Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Leyó de nuevo la nota y quedó pensativo. Luego, preguntó:

—¿Y sobre Nikodímov? ¿Tampoco ha oído nada?

—Tanto como sobre usted. Sólo he averiguado que es un físico con aspecto de pájaro de mal agüero y enemigo de las recepciones. Tenga en cuenta que son los informes del Instituto de Informaciones.

Zargarián lanzó una carcajada. En ese momento, noté que no era un individuo severo, sino bondadoso, y, posiblemente, alegre.

—En rasgos generales, es una descripción exacta —afirmó—. ¡Vamos! ¡Sigamos adelante:

Y empecé mi relato.

A pesar de que poseo la capacidad de contar los hechos de modo pintoresco y humorístico, Zargarián, en todo mi relato, permaneció impávido, mostrando apenas un leve interés. Sólo cuando dije «la multiplicidad de los mundos», levantando sus cejas, preguntó:

—¿Ha leído algo acerca de eso?

—No recuerdo, quizás…

—¡Continúe, por favor!

Concluí mi relato haciéndole rememorar a Stevenson y sus Jekyll y Hide. Y agregué:

—Pero lo más extraño es que sólo esta mística fantasmagórica puede explicarlo todo, en tanto que carezco de una aclaración razonable.

—¿Cree usted que, justamente esto es lo más extraño? —preguntó distraído, leyendo la nota de mi libreta—. Nuestros científicos se negaron a plantear este problema en el Instituto del Cerebro; pero ellos lo aceptaron.

Lo miraba sin comprender nada.

—¿Está relatándolo todo tal como sucedió? —preguntó de pronto, atravesándome nuevamente con sus ojos.

—Sí.

—¿Y me ha hablado de dos mundos idénticos, semejantes, en los que existe Moscú con otras ornamentaciones y donde viven usted y sus conocidos? ¿No es así?

—Exacto.

—¿Y allá usted está casado con otra mujer, vive en otra calle y tiene amistad con Zargarián y Nikodímov, a los que no conoce aquí?

Asentí con la cabeza.

Se levantó y empezó a caminar por la habitación, esforzándose en ocultar su visible emoción:

—Cuénteme ahora sobre sus sueños, porque considero que todo tiene cierta relación.

Le conté mis sueños. Ahora, sus ojos me miraban con evidente interés.

—Quiere decir que una vida ajena, ¿eh? Una calle, un camino que se desliza hacia un río, una galería comercial… Y todo esto surge con precisión, como en una fotografía. —Hablaba lentamente, sopesando cada palabra, como si razonara en voz alta—: ¿Y lo recuerda todo? ¿Claramente? ¿Con todos sus detalles?

—Sí, hasta los mosaicos del suelo.

—¿Y lo conoce todo, hasta las cosas más menudas?

—Sí.

—¿Y le parecía que había estado allí cientos de veces y que hasta posiblemente había vivido allí; a pesar de que, en realidad, no ha sucedido tal cosa?

—A pesar de que, en realidad, no ha sucedido tal cosa —repetí.

—¿Y qué dicen los médicos? Ellos seguramente le habrán aconsejado —dijo, con cierta picardía.

—¿Y qué es lo que pueden decir? —repuse, eludiendo la respuesta—: Excitación… inhibición. Eso lo sabe cualquiera: de día, la corteza cerebral se encuentra en estado de excitación; de noche, en estado de inhibición: y los sueños nacen del montaje de las impresiones del día…

Fui interrumpido por la carcajada de Zargarián:

—Un montaje de atracciones, igual que en el circo, ¡ja, ja, ja!

—¡Pero si yo no creo en eso! —exclamé rabioso—. ¡Si yo recuerdo todos los detalles, desde las hojas de los árboles hasta el clavo de una ventana. ¡Y los sueños se repiten como si fuesen una misma película! Cada semana vuelvo a ver algo ya visto. Se dice que en los sueños se ve sólo aquello que se vio en la realidad. Entonces, ¿a mí qué me pasa?

—Sobre lo que acaba de afirmar escribió Séchenov. Él, después de interrogar a un grupo de ciegos, comprobó que soñaban solamente con aquello que vieron en su estado vidente.

—¡Pero si yo no he visto nunca nada de eso! —exclamé—: ¡Ni en la vida, ni en el cine ni en los cuadros! ¡En ninguna parte! ¿Comprende? ¡En ninguna parte!

—¿Y si lo ha visto? —preguntó riendo maliciosamente.

—Pero, ¿dónde? —le grité.

No respondió. Tras tomar en silencio un cigarrillo y darle dos chupadas, me dijo en tono de excusa:

—Perdóneme, olvidé invitarlo. ¿No fuma?

—Todavía no me ha respondido —repuse intrigado.

—Responderé a su debido tiempo. Tendremos conversaciones interesantes y extensas. No se imagina qué grandes descubrimientos haremos con este encuentro. Los científicos esperaban este minuto desde hacía años. ¡Soy un hombre feliz, sólo esperé cuatro años! —exclamó, y agregó preguntando—: ¿Está usted libre? ¿Me podría regalar un par de horas más?

—Con mucho gusto —contesté desconcertado, sin comprender nada.

Su brusca transformación, su excitado y palpable interés, me turbaron. ¿Qué tenía de raro mi relato? ¿Tendría Galia razón al decirme que aquí estaba la llave de lo sucedido?

En tanto que estos pensamientos me daban vueltas por el cerebro, Zargarián se esforzaba en comunicarse con alguien por teléfono.

—¿Pável Nikítich? Soy yo, Zargarián. ¿Te quedarás en el instituto por mucho tiempo? Maravilloso. Ahora mismo te llevaré a un compañero. Sí, está aquí conmigo. ¿Que quién es? Ni te lo imaginarías. Es aquél con quien soñábamos durante todos estos años. Con lo que me contó, se corroboran todas nuestras conjeturas. ¡Todas! Difícil es figurárselo. La cabeza me da vueltas. No, no estoy borracho; pero pronto lo estaré. Por ahora vamos para allá. Espéranos.

Colocó el auricular y se volvió hacia mí:

—¿Sabe usted lo que representa un refractor para un astrónomo? ¿O un microscopio electrónico para un virólogo? Eso mismo es usted para mí. Más bien, para nosotros, para Nikodímov y para mí. Le haré a Zoia un regalo suntuoso, pues ella me regaló a usted. ¡Vamos!

Me quedé sentado sin comprender nada:

—Espero que usted no me inyecte, ni me opere —balbuceé, como el paciente frente al cirujano—: ¿No me va doler?

Zargarián, con satisfacción, se echó a reír. Luego, con el acento de un comerciante oriental, apunto:

—¿Por qué le va a doler, querido amigo? Solo se sentará en un sillón, dormirá unas horitas y mirará sus sueños, como en el cine. —Y agregó en otro tono—: Vámonos Serguéi Nikoláevich! ¡Lo llevaré al instituto!

EL LABORATORIO DE FAUSTO

El instituto estaba al lado de la carretera, en un robledal que parecía un bosque de cuento de hadas en la noche oscura y huérfana de estrellas. Los arbustos que parecían gnomos, los árboles copudos, y los tocones negros tras la cuneta, sobresalientes entre la hierba como fierecillas insólitas, formaban una sombra romántica y algo siniestra. Pero en lugar de la isla de las fábulas, al final de la avenida de asfalto se levantaba una torre cilíndrica de diez pisos, cuyas ventanas parpadeaban como si tras ellas alguien estuviese conectando y desconectando proyectores.

—Es Valerka Mlechin —apuntó Zargarián al atrapar la dirección de mi mirada—. Pero no es en nuestro laboratorio. El nuestro se encuentra del otro lado.

Un ascensor veloz nos condujo hasta el décimo piso y, al salir, el piso movible de un corredor circular nos arrastró hacia delante, lenta y silenciosamente, a la velocidad normal de un elevador.

—Se conecta automáticamente, cuando uno sale al corredor —aclaró Zargarián—, y se desconecta al apretar con los pies estos reguladores mates.

Las losetas blanco mate, sobresalientes e iluminadas por dentro, estaban diseminadas cada dos metros a todo lo largo del corredor, encima de una cinta plástica. Pasamos flotando ante puertas blancas de dos hojas con grandes números indicadores. En la puerta número doscientos veinte, Zargarián presionó el regulador, deteniendo el piso movible. Abrimos la puerta y entramos a una habitación grande muy iluminada.

Zargarián, empujándome a un sillón, aconsejó:

—Abúrrase durante diez minutos, mientras hablo con Nikodímov. Así evitará repetirlo todo de nuevo, y, al mismo tiempo, me dará la oportunidad de contárselo a Nikodímov de un modo más profesional.

Se acercó a la pared; ésta se dividió por el medio dejándolo pasar y se cerró. «Células fotoeléctricas» —pensé—. A mi entender, la instalación del instituto llenaba las exigencias actuales relativas al confort científico. Kliónov se extasiaría con sólo la descripción de uno de estos corredores; no en vano me prometió toda clase de ayuda; «pon mi espíritu y mi cuerpo».

En la habitación donde esperaba a Zargarián, no había nada que llamase la atención, a excepción de las paredes corredizas. En ella veíanse una mesa de escribir moderna con patas niqueladas, con tapa de plexiglás; una caja fuerte abierta incrustada en la pared semejante a un horno eléctrico; una luz de origen desconocido; y un diván esponjoso. «Aquí pasan la noche cuando se retrasan» —me dije—. A lo largo de la pared se amontonaban las pilas de cintas amarillas y semitransparentes, en las que se notaban líneas gruesas y dentadas, como en los cardiogramas. El suelo plástico y de color le daba a la habitación una elegancia superflua; y los estantes hechos del mismo plástico, abarrotados de libros y diagramas, le devolvían su seriedad y austeridad perdidas. En un diagrama de la corteza policromada del cerebro salían flechas metálicas terminadas con inscripciones en latín y griego. Otro diagrama mostraba simplemente un haz de líneas metálicas incomprensibles, donde se leía: «Corriente biológica de un cerebro durmiente». Adjunto a él, había una hoja de papel escrita a máquina con el texto: «Duración y profundidad de los sueños. Investigación realizada en el laboratorio de la Universidad de Chicago».

Los libros de los estantes estaban en desorden, amontonados unos sobre otros en anaqueles movibles. «Por lo visto los utilizan mucho» pensé. Tomé uno en mis manos: era una obra de Sorojtin dedicada a la atonía de los centros nerviosos. A su lado se encontraban folletos y libros en diferentes lenguas. Según pude notar, todos informaban sobre la irradiación de la excitación e inhibición. En otro estante mis ojos chocaron con un libro del propio Nikodímov. Había sido editado en Inglaterra y llevaba como título: Los principios de la codificación de los impulsos distribuidos en la cabeza y en la región cortical del cerebro. Y, nunca como ahora, lamenté tanto la insuficiente preparación de los periodistas, incapaces de comprender, aún aproximadamente, los grandes procesos que se desarrollan en las ciencias.

En este instante, la pared se corrió y, a través de la rendija, llegó la voz de Zargarián:

—¡Serguéi Nikoláevich! ¡Por favor, pase!

La habitación en la cual entré era un laboratorio de fulgurante acero inoxidable y níquel. Cuando mi mirada empezaba a buscar objetos, Zargarián, activo e impaciente, me presentó a un individuo maduro de barbita castaño y plata a lo mosquetero. Los cabellos, del mismo color, excedían del largo normal en nuestros científicos, dándole cierto parecido a un profesor de violín o de piano. Tan sólo por su encorvada nariz podía confundírsele con un pájaro de mal agüero; sin embargo, este rasgo me hizo recordar más bien al Fausto de Goethe, tal como lo vi hace años en un espectáculo de provincia.

—Mucho gusto, soy Nikodímov —me dijo y sonrió al atrapar mi mirada escudriñadora hacia todos los lados—. No mire tanto, de todas maneras no comprenderá nada. Además, aquí no hay nada interesante, sólo condensadores y conmutadores. Esto que ve aquí, es una pantalla para fijar los campos; naturalmente, en sus diferentes fases. Podrá notar que esto es un embrollo de enchufes, palancas y manivelas. Tal como en Maiakovski, ¿no es así?

Miré de soslayo el sillón situado tras la pantalla, sobre el que pendía algo parecido al casco de un cosmonauta y hacia el cual convergían cables multicolores.

—Lo asustó —afirmó Nikodímov, guiñándole un ojo a Zargarián—. ¿Y qué tiene de raro? Es un sillón como otro cualquiera.

—Espera —prorrumpió Zargarián regocijado—. No le expliques nada, déjalo pensar. Se parece al sillón de una barbería; pero no hay espejos alrededor. ¿Y no es el de un dentista? No, porque no está el torno. Pero, ¿dónde puede encontrarse un sillón así? ¿En un teatro? No. ¿En un cine? Tampoco. Entonces, ¿en un avión, en la cabina del piloto? ¿Pero dónde está el timón?

—Se parece a una silla eléctrica —le dije.

—¡Por supuesto! Es una copia exacta.

—¿Y el casco? ¿También me lo pondrán?

—¿Por qué no? La muerte le llegará a los dos minutos —afirmó con malignidad en sus ojos—. La muerte clínica. Luego, lo resucitaremos.