Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Abrí los ojos; más bien los entreabrí, porque hasta el pequeño movimiento de las cejas me provocaba un dolor agudo y penetrante. Una cosa salada y caliente corría por mis labios; mis manos ardían como si estuviesen dentro de un crisol.

La habitación me parecía llena de agua turbia y temblorosa, a través de la cual se insinuaban dos figuras con uniformes negros. Una era la de «mi» gordo, y la otra desconocida, más flaca y simétrica.

Los dos individuos conversaban en alemán, rápido y de manera entrecortada. No los comprendía, por lo tanto en mí no existía ningún deseo de escucharles. Sin embargo, según pude notar, hablaban de mí. Primeramente oí el apellido Stólbikov, después el mío.

—¿Serguéi Grómov? —le preguntó el flaco al obeso, asombrado, y le dijo algo incomprensible para mí.

El gordo corrió a mis espaldas y, con cuidado, me limpió el rostro con su pañuelo oloroso a perfume y sudor. Ni me moví.

—Grómov… Seriozha —repetía en ruso el otro S.S. inclinándose hacia mí—. ¿No me reconoces?

Miré su rostro, y… cuál no sería mi asombro al ver a mi compañero de clase Genka Müller, aunque un poco más viejo.

—Müller… —musité y, otra vez, perdí el conocimiento.

EL CONDE SAINT-GERMAIN

Desperté en otra habitación, incómoda, amueblada con ostentación pequeño-burguesa. En un rincón había una vitrina panzuda con objetos de cristal; en otro un armario de caoba; en el medio un diván de felpa con rulos redondos; sobre la puerta un frondoso cuerno de reno y a un lado una copia de la Virgen de Murillo en un marco ancho y dorado. Posiblemente todo esto había sido acumulado por una autoridad regional o, quizás, fue traído a este nido para alegrar el descanso de los oficiales de campaña.

El oficial, desabrochándose la chaqueta perezosamente, estaba en el diván, rodeado de revistas ilustradas. Yo lo observaba furtivamente sentado en un sillón de cordobán cerca de una mesa servida para la cena. Mi mano vendada casi no dolía. Sentía un hambre atroz, pero mantuve silencio, tratando de no denunciarme ante mi ex compañero de estudios.

Conocía a Genka Müller desde los siete años. Ingresamos juntos a la escuela en uno de los callejones de Arbat, y durante nueve años compartimos adversidades y alegrías. Su padre, Müller, especialista en máquinas de tricot, llegó a la URSS desde Alemania después del Tratado de Rapallo y trabajó en diferentes fábricas de Moscú. Genka nació en Moscú y nadie lo consideraba un extranjero: hablaba el ruso muy bien, estudiaba como nosotros, leía los libros que leíamos y cantaba las canciones que formaban parte de nuestra vida cotidiana. En la clase no lo querían, por su arrogancia y fanfarronería; hasta yo lo despreciaba, pero como vivíamos en un mismo edificio, nos sentábamos juntos en la clase y nos considerábamos amigos. En el transcurso de los años, esta amistad se marchitó, al ponerse de manifiesto una gran diferencia en nuestros puntos de vista, conceptos e intereses. Y cuando toda la familia Müller partió hacia Alemania después de la ocupación de Polonia por Hitler, Genka no se despidió de mí.

En realidad, este Müller de mis años de infancia no era el Müller del diván. Yo mismo no era el Grómov que estaba sentado en ese sillón rojo de cordobán, con el cuerpo abotagado y lleno de vendas. Pero, como me había enseñado la experiencia, las fases no cambiaban en el hombre su temperamento y su carácter. Siendo así, mi Genka Müller tenía todas las bases para convertirse en este Müller oficial de los ejércitos de la S.S. y jefe de la Gestapo de Kolpinck. En consecuencia, también yo podía conducirme tal como era.

El bajó la revista y nuestros ojos se encontraron.

—¡Al fin despertaste! —exclamó.

—Mas bien, volví en mí —apunté.

—No simules. Ya hace dos horas que estás durmiendo, después que nuestro doctor Getzke, mago y divino, te amputó el dedo y te arregló la cara. Dormiste como un lirón.

—Pero, ¿para qué? —inquirí asombrado.

—¿Qué?

—¿Por qué me arreglaron la cara?

—Kreiman se entusiasmó demasiado con el pelo. Bueno, otra vez eres hermoso.

—Seguramente el señor Müller tiene una novia casadera para mí —le dije con cinismo—. Si es así, llega tarde.

—¡Basta de señor Müller! ¡Aquí no hay señor Müller! ¡Sólo Genka Müller y Seriozha Grómov! De alguna forma ellos se pondrán de acuerdo.

—¡Qué interesante! ¿Y en qué?

Müller se levantó del diván, se desperezó y, bostezando, preguntó:

—¿Por qué preguntas siempre: «¿para qué?», «¿por qué?».

—No, no preguntaré. Sé muy bien que quieres hacer de mí un soplón o un canalla; pero yo no sirvo para eso.

—Tú sirves para la tumba.

—Tú también —prorrumpí con coraje—. Yo tengo tiempo para no llegar tarde a la tumba; pero ahora, quiero comer.

El soltó una carcajada.

—¡Ja, ja! Dices verdad, no llegarás tarde. —Se sentó a la mesa y sirvió sendas copas de coñac—: El vodka nuestro es pésimo, pero el coñac es excelente. Lo traen de París y se llama Martel. ¿Por qué brindaremos?

—Por el triunfo.

Lanzó otra carcajada con más fuerza.

—Me haces reír, Seriozha. Es un brindis muy razonable. ¡Bebamos!

Bebió su copa y, sirviéndose otra y con sonrisa mordaz, agregó:

—El segundo trago será por nuestra salida inmediata de esta ratonera. En Berlín tengo un pariente con buenas relaciones, quien me prometió un traslado en este verano a París o Atenas, lejos, lejos de los disparos.

—¿Y qué sucede? ¿Hay alguien que los enfada? —inquirí riendo.

—¿Y qué crees tú? Siempre se espera de cualquier canalla un atentado con granadas. A mi antecesor lo rompieron en pedacitos. Ahora, soy yo el sentenciado.

—Eso quiere decir, que no vivirás muchos años —afirmé indiferente.

Sin probar bocado, llenó de nuevo la copa. Sus manos temblaban.

—Pues yo estoy impaciente por el traslado. Ojalá que no se retrasen. Allí, en París, la guerra habrá acabado para mí.

—Aún combatiremos —le dije—. Sólo dentro de dos años y medio acabará la guerra.

Su mano, agarrando la copa de coñac, quedó helada sobre la mesa.

—Sí, exactamente dentro de dos años y medio —le aclaré—. Justamente el 8 de mayo de 1945 será firmado el acuerdo de capitulación incondicional. ¿Y sabes quién capitulará? Alemania, amigo, Alemania. ¿Dónde? En Berlín, casi en las mismas ruinas de la cancillería imperial.

Bajó la copa sin beber y la colocó sobre la mesa. Quedó asombrado y, tras unos instantes, en su rostro surgió el miedo. Dirigió su mirada hacia la mesita de noche situada cerca del diván y en la que estaba su pistola Walter. «Seguramente pensó que enloquecí y recordó su pistola». Sonó el teléfono, lo tomó, dio su nombre y pronunció unas palabras en alemán, de las que pude sólo atrapar Stalingrado. Recordé las palabras de mi compañero, en el camión verde-oscuro: «…al final de enero o a principios de febrero…». Sí, así era. Colgó el teléfono y, con el rostro sombrío, se sentó en la mesa.

—¿Stalingrado? —pregunté.

—¿Qué? ¿Comprendes alemán?

—No, simplemente adiviné. Paulus fracasó. Kaput.

Él, como amonestándome, golpeó el plato con su cuchillo:

—No hables disparates. Paulus acaba tan sólo de recibir el rango de mariscal de campo. Por lo demás, Manstein ya se acerca a Kotélnikovo.

—Manstein ha sido aplastado. Aplastado y rechazado. Y a Paulus le llegó su fin. ¿A cuánto estamos hoy?

—A 2 de febrero.

Me reí. ¡Qué agradable es conocer el futuro!

—Pues justamente hoy, capitula Paulus en Stalingrado; y el sexto ejército, o más bien lo que quedó de él, loando a su Führer, va hacia el cautiverio.

—¡Cállate! —gritó, tomando la pistola de la mesita de noche—. Yo no le perdono a nadie tales bromas.

—No estoy bromeando —le dije, dirigiendo a mi boca una lonja de jamón—. ¿Tienes cómo comprobarlo? Entonces llama por teléfono.

Müller, taciturno y meditabundo, jugaba con su Walfer.

—Bien, comprobaré. Llamaré a von Gennert. Él debe saber. Pero ten en cuenta que, si esto es una burla, yo mismo te fusilo. ¡En el acto!

Diciendo esto, se acercó al teléfono. Durante unos minutos estuvo hablando, firme, como si pasaran revista. Cuando acabó, impávido, dejó caer el auricular y, sin mirarme, lanzó su pistola al diván.

—Bueno, ¿y qué? ¿Me equivoqué? —pregunté acercándome a él.

En su rostro reflejábase una perplejidad ilímite y desconcertante. Me miraba, como preguntándose: ¿no será Serguéi un representante del mando supremo?

Por fin, dijo:

—A pesar de que no lo han informado oficialmente, Gennert lo sabe. Le asombró que yo lo supiera. Tuve que zafarme con astucia para no cometer un error.

—¿Y no te comunicó que ya Hitler declaró el luto en memoria al sexto ejército?

—¿También eso sabes? —preguntó, parado, sin quitarme los ojos de encima, asombrado y sin comprender nada—. ¿Cómo lo sabes? No pudiste saberlo ayer. Está claro. Y hoy, ¿quién te lo pudo decir? ¿Te trajeron con otra persona?

—Hoy por la mañana… —aclaré— hoy por la mañana tu Paulus todavía lanzaba coces.

Parpadeó de prisa:

—Quizás alguien captó la transmisión moscovita.

—¿Dónde? ¿En la Gestapo?

—No comprendo —dijo—. De eso nadie sabe en la ciudad. Estoy convencido de ello.

De pronto, en mi mente surgió una idea, la idea de que aún podía salvar al desafortunado Jekyll: «Hasta la mañana, por lo visto, no lo amenaza nada; pero más tarde cuando recupere su conciencia, liberado ya de mi intromisión, su vida correrá gran peligro; por ella no daría ni un kopek. Müller lo liquidará sin ceremonias, y más aún cuando declare que no recuerda nada de lo que sucedió el día anterior. Siendo así, hay que pensar en algo. El juego será muy difícil».

—No te esfuerces en adivinar, Genka —le dije—, de todas maneras no podrás. Sencillamente, no soy una persona corriente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿No has escuchado o no has leído lo que sucedió en Moscú con un grupo de investigadores en el año 1940? —pregunté improvisando—: En los países capitalistas hicieron mucho ruido con respecto a esto. En síntesis, era un grupo de telépatas.

—No, no he escuchado nada —contestó perplejo.

—A propósito, ¿sabes qué es la telepatía?

—Es algo así como la transmisión de pensamiento a larga distancia.

—Más o menos. Este problema no es nuevo. Hasta Sinclair escribió sobre él, aunque de una manera idealista. Nuestros científicos, por el contrario, hicieron importantes pruebas en este campo con bases científicas. Según ellos, el cerebro es como un receptor de microondas que capta, a cualquier distancia, el pensamiento, que se mueve en forma de ondas de longitud inconcebibles, mucho menor que el micrón. Cualquier individuo posee esta cualidad en estado embrionario. Sin embargo, si encuentra el cerebro-perceptivo, o sea, el receptivo a la inducción, es posible desarrollarla. Nuestros científicos realizaron experimentos con diferentes individuos y muchos pasaron la prueba, entre ellos yo.

Müller se sentó en el diván frotándose los ojos.

—¿Acaso estoy durmiendo? No comprendo nada.

Por su rostro, comprendí el efecto de mi juego: casi creía. Ahora sólo había que quitar este «casi».

—¿Has leído alguna vez sobre Cagliostro o sobre Saint-Germain? —inquirí, y su mirada vacía me dijo que no—. La historia no ha podido hasta ahora explicarse los secretos que rodearon su vida; especialmente la de Saint-Germain. Este conde, viviendo en el siglo XVIII, relataba sucesos que acaecieron en los siglos XII, XIII y XIV, como si hubiera estado presente cuando ocurrieron. Lo consideraban brujo, astrólogo, etc., y lo llamaban el nuevo Ahasvero, y lo invitaban los monarcas a sus palacios. Podía augurar el futuro con absoluta exactitud. Nadie sabía quién era este individuo. Los historiadores eludían el problema con los despectivos: «charlatán», «descarado»…; pero sólo había que decir «telépata». Captaba el pensamiento del pasado y del futuro, como yo.

Müller callaba. Yo no podía saber en qué pensaba. ¿Quizás comprendía que yo estaba charlataneando? ¡Qué importa! Yo poseía una carta invencible e irrefutable: Stalingrado.

—¿El futuro? —preguntó ensimismado—. ¿Quieres decir que tú puedes predecir el futuro?

«No se deben llevar las cosas muy lejos” pensé. “Müller no es un tonto y está acostumbrado a razonar de un modo realista».

—El tuyo no es difícil de predecir —respondí con perfidia a su astuta pregunta—. Tú mismo comprendes cuál es la situación que se presenta. Después de la batalla de Stalingrado, los guerrilleros y los miembros de las organizaciones clandestinas se esparcirán por todas las regiones. No vivirás hasta el verano, Müller, irrevocablemente morirás.