Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

La miré de arriba abajo con aire consternado, cogí a mi bebé en brazos con aire protector y me fui.

—Cualquiera diría que estamos en la isla de la Tentación[9] —dije durante la cena.

—¿Qué quieres decir?

—Te digo que si sigues mirando la niñera, me largo inmediatamente con mi bebé bajo el brazo.

—Tu bebé… es también mi bebé, te lo recuerdo. Y además, estoy harto.

—¿Harto de qué?

—De vivir contigo. De pasar mis vacaciones contigo. De tus comentarios, de tu maldad, de tu paranoia.

En la mesa de al lado había una pareja perfecta en versión italiana. El marido iba vestido con lino blanco y la mujer estaba impecable en su vaquero ceñido y tenía en brazos a un querubín de tres meses adorable que dormía plácidamente.

—Ves —susurré—, mira esa pareja, lo bien que están. ¿Por qué nosotros no somos así?

Nicolas echó una ojeada.

—¿Qué les encuentras?

—Están bien vestidos, están delgados y parecen enamorados.

—Sabes, los he estado mirando, y no me parece que estén tan enamorados. No se han dicho nada en toda la cena.

—¿Ah sí? ¿De verdad? —dije, llena de esperanza. Era una idiotez pero creer eso me levantaba el ánimo.

—Y además, ese bebé está dormido, así que nada puede asegurar que sea más tranquilo que Léa. Además, fíjate, no le da el pecho. Le da biberones.

—Sabes, Nicolas, creo que el amor es como la nieve, que cae y luego desaparece…

—No, Barbara, no. El amor no desaparece, sino que el tiempo pasa…

Volvimos a la habitación y nos desplomamos, agotados, junto a la pequeña que por fin se había dormido al final de la cena. Ya no nos quedaba deseo ni para abrazarnos.

Por las tardes, cuando estábamos en la habitación, Nicolas se me acercaba pero cada vez que nuestros cuerpos empezaban a abrazarse o acercarse, la niña, como si tuviera un detector de sexo, se despertaba. ¿Qué nos había pasado? ¿Seríamos capaces de recuperar nuestra vida de antaño? Nuestros abrazos, nuestras caricias, nuestras palabras de amor… La visión que tenía del sexo después del embarazo era tan distinta… Ya no me molestaba enseñárselo a mi ginecólogo. Antes me incomodaba, pero desde ahora era como una mano o un pie, estaba desacralizado, me lo habían tocado tanto y de una manera tan orgánica que eso ya no tenía sentido. El sexo por fuera era utilitario. La sexualidad ya no existía. Porque la sexualidad es el tabú, es lo sagrado. Si se enseña como una mano o un brazo, entonces en el sexo ya no hay nada sexual.

El erotismo no se nutre más que del límite y de lo prohibido. Ahora bien, el nacimiento había roto el tabú. Ya nada era sexual. Incluso el sexo no era sexual, era al contrario que Adán y Eva en el Paraíso, ya no sabía lo que era el pudor, mi sexo se había convertido en un lugar de paso, lo habían cosido, descosido y recosido. Ni estar gorda me daba ya vergüenza. Miraba a los hombres como a las mujeres. Sentía una sensación de familiaridad extrema con Nicolas, tenía la sensación de que era mi hermano.

Él dormía dándome la espalda.

Estaba en la cama y no podía dormir a pesar del cansancio. Pensaba: ¿acaso saben los que van a juntarse lo que les espera? ¿Les advierten? ¿Los preparan? No, se les deja lanzarse con toda la ilusión. Pobre Príncipe Azul y pobre Cenicienta. ¿Eso sólo dura la noche del baile?

¿Qué pasa después? Cuando se da a luz, cuando se está con los pañales, cuando ya no se puede hacer el amor, cuando uno se aparta del otro, cuando el otro mira a las demás, cuando se discute por las cosas de la vida cotidiana, cuando poco a poco uno se resigna a ser infeliz…

Existe el amor de los primeros momentos y existe el amor de la madurez, el que viene después, aquél en el que nadie piensa y, sin embargo, el amor del primer encuentro no es más que una bobada al lado del amor conyugal. Se sabe bien lo que es estar enamorado y vivir en un mundo vaporoso e irreal, llevado por la pasión, pero ¿qué es vivir con una mujer? ¿Qué es tomar a una mujer? ¿Y conocer a una mujer después de verla dar a luz a un hijo? Si el amor no es más que las caricias del principio, entonces no me interesa. Si el amor dura lo que dura un beso, si el amor muere, entonces amar no me dice nada. Si el amor consiste en enamorarse, en vivir algunos meses de felicidad absoluta, entonces no me interesa amar. Si el amor es amar varias veces, a varios hombres, a varios cuerpos, entonces no quiero saber nada del amor. Si el amor es sentir el corazón palpitar solamente cuando creemos que vamos a perderlo, entonces no me basta. E incluso, si el amor evoluciona, quiero pensar que existe. Si no, me da igual vivir o no.

Capítulo 26

Aprovechando que el bebé dormía, me metí en la lectura de Estimular las neuronas de su bebé, donde aprendí que es necesario despertar al bebé desde la edad más temprana, incluso en el útero. Es importante que tenga conexiones neurológicas para desarrollar el cerebro, esto es: evitar tomar drogas o alcohol cuando se está amamantando, hablar con él y exclamar cuando balbucea “¡Bravo!”, para mostrarle que se está muy contenta, hacer que juegue, estar atento, leerle libros para bebés desde muy pequeño para acostumbrarlo a la lectura, aprovechar el momento de cambiarle los pañales para construir relaciones emocionales con él, responder cuando llora, masajearlo tres veces al día para reducirle el nivel de estrés, hacerle los cinco lobitos con las manos, convertir las comidas en momentos agradables y distendidos, expresar en todo momento felicidad e interés por el bebé, y evitar cargarlo con el peso de su angustia. Cerré el libro agotada ya sólo con la idea de llevar a cabo semejante programa.

Qué lejos quedaba Italia. Qué lejos y qué cerca a la vez.

Se había acabado la relación construida en el amor de dos cuerpos entrelazados.

Se había acabado San Francisco, los grandes edificios hacia el cielo inmenso, y la loca aventura por la carretera número 1, las sonrisas cómplices, una mano que se posa sobre otra mano, un beso que se atreve sobre los labios mojados.

Se habían acabado las noches mágicas, locas noches de bar atravesadas por las risas.

Se habían acabado los hombres que llueven como en la canción[10], las camisas que uno quita, los torsos que se rozan. Se había acabado el romanticismo, los destinos hermosos, adiós a los sueños, a los encantamientos. Se habían acabado la ciudad gótica, las noches plásticas, los días dinámicos, las tardes mágicas. Se acabó la pasión.

Adiós a la Venecia romántica, adiós a los sueños prolíficos, a Asia y África, y adiós a América.

Se habían acabado las luces tamizadas de la noche, los cócteles en grandes sillones, el diseño ecléctico de las paredes y los muebles, las habitaciones cuadradas, las camareras en minifalda y los camareros amanerados, con vaquero y chaqueta, y el oscuro resplandor del humo, la seducción amortiguada, encerrada, las camas mullidas, ambiente de día, ambiente de noche. Se habían acabado las cantantes con vestidos calados y voces que se arrastran hasta las 4 de la mañana. Se había acabado el ritmo que envuelve, en el vapor del cigarro puro, el humo del alcohol, tan sólo mirar y escuchar, reír en medio de las palabras, hablar en medio de las risas, acercarse al oído, escuchar los acentos de la ciudad, los altos y los bajos de una melancolía alegre, de un delirio sutil, de una mujer que disfruta evocando no se sabe qué, de romántico y triste, de pasado, una contemplación oscura y dulce como la vida, ¡se había acabado la ligereza!

Soy la mujer abandonada, la mujer encadenada por la vida, la mujer alelada, la mujer que se calla, que se disgusta en silencio, que en voz baja sabe que se ha dejado atravesar por los años. Soy el apóstol de la cotidianidad, la mujer herida que no se levanta, la mujer helada que mide sus pasos. Soy la mujer con velo, que vela sus pensamientos, la mujer sumisa que cuenta sus pasos.

Soy la mujer con las manos juntas, rezo en silencio, y de oro y de cielo despunta el alba, y no duermo, soy la mujer dulce, dulcemente sublevada, y susurrando voy empujando el cochecito de un bebé.

Soy la mujer abolida que todas las noches vive la abominable nostalgia de todo lo que no llegó a vivir.

Capítulo 27

Me acordaré siempre de ese día. ¿Cómo podría olvidarlo? Hacía bueno en París. Tal vez fue por eso por lo que nos separamos. Porque hacía bueno en París.

Por una vez, el cielo gris había dejado lugar a un sol radiante y un viento seco y frío que cortaba la cara.

Llamé a mi hermana para quedar y vernos fuera, en un café. Me apetecía tomarme un buen café con leche en una terraza.

—Ah, ¿te vas? —preguntó Nicolas.

—Sí, he quedado con mi hermana… Me apetece salir. Hace ocho meses que no me tomo un café en un bar.

—¡Pero si te había dicho que había quedado con Anthony esta tarde!

Efectivamente, Anthony acababa de llegar. Dejó caer el casco de la moto, despertó a la pequeña que empezó a llorar, así que la tomé en brazos, a lo que él me dijo:

—Aguántale la cabeza, ¿no?

Le contesté que se metiera en sus asuntos, aproveché para cambiarle los pañales, la niña se volvió a adormecer, y se la di a Nicolas para que la tomara en brazos.

—Me voy, ¡hasta luego!

—Ah, muy bien.

—¿Qué? ¿Te molesta?

—Sí, me molesta. ¿Cómo quieres que me ocupe de la niña y al mismo tiempo vea a Tony?

—Pensaba que Anthony quería ver a la niña.

—¡Sí! —dijo Anthony—. ¡Genial! Ahora ya la he visto, ¿nos vamos?

Lo miré con maldad.

—Bueno, me da igual, yo me voy.

—Perfecto —dijo Nicolas, agresivo.

—Mira, ¿quieres que te prepare un biberón? —dije, empezando una esterilización en el microondas.

Puse agua en un tarro, lavé el biberón y lo coloqué en el recipiente.

—No sabes lo que haces —dijo Nicolas—. Ni siquiera estás mirando las dosis de agua del esterilizador.

—Te recuerdo que hago esterilizaciones todos los días.

—Para, lo estás haciendo mal.

—Esto es el colmo. Soy su madre y sé perfectamente lo que hay que hacer.

En esas la niña ya estaba llorando.

—Bueno, lo que tú quieres es que me quede, ¿no? Dímelo, si es eso lo que quieres.

—No, quiero que te vayas.

Cogí la chaqueta y me fui. Cuando llegué al portal, lo llamé al móvil.

—Te prohibo que me humilles delante de tus amigos.

—¿Y a ti no te parece ridículo ponerte a competir con Anthony? Estás celosa, ¡incluso de mis amigos!

—Y a ti sólo te importan tus amigos… O las niñeras.

—Eres patética.

Tras decir eso, me colgó el teléfono.

Cegada por la ira, subí las escaleras de cuatro en cuatro.

—Vale, cancelo mi cita —dije.

—Eso es, cancélala, yo me voy.

—¡Ni hablar!

—Ven Tony, nos vamos.

—Si te vas, me llevo a la niña y no nos volveremos a ver nunca más.

—Si la secuestras, voy a la policía y te pongo una denuncia.

—¡Eres tú el que abandona el domicilio conyugal!

Se marchó.

Abrigué a la niña, metí algunas cosas en una bolsa y me fui.

Capítulo 28

Me metí en un taxi dándole vueltas al odio que sentía y tratando de hacer balance de la situación. De doctoranda, me había convertido en ama de casa. De ama de casa, me había convertido en una “sin techo”. ¿Hasta dónde me iba a degradar?

Mi hermana me acogió, sorprendida al verme llegar con el bebé y mis cosas. Le pregunté si podía quedarme unos días en su casa. Le venía bien, pues su marido y los niños se habían ido a casa de sus suegros. Mi madre había aprovechado para venir a verla.

Volvía a vivir con mi madre y mi hermana, como en los viejos tiempos en que estábamos las tres sin hombres. Mi madre apareció, venía de la cocina, con el mechón rebelde, un traje de chaqueta rosa y con la mirada incisiva bajo una abundante capa de rímel, acogiéndome con toda naturalidad, nada extrañada de verme sola con la niña.

—Tu hija está demasiado apegada a ti —comentó durante la comida—. Así no va a aprender a ser independiente, y más tarde le resultará muy difícil vivir en pareja. Venga, ¡come un poco más!

Sin esperar mi aprobación me llenó el plato con tres rodajas de ternera.

—Deberías venir a pasar unos meses conmigo, me podría ocupar de ti y te ayudaría a deshacerte de tu hija.