengo la parte inferior del cuerpo totalmente insensibilizada. La peridural es un gran avance para la humanidad. Es una burla para Dios por castigar a Eva. En un minuto paso del infierno al paraíso.

De repente, mi compañero sale corriendo de la sala. Después se oye un estrépito: se acaba de desmayar. El equipo de cuidados me abandona para ocuparse de él. Más tarde, me enteré de que me habían hecho una episiotomía para que el bebé pudiera salir.

Está aquí, sobre mi barriga, de espaldas.

El ginecólogo le pide a la comadrona que vaya a buscar al padre. Aparece, azorado. Está afectado. A pesar de lo que sostiene Laurence Pernoud en la versión del 2000, no es una buena idea hacer participar a los compañeros en el parto, conforme a lo que afirma Laurence Pernoud en 1970. Yo no he visto nada ya que había una sábana que lo tapaba todo. Pero él parece tan horrorizado como si acabara de salir de una película de terror en la que la actriz principal era su mujer. Está alelado. Los hombres son poca cosa. Son demasiado sensibles. No saben lo que son las menstruaciones, las náuseas, el embarazo, el parto, la episiotomía. Los hombres son mujeres felices.

Nicolas mira el bebé sobre mi barriga. Entonces empieza a sonreír. Sigo sin poder ver el rostro del querubín, que lejos de ser el bebé rosa y sonriente que esperaba, presenta todas las características del mono: peludo, sucio, pringado de grasa y secreciones, rojo y violáceo, nada atractivo.

Se lo llevan, no veo más que dos muslitos peludos colocados sobre mi barriga.

Estoy sola, en la sala de partos, durante más de dos horas. Quiero ver el bebé. Pero no me dejan porque tengo fiebre. Nicolas ha salido detrás de los muslitos y las comadronas muy atareadas.

Cada uno ha vivido esto para sí, y cada uno ha salido solo, separado. Ahora ya sé que hay un antes y un después. Para él, por haber visto lo que no debería haber visto. Para mí, por haberle visto no ser capaz de ver. Para mí, por la vergüenza de la desnudez absoluta del parto. Para él, por el horror de la revelación del misterio de la vida.

La vida es un caos en el que algunos se esfuerzan por poner un poco de orden: los únicos que no le tienen miedo al cuerpo, que no ven la vida como un horror, se llaman médicos. Los demás mortales se refugian en la ilusión de que la vida es espiritual y que el nacimiento es amor.

Marc sugirió a Nicolas que mirara la episiotomía, pero éste tuvo la sensatez de perder el conocimiento.

Marc insiste junto a mí que me mire en el espejo y admire el trabajo de costura que han hecho en mi vagina.

En un parto, te rompen por dentro y luego te cosen con hilo y aguja.

Capítulo 11

Nicolas se había marchado ya que después de las 22:00 horas están prohibidas las visitas. Estaba sola. Sola con mi episiotomía, mi globo vesical y mi bebé.

Había traído al mundo a esta cosa y, ahora, ¿qué iba a hacer? El cordón umbilical todavía estaba rojo, mojado, ensangrentado. Era la única huella que demostraba que había estado ahí, en mi barriga, incluso aunque pareciera increíble. Era incapaz de tocar aquel apéndice ensangrentado. La puericultora me había enseñado cómo hacer las curas del cordón pero eso me provocaba una especie de pavor.

Nicolas… se podría haber quedado para ayudarme. De repente, me acordé de que ni siquiera podía poner un pañal. Tampoco sabía cómo bañarla. No tenía ni idea de lo que había que hacer con un bebé. Pero era normal: no lo había aprendido. No había ido a los cursos. Los bebés de plástico que había que sumergir en las mini-bañeras me parecían grotescos. De repente me empezó a entrar el pánico ante la idea de que la niña se despertara. Estaba sola. Era de noche. Fuera estaba todo oscuro, apagado y vacío. Con aquel bebé en una habitación de hospital sentí todo el peso de la desesperación cayendo sobre mí. Como un desánimo ante la idea de lo que iba a suceder después, una tristeza abismal.

En ese momento se acabaron los efectos de la anestesia. Empezó el dolor. Había bebido pero no podía orinar debido a la anestesia. Estaba rota por dentro y era incapaz de levantarme.

Primera noche con mi bebé, mejilla contra mejilla, dos a las que habían arrancado, dos que estaban rotas, que se habían hecho daño mutuamente, la una naciendo y saliendo de la otra, la otra reteniéndola a pesar suyo. Cada una de ellas se hizo daño, y ahora tocaba reconciliarse y quererse. Están en el mismo barco, en el mismo berenjenal, compañeras de infortunio, están las dos en el mundo y hay que apañárselas con eso.

A pesar de todo había que quererse y vivir. En la cama, las dos, éramos dos hembras, y quería ser como un animal en su madriguera, lamerla y que mi cachorrita me lamiera. Quería que fuera así, dos animales en una cama, para nada civilizados. Era incapaz de limpiarme y cuidarme como debería haberlo hecho, y totalmente incapaz de lavarla a pesar de las amenazas de las puericultoras; no podía levantarme, estaba rota, sangraba, y entonces habría querido que no nos lavaran a ninguna de las dos; que nos dejaran y quedarnos juntas en nuestra sucia condición de humanos, reparándonos, ya que era lo único que podíamos hacer.

Se me quedará grabada para siempre la imagen de ese bebé mamando mi dedo en un éxtasis que no era otro que el hambre.

Por primera vez la alimenté de mí, le di mi cuerpo para que comiera, la eucaristía sagrada, le di mi corazón para que comiera, pero aún no la quería. Era tímida, ella era una desconocida para mí, una íntima desconocida que había salido de mí y que ya no era más yo, le daba lo que yo era y lo que no era. Estaba celosa de ella, yo era vieja, estaba disgustada, rota, cansada, mi vida estaba detrás de mí, y la pequeña, exuberante en su fuerza, con su vigor totalmente nuevo, hacía de mí su pasado, el pasado. Ella me superaba, le había dado todo, y todavía no sabía si la iba a querer. ¿Y si no la quería? ¿Y por qué razón la iba a querer? Tal vez nunca me entendería con ella. Tenía que llevarla a casa, bajo mi techo, a mi casa, cuando ni siquiera la conocía, aunque la había llevado ya dentro de mí durante nueve meses.

La pequeña abría los ojos y los volvía a cerrar, extrañada en medio de su desesperación. Estaba ahí, de repente, echada al mundo sin haberlo pedido, estaba ahí y no me tenía más que a mí, y yo era quien le iba a explicar todo. Era el ángel de la guarda que la acogía en este mundo al que había finalmente considerado suficientemente bonito como para hacerla venir.

Pero, ¿cómo hacerlo, cuando yo estaba naciendo igual que ella? Era su madre y ella era la mía. Nacía a ella, nacía al mundo por ella, me había alumbrado y por eso estaba dolorida, emocionada, abollada. Nacía del nacimiento de mi hija, afectada por ella. Era una aventura e íbamos a compartirla, en adelante estábamos condenadas a vivirla juntas.

Le propuse darle el pecho por primera vez. Era natural, mamaba. Me sentí algo irritada debido a aquel gesto ardiente. Me dolía y ella, llena de vida, quería ya tomar más de mí. Por ella mi vida estaba detrás de mí. La suya acababa de hacer eclosión. Estaba resentida contra ella por haberme hecho tanto daño. Y al mismo tiempo, tenía ganas de protegerla, mimarla, cubrirla como a un pajarillo caído del nido.

Así pues daba el pecho a mi hija que, al final, resultó ser la mejor puericultora. Para mi sorpresa, mi bebé de cuatro horas sabía perfectamente cómo había que mamar y se aplicaba a hacerlo con una fuerza y una determinación fenomenales. Con los ojos fijos en la teta, concentrados, con la boca vorazmente enganchada al pezón, sacaba del pecho lo que necesitaba para vivir. No necesitaba que le dieran explicaciones. No necesitaba ningún manual ni ningún cursillo. Iba sólita, sin instrucciones… Parecía sabia. Una brujita que lo sabía ya todo del mundo y del más allá, y que volvía de un viaje muy largo. No tenía inocencia. Era docta y determinada. Su mirada era profunda, extraña y penetrante. Quería decir algo, revelar un secreto esencial sobre Dios, sobre el mundo, sobre la eternidad, pero no tenía palabras con que hacerlo. No salía de mi asombro. ¿Quién se lo había dicho? ¿Quién la había enseñado? ¿Cómo podía saber algo que yo, su madre, ignoraba? ¿De dónde venía?