Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—No lo asustes —le dijo Nikodímov, y se volvió hacia mí—: ¿Es usted periodista?

Afirmé con la cabeza.

—Entonces —agregó—, le ruego que no escriba ningún artículo relacionado con nuestros experimentos. Todo lo que usted aprenderá aquí, todavía no ha madurado para la publicación. Por lo demás, los experimentos pueden resultar un fracaso, en cuyo caso, ni usted vería nada, ni nosotros sabríamos nada. Pero cuando hayamos terminado, le haremos participar de nuestro trabajo. Se lo prometo.

«¡Pobre Kliónov! La información con la que soñaba esfumóse como humo».

—¿Tiene este experimento una relación íntima con mis relatos? —pregunté con osadía.

—Sí, una relación geométrica directa —aseveró Zargarián lacónicamente—. Sin embargo, Pável Nikítich lo duda. Yo sigo insistiendo en que no puede haber ningún fracaso, pues los indicios existentes son muy claros.

—Sí-í-í-í —afirmó Nikodímov meditabundo—, los indicios son muy claros—. Y, dirigiéndose a mí, preguntó—: ¿Así que a usted le ocurrió la historia de Stevenson? ¿Y usted la explica refiriéndose a Jekyll y Hide, no es así?

—No, de ningún modo. Yo no creo en transmutaciones.

—¿Y entonces?

—No sé. Estoy buscando una explicación. Por eso los busqué.

—Muy sensato.

—Quiere decir que, ¿hay una explicación?

—Sí.

Al oír la respuesta, brinqué de mi asiento.

—Siéntese —pidió Zargarián—, aquí, en el sillón que le asustó. Le aseguro que es mucho más cómodo que el de Voltaire.

Modestamente hablando, me levanté inseguro de la silla: ese sillón demoníaco me asustaba.

—Las explicaciones vendrán después del experimento —apuntó Zargarián—. Siéntese. ¡Vamos! ¡Vamos! Más rápido, que no le sacaremos los dientes.

Al sentarme en el sillón, me hundí como en un colchón de plumas. En el acto, empecé a notar una sensación de ligereza, casi de imponderabilidad.

—Estire las piernas —me rogó Zargarián.

Por lo visto, él era quien dirigía el experimento.

Las suelas de mis zapatos tocaron unos tornillos de goma. El casco, descendiendo silenciosamente, cubrió mi cabeza con facilidad, como si fuese una gorra blanda.

—¿Está demasiado libre?

—Sí.

—Permanezca tranquilo, ahora vamos a regular los aparatos.

El casco se ajustó más en mi cabeza, pero yo no sentía nada: su cinta flexible confundíase con mi piel. A pesar de tener mi cabeza cubierta por el casco y la seguridad de que la ventana de la habitación estaba cerrada, un viento vespertino, como si hubiese irrumpido a través de una ventana abierta, enfrió mi frente y removió mis cabellos.

De repente, se apagó la luz, y una tiniebla insondable empezó a flotar en el ámbito, rodeándome.

—¿Qué sucede? —inquirí.

—Nada anormal, simplemente lo aislamos de la luz.

¿Con qué me aislaron? ¿Una pared? ¿Un gorro? ¿Un capuchón? Toqué mis párpados: el casco no cubría mis ojos. Extendí los brazos pero sólo encontraron el vacío.

—Baje los brazos y no se inquiete. Ahora empezará a dormir.

Me acomodé en el sillón y relajé mis músculos. Y, en realidad, comencé a sentir la llegada del sueño, el acercamiento del nirvana, apagando todos los pensamientos, recuerdos, palabras y estrofas surgidas en mi mente extemporáneamente. Sin saber porqué, recordé un poema: «El sueño es sólo tiniebla, inatención e inconstancia, una alusión a lo animado y, por lo general, no es una mentira malvada». De improviso, surgió en mi mente un pensamiento que se esfumó tan de prisa como su llegada: «¿Cómo me mentirá este sueño que se avecina?» Mis oídos zumbaban, como si en un lugar cercano hubiera un mosquito. Y, en este momento, me llegaron voces claras cuya localización fui incapaz de precisar.

—¿Cómo está el aparato?

—Algo borroso ha surgido en la pantalla.

—¿Y así?

—Aún.

—Prueba la segunda graduación.

—Está bien.

—¿Y la luminosidad?

—Bien.

—Lo conectaré por completo.

Las voces desaparecieron. Me sumergí en la nada silenciosa y sosegada, inundada por la espera de lo extraordinario.

UN SUEÑO LLENO DE SORPRESAS

Entreabrí mis ojos y al momento los cerré: todo daba vueltas en una niebla color de rosa. Las luces de unas lucernas extendíanse por el techo en una parábola resplandeciente. Un corro de mujeres en trajes negros y con los rostros imperceptibles, me rodeaba, gritándome con la voz de Olga: ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? Abrí lo posible mis párpados. La niebla se desvaneció. Las lucernas se hicieron una: ahora era un punto que pendía en el techo. El corro de mujeres, aplastándose, se fundía en una sola mujer con la sonrisa y la voz de Olga.

—¿Dónde estamos? —le pregunté.

—En la recepción.

—¿Dónde?

—¿Será posible que lo hayas olvidado? En la recepción de la embajada de Hungría. En el «Metropol».

—¿Y para qué?

—¡Dios mío! ¡Pero si nos mandaron la invitación al banquete hoy por la mañana! Yo tuve tiempo hasta de ir a la modista. Y tú lo has olvidado todo.

Yo tenía la seguridad de que no nos habían mandado por la mañana ninguna invitación. O ¿quizás por la tarde, cuando regresé de donde Nikodímov? ¿Qué me pasa? ¿Me está fallando de nuevo la memoria?

—¿Y qué pasó?

—Bueno, como en la sala nos sofocábamos, propusiste salir al aire libre. Vinimos acá, al hall, y empezaste a sentirte mal.

—Qué raro.

—No, no tiene nada de raro. En aquella sala no se puede ni respirar y tú tienes un corazón muy débil. ¿Quieres beber algo?

—No sé.

Olga me parecía verdaderamente extraña con este traje nuevo que veía por primera vez. Pero, ¿a qué hora pudo haber salido de casa, si yo estuve allí todo el tiempo y no lo noté?

—Espera un minuto, te traeré narzán.

Se alejó, desapareciendo tras una puerta. Continué mirando confuso el conocido hall del restaurante. Lo conocía, mas esto no aligeraba mi situación. No podía recordar, cuándo los húngaros nos mandaron los billetes. Además, ¿por qué razón; si yo no era un individuo famoso, ni académico, ni un deportista conocido? Sin embargo, a pesar de esto, Olga lo tomó como algo corriente y lógico, que cae por su propio peso.

Cuando Olga apareció con el narzán, yo aún permanecía parado en el hall. Ella tenía la impresión de desear con vehemencia regresar a la reunión.

—¿Y qué? ¿Viste personas conocidas?

—Están todos los jefes —repuso ella animada—: Fiódor Ivánovitch, Raisa y hasta el viceministro.

Si yo no conocía a Fiódor Ivánovich y a Raisa, tanto menos al viceministro. Pero sin osar hablar de esto pregunté tan sólo:

—¿Por qué el viceministro está aquí?

—Fue él quien nos envió la invitación, pues nuestra policlínica es del ministerio. Seguramente sobraban invitaciones.

Olga no trabajaba en la Policlínica de un ministerio sino en una de las tantas policlínicas de la región. Esto lo sabía con exactitud, pues en un tiempo la habían invitado a trabajar en la policlínica de un ministerio, a lo que se negó.

—Olga, vuelve allá —le insinué—. Yo pasearé un poro: respiraré aire fresco.

Salí a la calzada y empecé a fumar. En el asfalto nadaban revolcándose las luces amarillas de los faros. Por mi lado cruzó un trolebús de dos pisos, rojo como los de Londres, de un tipo que nunca había visto por nuestras calles: en su costado, arriba y abajo de la línea de ventanas, un letrero anunciaba: Vea la nueva película francesa «El hijo de Montparnasse«. No había oído hablar de esa película. ¿Qué es lo que le pasa a mi memoria? Me olvido de todo.

A lo lejos, a la izquierda del teatro Bolshói. brillaba un cuadrado gigantesco de neón, por el que corrían, en el aire, letras luminosas con noticias: «…Terremoto en la India… Un gruño de médicos especialistas vuela a la India…». Era un periódico luminoso. Y, de nuevo, ignoraba cuándo lo habían instalado.

—¿Estás tomando el fresco? —me preguntó una voz conocida.

Al darme vuelta, vi a Kliónov, quien había salido del restaurante.

—Sí —le contesté.

—Yo me voy —afirmó—. No puedo beber a causa de mi úlcera. Lo saludé, y es suficiente.

—¿A quién saludaste?

—A Kemenesh, el que nos invitó… El nuevo agregado de prensa.

Tibor Kemenesh, un estudiante húngaro que hablaba ruso, fue nuestro cicerone en Budapest. Recorrí con él la desconocida ciudad, después que me dieron de alta en el hospital donde estaba convaleciente. Pero, ¿cuándo Kemenesh había sido nombrado agregado de prensa de la embajada húngara en Moscú? ¿Y por qué sólo ahora me enteraba de esto?

—La gente progresa y nosotros nos estancamos, viejo —aseveró Kliónov suspirando—. Estamos siempre en un círculo vicioso.

—A propósito de círculo vicioso. No podremos escribir el artículo —le dije.

—¿Cuál artículo?

—El artículo sobre Nikodímov y Zargarián.

Kliónov lanzó una carcajada tan fuerte, que los transeúntes se volvieron para vernos.

—¡Pero qué tipo más original! ¡Ya encontró sobre quién escribir! Viejo, pero si Nikodímov encadenó en su casa de campo una pantera en lugar del perro, y en Moscú lanza a los periodistas a la basura.

—Ya me lo dijiste.

—¿Cuándo?

—Hoy por la mañana.

Kliónov me tomó por los hombros, mirando mis ojos escrutadoramente.

—¿Qué bebiste hoy? ¿Tokai o palinka?

—No bebí nada.

—Se nota que bebiste, porque desde el sábado he estado en mi casa de campo, en Zhávoronski, y regresé hoy hacia las cinco de la tarde. Seguramente conversaste conmigo en sueños.

Kliónov me dijo adiós con la mano y se alejó. Y quedé impávido, profundamente conmovido por sus últimas palabras: «Seguramente conversaste conmigo en sueños». No, ahora converso con él en sueños, en un nirvana irreal. De repente, recordé la charla en el laboratorio de Fausto, el sillón con los alambres y las palabras de Zargarián desde las tinieblas: «No se inquiete; ahora empezará a dormir». Posiblemente aquel sillón era una máquina para producir artificialmente los sueños.

Todo sucedía como en la realidad, pero como si la vida real estuviese al revés. No había por qué asombrarse: todo era más simple que lo simple.

Regresé al restaurante; sobre sus mesas, mezclándose con las luces eléctricas, colgaban turbias volutas de humo. Alrededor de la fuente bailaban ensimismadas las parejas. Comencé a buscar a Olga, pero, al no hallarla, me dirigí a una sala colateral y entré en ella. Los restos del entremés, en las largas mesas, evidenciaban que unos minutos antes había habido un convite. Seguramente se servirían a lo europeo: parados alrededor de la mesa con sus platos o congregados junto a las ventanas encortinadas. Ahora los retrasados, buscando postres y bebidas sin tocar, se hartaban. Un individuo muy dueño de sí mismo que estaba sentado en el borde solitario de una de las mesas, giró hacia mí y gritó:

—¡Ven acá, Serguéi! ¡Acércate! ¡La palinka es estupenda, como en Budapest!

Era Sichuk, quien, según las versiones, había huido al extranjero. Quizás en este sueño tuvo tiempo de regresar a través del espacio-cero, o con la ayuda de una alfombra mágica. Traté de no pensar en esto, pues los milagros ya no me inquietaban; simplemente, me serví de la botella de Sichuk palinka de damasco y bebí. Este sueño, respetuoso de las sensaciones deliciosas de la realidad, comenzó a gustarme.

—Por los amigos y compañeros —exclamó, y bebió.

—¿Y tú, por qué estás aquí? —le pregunté con diplomacia.

—Por la misma razón que tú. Soy héroe de la liberación de Hungría.

—¿Tú eres héroe?

—Todos somos héroes —afirmó bebiendo el último trago de la copa, y agregó—: La prueba es que sobrevivimos a la guerra.

—¿Para después traicionar? —inquirí furibundo.

Sichuk, poniendo la copa en la mesa, se puso en guardia.

—¿De qué hablas?

Yo, por supuesto, reconocía no sólo mi falta de lógica, sino el absurdo de mis acusaciones en esta situación; pero ya no podía detenerme.

—Te fuiste en el «Ucrania»… como todas las personas. Y con un pasaje soviético… ¡canalla!

—¿Y cómo lo sabes? —indagó musitando.

—¿Qué? ¿Que te quedaste?

—No, que yo quería salir y había gestionado el pasaje…

—Si hubieran sabido, no te lo hubiesen dado.

—¡Pero si no me lo han dado!

Como presidente del Comité Sindical, yo mismo le había arreglado a Sichuk el pasaje: pero en este sueño todo ocurría al revés. ¿Y si fui yo quien viajó en lugar de Sichuk? Yo había insistido en conseguir un pasaje; pero no había sitio. ¿Y si había?