Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

Y la humanidad es así: después de haberse asegurado la supervivencia, no vive más que para su placer. Al menos, sabía cuál era su deseo. Yo, que había tardado treinta años en saber qué deseaba, también estaba celosa de eso. Ella sí sabía lo que quería. Era una fuerza salvaje de vida. Toda ella expresaba las cosas sencillamente, con pasión, y sus decisiones eran inapelables. También sabía que en la vida hay que pelearse y gritar, y berrear hasta tener hipo, para conseguir tener lo que se quiere. Y después, se desmayaba de felicidad. Después de usarme, me tiraba como a un pañuelo. No paraba de humillarme. Me adulaba haciéndome creer que me necesitaba puesto que yo era su alimento. Y después de vaciarme, descansaba, con los ojos en blanco, totalmente extasiada y sin dar ninguna señal de gratitud. Yo era su esclava y ella era mi ama.

Leyendo a Winnicott, me enteré de que una madre sabe reconocer el llanto de su bebé y que hay siete tipos: el hambre, el deseo de que le cambien los pañales, el deseo de recibir consuelo, llanto de cansancio, llanto de angustia, cólicos y también para dormirse. Por mi parte, no reconocía nada de nada. Intentaba comprenderla pero ella permanecía hermética.

Aguantaba el tirón. Cuando no estaba amamantándola, acurrucándola o durmiéndola, me pasaba la vida llevando cosas de un lugar para otro. Ordenaba el salón invadido por objetos, biberones, cambiadores y pañales usados. Me peleaba con todos los gremios: France Telecom que se negaba a venir bajo el pretexto de que no se podía aparcar en el Marais, Auchan-direct que no quería hacer la entrega porque vivíamos en un cuarto piso sin ascensor, Darty que no venía sin alegar ningún motivo siquiera…

Pero había que amueblar las cuatro habitaciones de nuestro nuevo espacio. Así que cogí al bebé en brazos —puesto que había renunciado a usar la sillita de Pliko pues no conseguía abrirla y cerrarla—, y me fui al BHV. Allí esperé una hora pasando de un dependiente a otro con el bebé en bandolera agarrado a mí como un koala, para que alguien se dignara a hablar conmigo. Sólo quería comprar una cama, pero nadie parecía querer venderme una. O bien los dependientes estaban muy ocupados, o bien se habían ido a comer, o bien no correspondían a esa sección. Lo que es sencillamente irritante en el día a día de una parisina se convierte en intolerable cuando además se tiene un bebé. Cada vez estaba más tensa, nerviosa e irritable.

Con su padre todo era distinto. La relación era gratuita puesto que no la alimentaba. Y también episódica. Ya que Nicolas ya no era el mismo. Cuando nos mudamos, hablamos de dinero y presupuesto. Hablamos del bebé y de todo lo que eso conlleva: “Sauvel Natal”, el apartamento… Esa conversación lo marcó. Decidió trabajar más y de una forma rentable. Se planteaba incluso cambiar de trabajo y aceptar una propuesta que le habían hecho para trabajar en una empresa de consultoría. ¿Dónde estaba el rebelde que montaba su caballo de acero y decía no querer trabajar en algo que no fuera la pasión de su oficio, y que lo importante era tener ganas de ir al trabajo por las mañanas? Se iba cada vez más temprano, tenía muchísimas citas, veía a sus clientes, preparaba presupuestos y buscaba salida a lo que desde entonces llamaba “sus productos”. Se había acabado el arte por el arte. Se iba pronto por la mañana y volvía tarde por la noche, cansado. Apenas cruzaba la puerta de casa, le colocaba el bebé en los brazos. Y enseguida me dormía, sin que hubiéramos intercambiado ni una palabra.

Capítulo 15

Cada dos días acudía con mi bebé bajo el brazo a la sesión de reeducación perineal. Al principio, para que fuera más práctico, escogí a la kinesiterapeuta que tenía más cerca de casa. Me atendió en la habitación de un pequeño apartamento que usaba como gabinete, y mientras hablaba por teléfono, me hizo señas para que me desvistiera. Colgó, me colocó un objeto contundente unido a un aparato eléctrico que tenía un parecido asombroso con un vibrador, y me tiró una revista antes de volver a coger su teléfono móvil. De hecho, se trataba de una sonda a la que había que colocar un preservativo, para luego introducirla en la vagina. Ese objeto mide la duración y la fuerza de la contracción que se desea hacer. El ejercicio se acopla a una electroestimulación para provocar contracciones de forma artificial en el caso de que los músculos estén demasiado flojos. Al cabo de quince minutos de ejercicios, la kinesiterapeuta terminó de hablar por teléfono y me anunció que la sesión había terminado.

A los dos días, para la segunda sesión de reeducación perineal, decidí optar por otra practicante que estaba un poco más lejos pero que me había recomendado mi hermana. Era una pelirroja menuda con aspecto dinámico que me examinó y me pidió que contrajera el perineo. Me di cuenta de que no estaba muy al corriente de la existencia de ese órgano. Como estaba apasionada por lo que hacía, me hizo un dibujo del perineo sujetando la uretra, el útero y los intestinos.

Después de quince sesiones, había hecho muchos progresos. Empecé a sentir pasión por la disciplina. Hice diez sesiones suplementarias pues empezaba a ser gratificante saber contraer tan bien el perineo.

En la sesión número dieciséis, la kinesiterapeuta me miró con aire satisfecho y me preguntó si estaba trabajando en ese momento, pues quería hacerme una propuesta.

Se trataba de ser profesora de perineo. Le parecía que yo tenía un perineo muy tónico y me encantó oír eso. Era el primer cumplido que alguien me hacía sobre mi físico desde que di a luz. Tenía que ir a una escuela de kinesiterapeutas y hacer el test del perineo en fuerza 1, 2, 3 y 4. Son los alumnos los que hacen el test. Tienen que aprender.

Salí de allí perpleja. Antes era filósofa. Era libre, estaba enamorada, era inocente. Había bastantes cosas acerca de la vida que ignoraba.

Capítulo 16

Una buena mañana, durante el desayuno, un mes después de dar a luz y tres años después de nuestro encuentro, Nicolas y yo tuvimos la siguiente conversación:

—¡Duerme de un tirón!

—¿Que duerme de un tirón? En todo caso hay uno que duerme de un tirón por la noche en esta casa y te puedo asegurar que no es ella.

—¿Qué? ¿Estás diciendo que no me ocupo lo suficiente de ella?

—No, pero mientras tú duermes, yo me paso la noche dándole el pecho, cambiándola y acunándola para que se duerma.

—Voy a cambiarle los pañales — dijo Nicolas llevándose a la pequeña, que acababa de abrir sus grandes ojos perpetuamente sorprendidos.

Se la llevó y volvió al cabo de unos minutos.

—¿Y? —dije, mientras preparaba un café tibio para bebérmelo de un trago —. ¿Cómo era?

—¡Enorme! —contestó Nicolas, untando mantequilla en una tostada con una sola mano mientras sostenía a una Léa somnolienta en la otra.

—¿De verdad?

—Te lo juro, ¡enorme! Le llegaba a los omóplatos. La he tenido que bañar.

Mi compañero había conservado del embarazo una especie de barriguita que le había salido como en respuesta a la mía. Lo había amado distinguido, rebelde, divertido, espiritual. Terriblemente romántico con su cazadora de cuero. Refinado en sus gustos artísticos. Ahora lo veía con un vaquero sin formas, más gordo, con la cara cansada, la mirada perdida en el vacío, estupefacto ante lo que se le había caído encima.

Cuando no podía moverme debido a la episiotomía, lo mandé a hacer la compra. Tenía que traer fajas de red, toallas especiales para el parto, pastillas para las hemorroides y para otras calamidades que amenazan a la joven parturienta.

¡Ay!, qué lejos quedaban los maravillosos abrazos y las grandes promesas de amor. ¿Acaso es verdad que los verdaderos paraísos son aquellos que se han perdido? ¿Se puede vivir una relación amorosa entre pañales? ¿Es posible estar enamorado cuando se está cambiando al bebé y se está inmerso en la materialidad? ¿Pero por qué nos han inculcado desde siempre que el amor tiene que ser espiritual, y que el amor es Venecia en una góndola y no el padre, la madre, el hijo? ¿Cómo se puede amar para siempre si nos dicen que el amor es sagrado pero la familia es sucia?

Capítulo 17

Darty, muy conocido por su servicio postventa, fue la causa de la primera brecha en el frágil edificio de nuestra pareja.

Tardaban diez semanas en traernos las piezas que le faltaban a nuestro frigorífico familiar, y a pesar de todas las protestas que hicimos, no conseguimos que nos entregaran el manual de instrucciones. Al cabo de veinticinco llamadas, con el bebé llorando y al borde de un ataque de nervios, decidí optar por una solución radical. Se me ocurrió la idea de pedir a Darty que vinieran un domingo por la mañana.

Se podría decir que a mi compañero no le hizo ninguna gracia que el señor de Darty se presentara en casa a las ocho de la mañana de un domingo.

—¿Pero cómo se te puede haber ocurrido hacer algo así? —dijo enfundándose en unos calzoncillos y un vaquero, y totalmente trastornado.

Estaba escandalizada. Era yo la que se tenía que ocupar de todo, me había convertido en la intendente de la casa, y por una vez que él tenía que arreglar un problema, se quejaba.

—Realmente no eres nada amable haciéndome levantar a las ocho de la mañana en un domingo cuando sabes que trabajo tanto.

—¿Y yo? ¿Acaso no trabajo mucho? No, es verdad que no hago nada, porque desde que nació el bebé sencillamente ya no trabajo en lo mío. Tú sigues como si nada hubiera cambiado, pero yo me paso todo el día alimentándola, acunándola, lavándola y ayudándola a eructar. Ya no tengo tiempo de hacer mi trabajo. Entre el bebé y la casa me he convertido en una ama de casa. En eso me has convertido.

—No te pases. Eres tú la que ha querido tener esta hija, ¿no?

—¿Qué? ¡Eres un monstruo!

—Lo que pasa es que te organizas mal. Y además, no es mi culpa si has querido darle el pecho. Ha sido tu decisión. Yo no te he obligado a nada.

—Sí, claro, es culpa mía si quiero lo mejor para el bebé… Mira, un parto es agotador. Estoy cansada, ¿lo entiendes?

—Lo entiendo. Lo que entiendo es que te estás volviendo loca. ¡A quién se le ocurre pedir a Darty que vengan un domingo por la mañana!

—Sí, me estoy volviendo loca porque no estás nunca aquí. Antes estabas. Desde que tenemos a la niña estás siempre ocupado con tu trabajo. No es justo…

—¡Tus artículos no nos van a dar de comer! Y menos aún tu tesis que se suponía que deberías haber acabado ya no sé hace cuánto tiempo.

—Puedes estar seguro de que no la voy a acabar, ya que me tengo que ocupar de la casa del Señor. Mientras el Señor supuestamente trabaja como un loco para ganar dinero. Todo eso no son más que pretextos.

—¿Pretextos?

—Pretextos para marcharte, para escapar de casa y del infierno doméstico.

—Para mí esto no es un infierno doméstico. Estoy contento de tener una hija.

—Evidentemente, porque no eres tú quien se ocupa de ella.

—¿Estás harta de ocuparte de la niña? Es eso, ¿eh? ¡Dilo!

—No, no estoy harta… En fin, sí, estoy harta.

—Muy bien —dijo Nicolas tras reflexionar durante un rato—. No te preocupes. Tengo la solución.