Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

El barrio estaba en plena ebullición, como cada sábado por la noche. En el lado judío todo el mundo salía, los restaurantes se animaban después del cierre del Sabath, el olor a falafel volvía a invadir las calles, los religiosos salían del rezo nocturno, los no religiosos venían a comer y esperaban delante de los restaurantes antes de la hora reglamentaria, esa hora en la que aparecían tres estrellas en el cielo que marcaban el fin del Sabath. En el lado gay, los bares escupían multitudes de hombres a la calle y música techno a todo trapo hasta altas horas de la madrugada. Era uno de esos raros momentos en los que los dos Marais se encontraban, se cruzaban a la vuelta de la esquina, se rozaban sin saludarse pero con esa conciencia curiosa de estar aparte, de estar al margen y comprenderse en secreto, de forma tácita incluso si cada uno es para el otro una aberración. Era la hora de la encrucijada.

La gente iba y venía, se consagraba a sus ocupaciones, y yo, ¿qué hacía? “Educaba a mi hija”, como decía Laurence Pernoud en el tomo II de sus Obras completas. ¿Existía tarea más importante que esa en la vida? ¿Algo más sagrado? De ahora en adelante, pensé, me voy a dedicar totalmente a ella, a Léa. Era lo más preciado que tenía, lo mejor del mundo, y lo demás no importaba. Ya podía estar feliz, infeliz, triste o cansada, que ella estaba ahí, a mi lado, y mi deber era ocuparme de ella, cuidarla, y olvidarme un poco, por una vez, de crecer para estar preparada. Como si saliera del fondo de mi cansancio, sentí que una energía increíble se apoderaba de mí y que me conminaba a vivir, a vivir para ella y no para mí.

Capítulo 21

En casa de Jean-Mi y Domi había una miríada de hombres y algunas famosillas perdidas en el país de los gays. Estaban Miguel, un guapo hidalgo que tenía loco a Jean-Mi, y Charlie, un cantante con unas gafas de vidrios ahumados que conservaba de sus viejos días de gloria. Todos rondaban los treinta o los cuarenta, eran altos y delgados, y vestían camisetas de colores vivos. Jean-Mi llevaba el pelo largo y teñido de rojo oscuro, y Domi el pelo muy corto con unas pequeñas patillas en las sienes. Estaban sobrexcitados bajo la influencia de las drogas.

Los estuve mirando, como si estuviera metida en una burbuja, ajena a lo que estaba sucediendo a mi alrededor. La falta de sueño y la fatiga junto al alcohol me daban vértigo.

Tenía la cabeza embotada. Pensaba en Léa. ¿Qué hacía en ese momento? ¿Sonreía? ¿Tenía hambre? ¿O frío? ¿Me echaba de menos? ¿Era indispensable para ella? Era incapaz de divertirme ni de hablar con nadie, pues no podía dejar de pensar en ella. No me sentía nada a gusto.

Mientras todos se animaban con la música, me senté en un rincón y empecé a beber una copa, y otra… Me sentía culpable con cada trago y pensaba en ella, que me estaba esperando. Debería haber ido a buscarla. Hacía poco que era madre y ya era una mala madre. Ya no podía estar tranquila aprovechando el mínimo instante de libertad, tenía que estar preocupándome por ella y preguntándome si estaría bien, si se habría tomado su biberón, si le habrían cambiado los pañales, si se habría dormido, y sintiéndome mal por haberla dejado sola desde hacía tres horas. Estaba resentida con ella porque ella estaba resentida conmigo. Me hubiera gustado que no fuera tan pesada ni tan dominante. Tendría que haber sido una buena hija que se puede guardar en un cajón como una estampa. Pero no, era la fuerza exuberante de la vida que reclamaba lo que se le debía. Incluso ausente, estaba ahí. La sentía por todas partes, en mi corazón, en mi cuerpo, tirando de mí, pidiéndome más leche, más consuelo, más ternura, más cuidados. Estaba asustada con su soledad. Con ese vacío que había cuando estaba sola. Como yo.

De repente ya no oí nada más. Tenía ganas de llamar a Nicolas. Y de golpe entré en pánico. ¿Y si se hubiera marchado con mi bebé? Al pensar eso sentí un sudor frío que me bajaba por las sienes.

Ya no estaba acostumbrada a beber y fumar. Me senté, tambaleándome. A mi alrededor todavía había una mayoría aplastante de hombres. Los envidiaba. Ellos no tenían las preocupaciones que yo tenía con el bebé. Las relaciones entre hombres eran más sencillas. Simplemente habían apartado el problema. Parecían felices. Sabían pasarlo bien, eran los únicos que disfrutaban en este París triste. Tenían pinta de sentirse realizados. Estaban en pareja, en grupo. Parecía que a cualquier edad vivían una especie de eterna juventud. Eran el ideal. Debería haber nacido hombre. Debería haber nacido hombre homosexual.

En una semiinconsciencia pensé en la decisión que había tomado abajo en el parque. Sacrificarme. Se había acabado todo. Dejaba mi vida detrás de mí.

Había creado. Me había creído Dios. Me habían expulsado del paraíso.

Me dirigí tambaleándome al dormitorio de Jean-Mi y Domi, y me eché en la cama donde me dormí entre las jirafas Aglaya y Chloé.

Capítulo 22

Desde el nacimiento no había podido trabajar en la tesis. Había sido imposible entregar los capítulos a mi director de tesis, como le había prometido, y éste empezaba a impacientarse y me acosaba con llamadas de teléfono. Cuando por fin había acostado a Léa, me dormía agotada frente al ordenador, y me despertaba dos horas después para volver a darle de comer.

A las dos de la mañana, miraba a mi bebé mamar. La vida no es otra cosa que una repetición de ese acto, una búsqueda del seno de la madre. No aspiramos más que a volver a la unidad, al centro, al paraíso del hijo junto a la madre. Quizá el amor sea una búsqueda de ese paraíso. El goce y el orgasmo no son más que la conquista de la unidad perdida de la madre y el hijo. Tal vez sea ésa la razón por la que confundimos el amor y la eternidad. Para el bebé, el tiempo no existe. Todo es cíclico, es un eterno volver a empezar. Lo que busca el enamorado en su deseo pasional es precisamente ese infinito. Pero ése es el primer estadio del amor, su estadio más elemental, tiránico y narcisista. El verdadero amor es aquél que se construye en la evolución del tiempo, no aquél que se repite de forma idéntica a como lo deseamos en nuestro fantasma. El amor no se apaga. El amor evoluciona. Cambia de paradigma. Y eso es quizá lo que no estamos en condiciones de apreciar, y entonces decimos que el amor no existe. El amor al principio es ardiente y pasional, esquizofrénico y maniaco depresivo como el bebé, y luego crece y se vuelve maduro, sólido, reflexivo, se posa, y entonces se eleva. Pero eso es algo que no sabemos y simplemente decimos que se acaba.

Hemos cambiado tanto… La maternidad es una mutación y a la vez una regresión, una creación. Debido a que estamos en la vida, en la esencia original de la vida, todo lo demás no es más que un lento desarrollo. Estaba demasiado cansada para querer salir. Ya no me apetecía. Ya no quería viajar, bailar, leer, ya no quería ver a mis amigos. Cuidaba de mi bebé y no aspiraba más que a descansar. Ya no me apetecía hacer el amor, sólo deseaba volver a encontrarme en la cama tiernamente abrazada a mi hija, en el éxtasis infinito de nuestro nacimiento.

La vida con Nicolas se volvió cada vez más caótica. Para que la niña pudiera dormir conmigo, ya no dormíamos juntos. En la cama no había suficiente espacio para los tres, ya no nos tocábamos, ya no hablábamos.

A pesar del trabajo, Nicolas se ocupaba cada vez más del bebé. Nada más entrar en casa, se abalanzaba hacia ella, casi sin saludarme. Luego la cambiaba, la dormía cantándole canciones, la sacaba al parquecito y le daba baños durante los cuales jugaba con ella. Me miraba con envidia mientras le daba de mamar. Un día me confesó que estaba celoso de la relación que yo tenía con nuestra hija; él también hubiera querido amamantarla para tener esa proximidad. Cuando volvía por la noche muy tarde, se iba a mirarla durante largo rato. Si dormía, deseaba que se despertase para poder verla, abrazarla y cambiarle los pañales. Me costaba reconocer en ese padre el hombre con cazadora de cuero que estaba en contra del matrimonio.

Cuando solicitamos una plaza en la guardería, nos contestaron fríamente que la inscripción tenía que hacerse mucho antes de concebir al hijo, o incluso había que tener algún amigo en el ayuntamiento. Así que decidimos recurrir a una canguro, que es muy caro, lo cual hizo que Nicolas se pusiera aún más nervioso y se preocupara todavía más por su trabajo.

Exigió estar presente en el momento de escoger la canguro, y para ello incluso se tomó un día libre en el trabajo.

En los foros de Internet, su apodo es asmat. Asistencia materna.

De ella se espera que sea profesional, dulce y tranquila, que le gusten los niños, que tenga experiencia con ellos, que se adapte a los horarios, que no imponga los suyos y, sobre todo, que sea humilde a pesar de lo crítico de la situación.

Para escoger una, organizamos un casting de canguros.

La primera impresión es que no suelen gustarnos. Está claro, no nos gustan. Tenemos que dejarles lo más importante que tenemos, lo más bonito, la carne de nuestra carne.

En una misma tarde vimos a una polaca que no hablaba bien francés, un colombiano que había huido debido a la guerra civil[7], una marroquí sin papeles, una esrilanquesa refugiada tras recibir malos tratos de los Tigres Tamules, una marfileña que había tenido que venir a Francia para asegurar la supervivencia de sus hijos que se habían quedado en su país… Toda la miseria de la humanidad desfiló por nuestro apartamento en una sola tarde.

Desde que había dado a luz, me sentía especialmente sensible y vulnerable, como si cargara con todas las penas del mundo. Al convertirme en madre, me había convertido en madre universal.

Estaba obsesionada con los niños. Antes, los querubines no me interesaban para nada. Después, me parecía que todas las madres estaban embarazadas o eran madres y las miraba con atención, en la calle, en la televisión. Sufría cuando un niño sufría. Y por eso me hubiera gustado poder contratarlos a todos. En particular, no soportaba la idea de que la marfileña hubiera tenido que dejar a sus hijos en su país para venir a trabajar aquí y satisfacer sus necesidades.

Sin embargo, Nicolas me llamó la atención sobre el hecho de que el criterio de selección no era la pobreza o la mala suerte, sino la capacidad de ocuparse de nuestra prole. Al final, tras una violenta discusión, acabamos optando por Paco. Paco era el hombre que ordenaba más rápido que su sombra. Tenía los ojos negros y el pelo largo, y llegaba por la mañana, se quitaba la camisa mostrando el torso desnudo, y luego se ponía una camiseta de ropa interior de tirantes. Luego empezaba a trabajar, pasaba el aspirador, planchaba, ponía clavos, atornillaba, colgaba y descolgaba, y lavaba los platos, todo a la vez. Pero donde Paco rayaba la perfección era con el bricolaje. Teniéndolo a él ya no necesitaba que viniera nadie de Darty. Paco lo reparaba todo y era un punto importante para la paz de nuestro hogar.

Sin embargo, había un problema: no le gustaba cambiar los pañales a la niña. Para el biberón, las canciones y los paseos en sillita era perfecto. Pero para el baño y los pañales era un desastre. Como suramericano y machista, reivindicaba una incompetencia absoluta en ese terreno.

Así pues, de mala gana tuve que separarme de Paco. Durante el tiempo en que buscábamos a otra u otro candidato, me ocupaba todo el día del bebé, desde la mañana hasta la noche. Cuando Nicolas llegaba del trabajo, lo esperaba en pie de guerra, agazapada detrás de la puerta. Sin peinar, sin lavar, sin vestir, con el bebé en brazos, como la Arpía domesticada.

Capítulo 23

Por cansancio, no tuve más remedio que recurrir a mi madre para que viniera a cuidar de la niña mientras yo iba a la biblioteca a trabajar en mi tesis. Volvía a casa por la noche. La niñita lloraba en brazos de mi madre que me miraba con aire inquisidor bajo su casco de pelo teñido e impecablemente marcado, como si las hubiera abandonado a las dos. ¿Cuál de ellas era el bebé? ¿Cuál había estado cuidando de la otra? Ya no sabía. Tres generaciones bajo el mismo techo, tres mujeres, hijas la una de la otra, y yo estaba en el medio, era el vínculo, el eslabón de una cadena que me superaba, que me trascendía. Pasaba el relevo que me habían dado, estaba acorralada, había caído en la trampa entre las tres edades de la vida.