Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

Capítulo 31

Dejé a la niña en la cuna; ésta levantó la mano y me la tendió. No me dejaba marcharme. Me retenía. ¿O tal vez era yo la que no se podía soltar de ella?

Llamaron a la puerta. El corazón me dio un vuelco… Si era Nicolas, le diría que volvía a casa, ya mismo, sin condiciones, o si no, me tiraba por la ventana, seguro.

Pero no era Nicolas. Era la nueva canguro que acababa de llegar. Con el lío de vida que tenía, había olvidado completamente que había quedado con ella. Se llamaba Parvati, era india y tenía dos niñas pequeñas. Parecía una persona dulce y era creyente. Creía en Buda. Escuchaba mantras. Tal vez tenía razón. Tal vez había que entregarse a otra cosa en vez del propio hijo para poder elevarlo y elevarse con él.

Estaba leyendo un librito que hojeé: según el budismo existen cuatro verdades nobles. El sufrimiento, la causa del sufrimiento, es decir, el deseo egoísta, el cese del sufrimiento, es decir, el Nirvana, y la vía del Justo Medio.

El nacimiento es sufrimiento, la vejez es sufrimiento, la enfermedad es sufrimiento, la muerte es sufrimiento; estar unido a lo que se ama es sufrimiento, estar separado de lo que se ama es sufrimiento, no tener lo que se desea es sufrimiento; en resumen: los cinco conglomerados del apego son sufrimiento. ¿Cuál es la noble verdad sobre el fin del sufrimiento? Es el cese completo, la extinción total del deseo del que es preciso liberarse con el fin de estar liberado.

El disfrute de los sentidos sigue siendo la mayor y única felicidad del hombre; es innegable que existe una especie de felicidad en la espera, en la plenitud y el recuerdo de esos placeres pasajeros, pero son ilusorios y temporales. Sí, según Buda, la ausencia de apego es una felicidad aún más grande.

Sin embargo, estaba ligada a ella y a él. Mi compañero, el padre de mi hija, y ella, mi pequeña: entre nosotros se había tejido un vínculo sólido. No tenía nada que ver con la pasión amorosa. Era algo visceral y evidente, natural y original. Algo orgánico y que no se puede desarraigar.

¿Tal vez el amor era eso?

Capítulo 32

Los hermanos Costes han animado todo París. Con paciencia y uno a uno, han ido recuperando unos cuantos locales en puntos estratégicos de la capital insuflándoles la onda de Nueva York, con música, ambiente aterciopelado, y camareras con vestiditos negros o pantalones negros ceñidos, sirviendo sin sonreír platos minimalistas a su imagen y semejanza.

Vi a Florent allí, de punta en blanco, moviendo la pierna al compás. Llevaba un traje oscuro y elegante, una camisa de rayas vivas, y le brillaban los ojos. Pidió dos copas, me ofreció una, brindó por el niño y luego por la infancia. Hablaba de todo y de nada, y era encantador.

Según él, el problema es que los padres quieren hacer callar al bebé y que se vuelva bueno como un bebé ideal. Pero la pulsión de vida que se manifiesta a través del hijo es la que fuerza a que su familia se ponga en duda, que deba escribir otro capítulo, y porqué no, que cambie de vida si es necesario. Lo importante es estar de acuerdo con el propio deseo, y conocerlo sin dejarse invadir por la culpabilidad.

—¿No está de acuerdo?, Barbara. ¿Sabe que está usted muy guapa esta noche?

—Gracias, Florent. Pero no me siento especialmente guapa en este momento.

—Mire, en mi gabinete estoy acostumbrado a ver madres jóvenes con la autoestima por los suelos, así que creo que es importante reconstruir la propia imagen.

¿Y por ese motivo se consagra a ellas y las saca a cenar diciéndoles que son guapas?

—No, Barbara. A decir verdad, usted es la primera mujer después de mi ex por la que siento… conexión, por no decir… fascinación. Hábleme de usted. ¿Es feliz, Barbara?

Pregunta trampa. Todos los hombres la hacen cuando quieren saber si una mujer ocupada está de todos modos un poco libre. ¿Es usted feliz? En suma era una litote que significaba: ¿está usted enamorada? Sí, buena pregunta, Florent. ¿Qué es la felicidad? ¿Es estar enamorado y tener un hijo? En la vida hay momentos tan intensos que uno no se pregunta nada. Pero la mayoría de las veces, cuando uno se pregunta eso, es que no es feliz. Hay felicidades increíbles, absolutas, que desaparecen, y hay felicidades tranquilas y discretas que saben instalarse en el salón alrededor de una taza de té. También son momentos de felicidad.

—¿Ha vuelto a ver a su compañero? —prosiguió sin esperar a que yo respondiera.

—¿A Nicolas? Sí, lo he vuelto a ver.

—¿Y?

—Nada… No pasó nada. Por ahora es un statu quo.

—Si me permite que le dé un consejo, y si quiere saber mi opinión, Barbara…

—A ver…

—Sobre todo, no precipite las cosas. Tómese un poco de tiempo. Entiendo muy bien su desconcierto, pero mire —añadió tomándome la mano—, como profesional puedo demostrarle que la vida está llena de sorpresas… Hay tribus en el Tibet que ni siquiera saben lo que es el concepto de matrimonio. Tienen hijos pero cada uno vive por su lado… Cada cual tiene que inventar su vida, sin preocuparse de los códigos establecidos por la sociedad. No diga nada, y déjese llevar…

No dije nada más porque Florent me estaba dando un beso en los labios…

No muy lejos de nosotros, estaba cenando Anthony, el amigo de Nicolas.

Capítulo 33

Esa noche, mientras estaba cerrando la puerta del taxi, ya no entendía nada de lo que me estaba pasando. Me había sentido bien con Florent. Cuando me tomó la mano sentí que mi corazón se incendiaba… Había sido como antes, mientras que yo ya creía que cualquier llama se había apagado en mí para siempre. ¿Qué iba a decir Nicolas cuando se enterara de que había cenado con aquel hombre? Estaba segura de que Anthony se lo contaría enseguida. ¿Y el beso? De forma inequívoca, había habido un beso.

De hecho, esa noche me había sentido mujer, por primera vez desde hacía tiempo, desde el parto. Me sentía mujer como no lo había sentido nunca antes. Antes creía que ser mujer era tener un hijo y darle el pecho; pero me daba cuenta de que para pasar por una mujer y no por un animal, había que esconder ese estado, no decir o no mostrar que se está dando el pecho, que se está embarazada, que se da a luz, que se pasa por una episiotomía. Todo eso no participa del Eterno Femenino. Incluso Nicolas ya no me miraba como a una mujer cuando daba de mamar. Me dormí pensando en Florent e imaginándome en sus brazos. Era un sueño muy dulce.

Al día siguiente por la mañana, al mirar mi teléfono móvil no me extrañé al encontrar un mensaje de mi compañero. Me decía que lo sabía todo. Así pues, ya lo había sustituido. Era innoble. Estaba decepcionado. Estaba enfadado. Quería recuperar a su hija. Venía a buscarla esa misma noche.

Empecé a preparar las cosas de la niña a regañadientes. En el fondo de mí sentía cómo subía una excitación. Así pues, ¿era libre? ¿Libre de salir, de seducir, de ver a Florent, de ir al cine, a bailar, de ir a cenar a restaurantes, de irme de viaje? Tenía ganas de hacerlo todo a la vez. Estaba excitada como una adolescente a quien le dan permiso hasta medianoche.

Mientras le daba el pecho a Léa, me dije que tal vez era la última vez, puesto que si la pequeña se iba a casa de su padre, necesariamente estaría destetada. Como si lo hubiera entendido, Léa giró la cabeza cuando le puse el pecho en la boca. Estaba de morros. Se me encogió el corazón. ¿Cómo podía destetarme? ¿Cómo me iba a privar de darle el pecho?

Cuando Nicolas la vino a buscar, estuvo glacial conmigo. Estaba lleno de odio y resentimiento. Me decidí a verlos marchar. Cuando comprendí que el bebé se alejaba de mí, el corazón me dio un brinco en el pecho, como si se estuviera marchando con ellos.

Capítulo 34

Al dejar a la niña sentí como si estuviera abandonando una parte de mí. Al separarme de mi hija, comprendí que éramos inseparables. Sin ella ya no me sentía entera. Me faltaba algo, algo que me había constituido desde siempre. Pasear por la calle y hacer la compra sola era incongruente. La echaba de menos como si me echara de menos a mí misma.

Me dolía físicamente no darle más de mamar, mis pesados pechos se llenaban de leche. Mi amor… No era más que belleza, bondad, sonrisas y lágrimas. Existía la perfección en este mundo: el paraíso, el hombre perfecto, y el mito del origen era real, era él, el bebé, Eva… Dios existe, sí: es el bebé. Reinaba sobre los seres y las cosas. Ella era el Dios al que me sacrificaba, al que había sacrificado mi vida.

Rousseau, que es un gran observador de la infancia, sacó de ella las conclusiones filosóficas. Cuando se tiene un cachorro humano en brazos, uno se da cuenta de que éste nace egoísta, ególatra, en perpetua demanda, obsesionado por el alimento, en esa dependencia y esa debilidad que lo vuelven tiránico, es la dictadura del débil, pero no es malo. Destruirá nuestra vida pero no lo hará de forma intencionada, depende de uno que sobreviva.

Al observar a Léa, me dije a mí misma que todo el mundo ha tenido a alguien que se ocupe de él. De alguna forma, todo el mundo ha sido querido por alguien. Si no, es difícil sobrevivir. Observar a un niño nos informa sobre la construcción de la personalidad que se hace desde esa edad, del maltrato que se le puede infligir a un niño y del que no se recuperará. A la inversa, al prodigarle cuidado se lo construye. El bebé se desarrolla a través del amor.

De la misma forma que es importante la ley. Sin ley, sin regla y sin marco, el bebé no evoluciona. Y lo bello también puede iniciarse en la belleza, ya que al bebé le gusta lo bello. A Léa le gustaba la música. Ella hacía música, golpeaba los objetos para encontrar el ritmo, hablaba cantando, balbuceaba. Las palabras no tienen importancia para ella, sino que responde a las entonaciones. La música es el primer lenguaje del hombre.

Léa me enseñaba qué es la sonrisa. Se despertaba sonriendo y sonreía mientras dormía. Sonrisa, misterio de sonrisa, fraternidad del niño que nace. Ese misterio del rostro humano, esa sonrisa del bebé como quintaesencia del otro, tiene mucho que enseñarnos. Y sí, es posible, existe una comunicación, existe la intersubjetividad, y me digo que los filósofos se equivocaron porque no tenían bebés. Ni Sócrates, ni Kant, ni Sartre, ni nadie, habían tenido bebés para comprender la vida, la alteridad, el amor, el odio, la locura, la pérdida de la realidad, y cómo muchas veces —Rousseau sí que lo sabía— el primer sentimiento del hombre es la piedad. Cuando lloraba, cuando me requería, cuando estaba lejos de mí y yo lejos de ella, sentía piedad por Léa. La piedad es algo bonito. No, no es el primer estadio de la humanidad, tal vez es instintivo pero es el sentimiento más sagrado, aquel que hace que nos paremos y miremos, que sintamos lo que el otro siente, su sufrimiento, su espera, su esperanza, y que por una inclinación sagrada, nos inclinemos hacia él para tenderle la mano, lo invitemos a nuestro seno. Es original y profundo, es humano. La leche materna y el pecho son esa generosidad. La piedad, la piedad filial.

Ella me enseñaba qué es el entusiasmo. Cuando veía algo o alguien que le gustaba, saltaba de alegría. Me enseñaba la importancia del placer. Ella vivía su placer de forma total y plena. También me había enseñado que para poder recibir, hay que confiar. Cuando un desconocido le daba un objeto, Léa no lo cogía. Dar no es difícil, lo difícil es recibir.

Es verdad, ella trastornó mi vida. Y sin embargo, era sólo un bebé. Pero me empujó a mi propio atrincheramiento, hizo que rebasara todos mis límites, me enfrentó al absoluto: al abandono, a la ternura, al sacrificio. Me dislocó y me alumbró. Yo era su hija. Desde ahora, yo era su criatura.

Capítulo 35

Escuché el contestador para ver si Nicolas me había dejado algún mensaje. Y en efecto, en el buzón de voz había uno pero no era de él. Era un mensaje de Florent, que me invitaba a un cóctel que daban unos amigos suyos editores.

Me vestí y me peiné. No me reconocía en el espejo. Arreglada así, con un vestido negro, el pelo liso, los ojos pintados y la boca color frambuesa, parecía una mujer. Salí para acudir al cóctel que tenía lugar en el hotel Lutétia. Allí, en el sótano, había una nube de periodistas, de responsables de prensa y de personajes que se apretujaban alrededor de los canapés y la champaña. Cuando Florent me vio, se abrió paso entre la multitud para venir a recibirme. Me sentí valorada por esa señal de cariño y de agradecimiento. En sus ojos, me sentí guapa.

Al final del cóctel, Florent me propuso llevarme a cenar.