Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

Se parecía a mi padre.

—¿Un cochecito? Pero, ¿por qué?

—Para cortar con el cara a cara con la madre. A ver, para que me entienda, es necesario poner barreras entre las madres y las hijas. ¿Le da a menudo de mamar?

—Más o menos cada hora. ¡En la Leche League están muy orgullosas de mí!

—¿Tiene conflictos con el padre? No quiero parecer indiscreto, pero es muy importante dejar un lugar al padre, ¿sabe? Hay mecanismos que, incluso dentro del tejido social, participan en el debilitamiento del lugar simbólico del padre.

—De momento no vivo con el padre.

—Discúlpeme la indiscreción, pero… ¿Se han peleado?

—Desde que nació la niña no hemos parado de pelearnos. No conseguimos reencontrarnos.

—Para que me entienda —dijo el doctor Nahum—, la pareja está destinada a cambiar desde el momento en que nace un hijo, la mujer se convierte en madre y el hombre debe ocupar el lugar del padre. El hijo pone en tela de juicio el equilibrio de la familia, pues con su llegada hace que evolucionen los papeles de los miembros de la misma, supone una abertura con respecto a las dificultades, a las repeticiones morbosas. Esa llegada es una puerta que se abre y no tiene que ser una puerta que se cierre, ¿ve lo que quiero decir? Fue usted quien dio el portazo, ¿no es así?

—Por decirlo de alguna manera. Pero ha sido él quien ha hecho que la vida en nuestra casa sea un infierno.

—¿Un infierno en qué sentido?

—Creo que mi marido es un machista.

—¡Magnífico! ¡Eso es estupendo! Necesitamos machistas. Creo que cada padre debe cumplir su papel, sin confusión de sexos. De ello depende el equilibrio del hijo. Hoy día las madres son todopoderosas, ¡hay que pararlas! Lo que se necesita para salvar al hijo de la fusión con la madre es precisamente un machista.

—¿Eso cree, doctor?

—¡Claro! La invito a pensar que los hombres y las mujeres somos distintos desde la noche de los tiempos, y contrapongo la lógica del embarazo, la de las mujeres, a la lógica del coito, la de los hombres.

—¡Pero doctor! ¿Y qué hay de la revolución feminista y todo aquello…?

—Ay, mire, no siga. No me hable de feminismo. Ya lo sé. A nadie le gusta que lo reduzcan tan brutalmente a su sexo y a sus angustias arcaicas. Es la historia de la humanidad la que nos ha llevado a donde estamos hoy día, atrapados en este triángulo eterno —el padre, la madre, el hijo—, en el que ya no sabemos equilibrar las fuerzas. Y le aseguro que los padres y las madres están perdidos y extraviados en la confusión de los papeles. Creo que cada uno tiene que encontrar su lugar.

—¿Uno en la moto y la otra ocupándose del servicio post-venta de Darty mientras da el pecho?

—Querida señora. Una cosa es que los hombres laven los platos. Pero tienen que desempeñar su verdadero papel de padres. No el que se ve en las series televisivas y el de los tópicos de moda.

—Y en su opinión, doctor, ¿cuál es el verdadero papel del padre?

—Es el que se interpone entre la madre y el hijo.

Efectivamente, estaba sola con la niña. Sola con la niña: eso quería decir que me tocaba a mí ocuparme de ella todo el día. Y sin embargo, me hubiera gustado que Nicolás se ocupara de ella como sabía hacerlo. Y también que se ocupara de mí. Me sentía muy bebé desde que tenía un bebé. A fuerza de ocuparme de mi prole, tenía muchas ganas de que alguien cuidara de mí, me diera de comer, me vistiera, me acunara. Necesitaba eso más que cualquier otra cosa. Y en vez de eso, iba errante con una bolsa a cuestas y un bebé bajo el brazo, un bebé que berreaba como si le faltara algo. ¿Algo o alguien?

¿Quién podría ayudarme a entender lo que me estaba pasando? Mi madre seguro que no. Ni mi suegra, ni mi hermana que no daba abasto. Y los filósofos aún menos. Los filósofos con los que tanto me había codeado, esas mentes privilegiadas que tan bien habían pensado el mundo, no me servían para nada, porque no paran de criticar la cuestión del otro sin pensar que lo que se juega en el otro, por el otro, se juega en la pareja y en el amor. Que el rostro del otro es el de mi novio, mi compañero, mi hijo. Es ese rostro el que veo y el que me plantea preguntas en mi vida. La metafísica es mi día a día. Pero eso no me dice lo que debo hacer de ello. Y los filósofos con toda su filosofía no han sido capaces de pensar en esto ni decirnos por qué no lo conseguimos, por qué nos amamos y luego no nos amamos más, por qué nos entregamos infinitamente al otro para dejarnos al cabo de poco, por qué el hijo, que es la consagración del amor, es también su sepulturero, cómo amarse para siempre, cómo quererse y seguir enamorado para siempre, y si es imposible, que nos lo digan, si es un mito occidental, que nos lo digan, y acabemos de una vez por todas con esta gran mentira.

Todo lo que había aprendido, lejos de ayudarme, me aislaba. Estaba rodeada de conceptos pero era incapaz de hacer sobrevivir a mi pareja. Había estudiado tanto y leído tantos libros para nada, para encontrarme desconcertada delante de un cachorro humano. Lo sabía todo, me sabía de memoria los textos más abstrusos de Hegel, Kant o Leibniz, pero estaba despojada ante la vida. No conseguía saber la cosa más elemental y más importante: ¿cómo salvar mi amor?

No conseguía salir del odio que sentía, de la desesperación, de la carencia, de la rabia de estar sola, del hecho de que nuestra historia se acabara como las demás, de que nuestra historia se acabara.

Para acercarme a Léa apliqué los principios de Francoise Dolto según los cuales al bebé hay que decírselo todo:

—¿Por qué lloras? ¿Tienes ganas de ver a papá? Sabes, papá y mamá están enfadados, y mamá también es muy infeliz, y tú también estás muy triste, pero pronto, sí, pronto, tal vez todo volverá a ser como antes…

No sé si fue un milagro doltoyano o fantasma puro, pero la niña paró de llorar y me sonrió. Entonces era yo la que lloraba.

Volví a encender el teléfono móvil. Desde hacía dos días había recibido treinta y seis llamadas de Nicolas a las que no había respondido. También había recibido SMS en los que me pedía que volviera a casa y mensajes furiosos en los que me decía que le devolviera a su hija. Su hija… No le contesté.

Pero no, era una estupidez. Nos queríamos. ¿Qué había pasado? Tenía ganas de llamarlo. No, no tenía el valor de hacerlo. Dejé el teléfono móvil encendido. Sonó y vi un número que no reconocí. Cogí el teléfono pensando que tal vez sería Nicolas que, creyendo que lo filtraba por el número, me llamaba desde otro teléfono. El corazón se me salía del pecho ante la idea de oír su voz.

Del otro lado del teléfono, oí la voz melodiosa de aquel hombre que conocí en la sala de espera del pediatra. Florent Tessier me invitaba a cenar al día siguiente. Estaba decepcionada de que no fuera Nicolas, pero acepté igualmente. Hacía mucho tiempo que nadie me había solicitado así.

Pero tenía que encontrar una canguro para el día siguiente por la noche. Más aún cuando mi hermana había decidido marcharse sola de vacaciones, por primera vez desde que se casó. ¿Qué podía hacer? ¿Organizaba un segundo casting de canguros? Llamé a Nicolas con el pretexto de pedirle su opinión.

Me respondió con frialdad, como si la cosa no fuera con él. Sentí lo mucho que estaba sufriendo nuestra ausencia, y probablemente mucho más la de su hija que la mía.

Llegó por la noche a casa de mi hermana, después del trabajo. Parecía cansado pero estaba guapo, con su traje y su corbata negra. Parecía otro Nicolas, más delgado, musculoso, más maduro que antes del nacimiento, y me anunció que había tomado una decisión: vender la galería. Acababa de aceptar la oferta que le habían hecho para trabajar en Friedrich y Friedmann, el gabinete de consultoría de su tío.

Estaba emocionada de verlo. ¿Qué había hecho? ¿Cómo habíamos llegado a esto? ¿Por qué estaba en casa de mi hermana adonde mi madre venía todos los días con distintos pretextos? ¿Por qué me sentía rechazada?

Él no parecía emocionado. Se hubiera dicho que algo estaba roto. Venía ver a la niña, no a mí. Casi ni me habló. No tenía ojos más que para el bebé. La miraba sonreír, coger los objetos, llorar y consolarse con sus peluches, comer haciendo muecas de sorpresa o de disgusto, arrugando la naricita…

Entendí que había venido por ella. Todo su corazón era para la niña. Por ella había dejado la galería y sus principios. En ese momento ya no sabía qué pensar. Por ella lo había perdido todo, lo había puesto todo en duda. Acudía al menor de sus deseos. Le daba todo sin contar nada. Me quedé allí, detrás de él, mirando cómo la miraba, cómo la tomaba en brazos, cómo jugaba con ella, entre la ternura y la rabia, el despecho amoroso y la dignidad materna.

¿Y si dejáramos de decir que el bebé es una persona? Nos han dicho demasiado que es un persona y es tal vez por eso por lo que nos pone tanto en cuestión. Es el tercer elemento que, como en la novela de Simone de Beauvoir, destruye la pareja. Pero si nos interesáramos más bien en la pareja, el bebé tal vez se portaría mejor puesto que podría vivir con su padre y con su madre, y no en pareja con uno de los dos solamente. Han inventado el bebé haciendo creer que ocupa un lugar en la sociedad y ahora lo está ocupando todo. Pero, ¿quiénes son “ellos”? ¿Quién se lo ha inventado? Naturalmente Rousseau preconizando la lactancia, y luego Dolto dándole voz, y Winnicott, y Bruner… Todos los psicólogos de la infancia que insisten en hacernos creer que el bebé es una persona. Y, sobre todo, el doctor Freud nos hizo sentir culpables con el bebé demostrando que todo se decide antes de los tres años. Fue él quien puso la corona en la cabeza de “Su Majestad el Bebé”. En demanda constante, se ha convertido en el rey que reina sobre todos los subditos. Y con él viene el séquito de miserias: nos costó diez años deshacernos de nuestros padres y están de vuelta campando a sus anchas. Nos costó diez años reconocer nuestros deseos y ahora estamos bajo el reino absoluto y tiránico de su deseo. Flotábamos en las altas esferas intelectuales o sentimentales y ahora estamos pendientes de sus eructos.

Tenía ganas de ver a Nicolas, de hablar con él, simplemente de abrazarlo, pero ya no me atrevía. Sufría muchísimo. Sufría con su presencia. Sufría con su ausencia. Sufría con su sufrimiento.

Pensaba en el antes.

Antes, es decir, en otra vida.

Antes, era una persona. Una mujer. Una niña. De manera alternativa. Luego, sólo una madre.

Después ya no hablaba de nada, ya no hablaba más que del cuerpo y sus cosas. Nos dicen que lo mantengamos derecho, fino, opaco, inocente, y sobre todo liso, y de pronto, todo se desmorona. Está fofo, enorme y cubierto de estrías. Nos dicen que lo escondamos, y de repente invade la vida entera. Nos dicen que hagamos deporte, y régimen, y de pronto engorda diez kilos.

Nos dicen: trabaje todo el día, gane dinero, que es la llave de su libertad, y de repente, ya no puedo trabajar, ya no puedo hacer nada, aprendo a no hacer nada, y me siento culpable y me excluyo de la sociedad. No me queda más que el grupo de las mujeres nodrizas.

Antes era guapa, tenía los ojos de la juventud. Desde ahora, lo veo todo con distancia. Antes era libre y despreocupada, ahora soy responsable. Antes era idealista. Me he convertido en realista. He cambiado de categoría existencial, he cambiado las referencias del espacio y el tiempo, he cambiado el a priori de la percepción, he dejado a un lado todos mis sueños.

Antes, estaba enamorada. Después, nuestra relación fue imposible. Había una barrera entre nosotros, una barrera física infranqueable, y esa barrera era Léa. El tercer elemento era el bebé. Era ella, el hijo de nuestro amor, el destructor de nuestra pareja.

Al final, me dijo en el umbral:

—¿Cuándo volvéis a casa?

Lo dijo con paciencia, sin nerviosismo.

Sin embargo, me sentía herida por su actitud y me aferré a mi orgullo, así que le contesté que no quería volver, que los problemas entre nosotros aún no se habían solucionado. De hecho, me habría gustado que insistiera, que suplicara, que se pusiera de rodillas, que me pidiera perdón. Pero no dijo nada. Me miró, con aire ausente. Con la mirada endurecida.

Después de que Nicolas se fuera, me quedé con la niña en brazos.

Vi una cana en su pelo rubio. Era mía. Envejecía y mientras mi niña se despertaba a la vida. Mi bebé era la nueva fuerza y yo era la antigua. Mi vida se había acabado. Pensé en Nicolas, que ni siquiera me había mirado. Había cumplido mi misión, podía acabar de una vez. La ventana estaba ahí, abierta delante de mí. No tenía más que dar un paso. Estaba tentada, me sentía aspirada hacia el vacío. Con sólo dar un paso todo se habría acabado.