Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Al observar con atención todo lo que me rodeaba, empecé a encontrar cosas que no existían en mi mundo: las ropas de los transeúntes tenían otro corte; y los autos, de otras líneas y formas, desplazábanse en silencio sobre una almohada de aire, en una niebla color lila, como peces. «¿Cuántos años habrán pasado?» me interrogué, incapaz de responder.

Un enrejado de hierro serpenteaba a lo largo de la acera, con aberturas tan sólo en las paradas de los autobuses; esto me impidió cruzar al otro lado. Empecé a caminar hacia el jardín Alexándrovski; al llegar a la esquina del Museo Histórico, le eché una mirada a la Plaza Roja; allí todo estaba como antes: la antigua muralla dentada; el reloj en la torre Spásskaia; el severo y masivo Mausoleo y la catedral de San Basilio, milagro arquitectónico. Mas, no se veía por ningún lado el hotel que habíamos construido en Zariadie. Del otro lado del río, se veían por detrás de la catedral, edificios altos y desconocidos.

Llegué al jardín Alexándrovski y me senté en un banco. Aquí había calma, una calma que miraba con indiferencia el bullicio agitado y pletórico de la ciudad: lo mismo ocurría en nuestro mundo. A decir verdad, estaba un tanto desconcertado: ¿A dónde ir? ¿Dónde se encontraba mi casa? ¿Cuánto tendría que sufrir en esta nueva vida?

En el bolsillo del saco encontré una cartera compacta de plástico suave y transparente. A través de él, sin sacar la tarjeta, leí mi nombre, profesión y dirección. Yo era de nuevo servidor de Hipócrates, director de una clínica, quirúrgica, y, quizás, muy notable, porque encontré en la cartera los saludos enviados al doctor Grómov por tres organizaciones extranjeras, con motivo de sus sesenta años.

¡He aquí, veinte años hacia el futuro! Para mí, la vejez, para la ciencia pasos gigantescos. Me invadieron reflexiones agobiadoras. ¿No sería triste ver a mis amigos envejecidos? ¿Cómo estarían? Me imaginé la visita a la dirección escrita en la tarjeta: Olga, veinte años mayor, abriría la puerta. ¿Y si no era Olga? Sin deseos de complicar la situación, tomé maquinalmente el dinero de la cartera. Seguramente era suficiente para un día en el futuro. Bueno, ¿qué podría hacer? ¿Callejear, cruzar la ciudad y verlo todo, respirar en sentido literal el aire del futuro? ¿Acaso esto es poco? ¿Poco para Zargarián y Nikodímov? ¿Y qué prueba material podría llevarles del futuro? ¿Sería acaso imprescindible ir a la biblioteca «Lenin» —seguramente, aquí también existe— para hurgar en los catálogos e interesarse por la temática de las revistas científicas? Pero, supongamos que logre encontrar algo muy cercano a los trabajos de mis amigos científicos, ¿podría yo comprender los artículos de los hombres de ciencia de los años ochenta si soy incapaz de entender las explicaciones de Zargarián? No, sería inútil. ¿Y si aprendiera de memoria una fórmula? No, la olvidaría en seguida. ¿Y si aparece un símbolo matemático desconocido? ¡No! ¡Es absurdo! ¡No lograré nada!

Ensimismado en mis pensamientos, llegué a la parada de taxis. Delante de mí sólo había una persona, la que por lo visto estaba apurada, mirando intermitentemente su reloj.

—He esperado diez minutos y no ha aparecido una sola máquina —dijo—. Los autobuses son gratis y puntuales, sin embargo, estos autodirigidos son más cómodos.

—¿Cómo dijo? ¿Autodirigido?

—Usted, seguramente, es forastero —apuntó riéndose—. Llamamos así a los taxis de manejo automático. ¡Son encantadores!

El primer autodirigido apareció por una esquina, acercándose. Temblé. En esta máquina sin ruedas ni chofer, había algo salvaje y antinatural. Venía hacia nosotros en silencio como boyando en un mar de petróleo, y lanzó cuatro patas de araña en la parada. El invisible guía abrió la puerta, la pasajera entró, pronunció unas palabras por un micrófono, el autodirigido recogió las patas y se alejó. Seguí todos estos movimientos, con mirada pueril. Y me inquietaron dos preguntas: ¿Qué dirás por el micrófono? ¿Y qué harás caso de no tener suficiente dinero? Pensé en correr, huir de la parada; pero me detuvo la presencia de otro pasajero que se acercaba. En su señalada delgadez y en sus cabellos canosos con raya, notábase cierta elegancia. Su barba, recortada con escrupulosidad, le daba un aspecto provocador y arrogante:

—Estoy apurado —dijo, mirando la plaza con impaciencia—. Parece que viene uno.

El autodirigido se detuvo.

—Con gusto le cedo mi turno —dije amable, y agregué—: No estoy apurado.

—¿Por qué? Iremos juntos; si no se opone, primero lo llevaré a su destino, después seguiré solo.

En sus ojos negros, brillaba algo conocido. La fisonomía de su rostro, me hacía recordar a una persona amiga: la frente deprimida y la mirada penetrante y burlesca. La barba, por lo contrario, desfiguraba su cara haciéndola irreconocible. ¿Será posible que sea él?

UN ZARGARIÁN ENVEJECIDO

Con curiosidad, lo miré de nuevo. Sí, era mi Zargarián; pero veinte años más viejo. Fingí no conocerlo.

—¿Adónde va usted? —me preguntó.

Me encogí de hombros y repuse:

—Me da igual un sitio u otro. Estuve veinte años fuera de Moscú.

—Entonces, vamos. Yo seré su guía. A propósito, ¿Desea almorzar conmigo en el «Sofía»? A decir verdad, no me gusta comer solo.

A pesar de los años, no perdía su ímpetu juvenil: en el acto transformóse en guía.

—No viajaremos por la calle Gorki. Todavía no la han reconstruido. Nos deslizaremos por la calle Pushkin, completamente nueva. Este es el programa.

Se sentó en el autodirigido y repitió por el micrófono lo que me había dicho, agregando dónde doblar y dónde pararse. El taxi cerró las puertas en silencio y, tras contornear el jardín, echó a andar por la calle.

—¿Y cómo paga? —inquirí curioso.

—Muy fácil. Sólo tengo que depositar el dinero en esta alcancía —repuso señalando una ranura cerca del parabrisas.

—¿Y si no tiene cambio en los bolsillos?

—Entonces molestaríamos a la máquina de cambio.

El taxi viró hacia la calle Pushkin, tan diferente a la de mi época como el Palacio de los Congresos a un club. Esta calle había sido construida con veredas de dos pisos, como en las galerías comerciales, y se unían a través de la calle por medio de puentes parabólicos. Estos puentes unían, además, las casas entre sí, formando encima de la calle un paseo complementario.

—Este paseo fue hecho para los ciclistas. Arriba hay también piscinas, y plazoletas para los helicópteros.

Hacía el papel de guía concienzudamente, saboreando con fruición mi asombro.

Nuestro coche cruzó el bulevar, atravesó la calle Chéjov, transformada por completo, y nos condujo por la calle Sadóvaia hacia el Sofía. La plaza situada delante del Sofía, era muy diferente a la que yo conocía. En ella, alzábase Maiakovski mucho más alto que la columna de Nelson, brillando al sol. El paralelepípedo del restaurante «Sofía», refulgente, jugueteaba con el destello solar.

La sala del restaurante sorprendía de tan sólo entrar en ella: las habituales mesitas blancas con los manteles almidonados mezclábanse con figuras geométricas parecidas a tiendas tejidas con agua y luz.

—¿Qué es eso? —pregunté absorto.

Zargarián se sonreía, como un mago que gozara de las reacciones futuras.

—Ahora verá. Sentémonos.

Nos sentamos en una de las habituales mesitas.

—¿No desea que lo vean o lo escuchen?

Haciendo la pregunta y sin esperar mi respuesta, levantó un ángulo del mantel, tocó allí algo y… la sala desapareció. Nos separaba de ella una tienda de lluvia exenta de humedad donde se entrelazaban hilos luminosos. Nos rodeaba un silencio solemne, como en una iglesia desierta.

—¿Y se puede salir?

—Claro. Es aire sin transparencia. Se realiza gracias a un protector de luz-sonido. Nosotros utilizamos en el laboratorio un protector negro que crea una absoluta oscuridad.

—Lo sé —apunté.

Ahora fue él quien se sorprendió.

Ya estaba aburrido de seguir jugando a las «escondidas».

—¿Es usted Zargarián? ¿Rubén Zargarián? —le pregunté, seguro de no equivocarme.

—Me reconoció —afirmó riéndose. ¡Ni la barba me ayuda!

—¡Lo conocí por los ojos!

—¡¿Por los ojos?! —preguntó asombrado—. ¡Pero si en las revistas y periódicos mis ojos no se distinguen bien! ¿Dónde me ha visto antes? ¿En los documentos científicos?

—¿Sigue usted estudiando la física de los biocampos? —le pregunté con cuidado.

—Sí.

—Entonces no se asombre de lo que escuchará. Yo le mentí al decirle que estuve veinte años fuera de Moscú. En verdad, no he estado nunca en este Moscú. ¡Nunca! —Me detuve, esperando ver su reacción: él seguía en silencio, mirándome con creciente interés. Y agregué—: Además, yo no soy esta persona que usted está viendo. Soy un viajero de otro mundo. El fenómeno es, seguramente, muy conocido por usted.

—¿Ha leído mis libros? —inquirió desconfiado.

—Por supuesto que no. En nuestro mundo todavía no los ha publicado, porque allá estamos veinte años en el pasado.

Zargarián saltó de la silla.

—Un momento. Sólo ahora he comprendido. ¿Quiere decir que usted es de otra fase? ¿Es así?

—Exacto.

Quedó en silencio, absorto, y dio un paso atrás. La mitad de su cuerpo fue cubierta por la cortina luminosa de agua. Al reaparecer, se sentó de nuevo en la mesa, haciendo un gran esfuerzo por ocultar su inquietud. Su rostro empezó a brillar, y en este brillo, se insinuaba el asombro del hombre que ve por primera vez un milagro; la alegría del científico al notar que este milagro se realiza ante sus ojos y la suerte del científico al saber que es capaz de tales milagros.

—¿Quién es usted? —preguntó al fin—. ¿Cómo se llama y cuál es su profesión?

Me reí y apunté:

—Es extraño hablar en nombre de dos personas, pero no me queda otra alternativa. El nombre es el mismo, aquí y allá. No tengo ningún título, soy una persona corriente. En lo que respecta a la especialidad, aquí soy profesor-cirujano, en tanto que allá soy periodista. Y, como es natural, allá soy veinte años más joven, al igual que usted.

—¡Qué curioso! —musitó, mirándome con atención inefable. Podía esperarlo todo menos esto. Yo, que he lanzado gente más allá de los límites de nuestro mundo, nunca había soñado encontrar aquí a tal huésped. Pero es natural, porque la materia es idéntica en todas las fases. —Y agregó riéndose—: Y yo estoy aquí y allá, y nos enviamos mutuamente mensajeros. ¿Y quién realizó el experimento?

—Nikodímov y Zargarián —respondí maliciosamente, preparado para otra sorpresa; pero él sólo indagó:

—¿Cuál Nikodímov?

—Pável Nikítich. ¿Acaso no fue él quien hizo el descubrimiento? ¿No trabaja usted con él?

—Pável murió hace once años sin granjearse fama. De hecho, éste es su descubrimiento. Lamentablemente, los primeros éxitos con los biocampos se lograron mucho más, tarde. Yo llegué al problema por otros caminos, pues soy psicofisiólogo. Su hijo y yo hicimos los experimentos.

Ignoraba que Nikodímov tuviera un hijo. Por lo demás, existía seguramente sólo aquí. Él continuó:

—Pero ustedes son más afortunados que nosotros —apuntó pensativo, pues comenzaron antes. Dentro de veinte años, conseguirán más de lo que conseguimos nosotros. ¿Es este el primer experimento?

—No, el tercero. Primeramente estuve en mundos cercanos y muy semejantes al nuestro; después más lejos, en el pasado; y ahora en el futuro.

—¿Y qué significa cercanos y lejanos? —inquirió sarcástico—. ¡Qué terminología tan ingenua!

—Supongo —afirmé vacilante— que los mundos, o como usted dijo, las fases, que tienen una diferencia de tiempo mayor en relación a nuestra fase están… más lejos de nosotros que los coincidentes…

Su carcajada me interrumpió.

Luego, apuntó:

—¡¡¡Más cerca o más lejos!!! ¿Y así lo explican? ¡Qué niños!

Me sentí ofendido al pensar en mis dos amigos. Mi Zargarián, en todos los aspectos, era mejor que éste.

—¿Acaso la cuarta dimensión no tiene extensión? —balbuceé—. ¿Acaso es errónea la teoría de la multiplicidad ilimitada de sus fases?

—¿Por qué cuarta? —inquirió colérico. ¿Y si es la quinta o la sexta? Nuestra teoría no determina su orden y dirección en el espacio. ¿Y quién le dijo que la teoría era errónea? Sólo limitada. La expresión «multiplicidad infinita» no se debe interpretar al pie de la letra, así como tampoco «la infinitud del espacio». Esto lo sabían ya sus contemporáneos. Aun en aquellos tiempos, la cosmología relativa excluía la oposición: finito-infinito.