Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—¿Quiere decir que en todos los lugares es igual? ¿En todas las fases y en todos los mundos? ¿Existen pues siempre las mismas figuras históricas? ¿Las mismas cruzadas? ¿El mismo cambio de las relaciones sociales?

—Sí, en todas partes es igual. Sólo cambia el tiempo y no el desarrollo. El cambio de las relaciones sociales y económicas es igual en todas las fases, es dictado por el desarrollo de las fuerzas de producción.

—Bueno, así pensaban en el siglo pasado; pero ¿ahora?

—No sé. No me lo han dictado. Sin embargo, soy una máquina analizadora de probabilidades y puedo sacar conclusiones independientemente de lo programado. Según creo, las leyes del materialismo dialéctico son exactas para todos los tiempos.

—Espera, «Himec», te quiero hacer otra pregunta: ¿Es muy larga la fórmula matemática que representa la teoría de las fases?

—En esta fórmula están incluidas las fórmulas generales, los cálculos de Yanovski y el sistema de ecuaciones de Shual. Todo esto llena tres hojas de un libro de texto. Si desea, la podría repetir.

—¿Sólo hablando?

—Y gráficamente.

—¿Habrá que esperar mucho?

—Cerca de un minuto.

Se escuchó un zumbido parecido al de una máquina de afeitar. El panel anterior del «Himec» se levantó y, desde dentro, surgieron dos manos metálicas con dos cartones triangulares abigarrados de signos y cifras. Cuando los tomé, la tapa se cerró y quedó tan hermética, que no distinguí su línea divisoria.

Tras de mí, gritó la voz de un niño:

—Papá, estoy aquí. ¿No te enojas?

Me di vuelta. Cerca de la pared había un niño de unos seis años vestido con ropa azul apretada. Parecía un modelo de revista de modas.

LOS DERECHOS DEL PADRE

—¿Cómo has entrado? —le pregunté intrigado.

El dio un paso atrás y desapareció al cruzar la pared. Después, a través de ella se asomó un rostro picarón, y el niño, como «el hombre atravesador de paredes», entró de nuevo en la habitación.

«Protector luz-sonido» pensé. Aquí utilizan el color blanco, creando paredes ilusorias.

—Entré a escondidas —reconoció el chico—, mamá no me vio y Vera desconectó el ojo.

—¿Y cómo sabes que lo desconectó?

—Porque el ojo mira hacia acá a través de la sala de gimnasia y a pesar de que corrí hacia allá, no gritó. En caso de verme hubiera gritado: «Vete, Rem, estás en el campo de visión».

—¿Dónde hubiese gritado?

—Allá lejos. En el hospital —respondió señalando indeterminadamente.

Yo estaba en la luna.

—Y Yulia lloraba —siguió diciendo Rem.

—¿Por qué lloraba?

—Porque no le permiten tomar parte en el experimento.

—¿Cuál experimento? —pregunté, sintiendo una gran curiosidad.

—El experimento con el cual la transformarán en una nubécula invisible, como en los cuentos. La nube volará y volará y después regresará, y aparecerá Yulia.

—¿Ah, sí?

—Y no la dejas. Tienes miedo de que la nube no regrese.

Estaba completamente confundido. Vera me sacó del aprieto haciéndome recordar el pulso.

—Vera —le dije suplicante—, explícame por qué no le permito a Yulia hacerse invisible. ¡Oh, mi maldita memoria!

La risa conocida llegó a mis oídos.

—¡Qué cómico! «Mal-di-ta». Da risa. Debe resolverlo solo; es un asunto de familia. Justamente para eso, acaba de llegar Aglaya; y desea verlo. No se lo permito, porque tengo miedo de que usted se intranquilice. Pero ella insiste en entrar en la cámara.

—Que venga —le dije—. Trataré de no inquietarme.

Aunque no sabía quién era Aglaya, pensé que de algún modo me ayudaría a salir de este enredo.

Miré por dónde había desaparecido Rem, pero entró por el lado opuesto de la habitación. Entró como si fuera la reina del lugar y se sentó frente a mí: era alta, de unos cuarenta años y estaba vestida con un traje de colores extraños.

—Te ves muy bien —empezó diciendo ella, mirándome con atención—. Hasta mejor que antes de la operación. Con este nuevo corazón vivirás cien años más.

—¿Y si no sobrevivo? —dije.

—¿Por qué no? La incompatibilidad biológica sólo era un riesgo en tu siglo amado.

Me encogí de hombros. Ya comenzaba el juego de sorpresas. ¿Quién era ella? ¿Quién era ella para mí? ¿Qué sería yo de ella? ¿Qué era lo que me exigían? Caminar sobre arenas movedizas exigía ingenio e imaginación.

—¿Quiere decir que estás de acuerdo?

—¿De acuerdo con qué?

—Preguntas como si no supieras. Acabo de hablar con Ana.

—¿Sobre qué?

—No finjas. Hablamos de lo mismo. Estás de acuerdo con el experimento. ¿Te convencieron?

—¿Quién?

—No digas nada, hasta un niño comprende. Después de la operación, seguramente, te dijeron: «¡Apruébalo y se acabó!».

—No hay que exagerar —le dije cautelosamente.

—No exagero. Lo sé bien. Ana defiende esta empresa, no por grandes principios, sino porque no tiene ningún vínculo biológico con Yulia, pero Yulia es tu hija y mi nieta.

Recordé las palabras de Rem y me reí.

—¿De qué te ríes? —gritó mi interlocutora.

Tuve que contarle el cuento de Rem sobre la nube invisible.

—Eso quiere decir —siguió diciendo ella—, que Ana no le ha dicho nada a ella. En este caso, tú puedes objetar lo acordado.

—¿Por qué?

—¿Quieres que tu hija se transforme en una nube? ¿Y si se disipa? ¿Y si su estructura atómica no se restablece? ¡Deja que el profesor Bogomólov pruebe su invento! ¡Que sufra su descubrimiento! Pero, sabes, a él no se lo permiten por su vejez y su débil salud. ¿Entonces nosotros debemos aceptarlo simplemente porque ella es joven y saludable? —balbuceó, caminando por la habitación—. No te reconozco, Serguéi, después que te opusiste con tanto fervor…

—Bueno, pues estoy de acuerdo —farfullé.

—Y no creo en tu consentimiento —gritó furibunda. Luego, tras una pausa, agregó—: Por lo demás, Yulia no está enterada. Vendrá ahora, dile que no lo consentirás. El hombre no es el único dueño de su vida mientras exista el padre o la madre.

Al pensar que quizás el experimento no se realizaría pronto, pregunté:

—¿Y cuándo harán el experimento?

—Hoy.

Yulia seguramente tenía cerca de veinte años, sería ayudante de algún profesor e iba a participar en un experimento extraordinariamente fantástico para nosotros, tan fantástico que hasta aquí encerraba peligro de muerte. Su padre tenía derecho a permitirlo o no. Ahora, este derecho lo tenía yo. Y no podía negarme a él sin crear una situación aún más crítica. Los ojos de Aglaya me miraban con ira; y no podía contestarle: ¿Tendría que decir «no» y evitar la alarma de las personas que la quieren? Si dijera «no» el sitio vacante sería ocupado por otra persona, y con los mismos riesgos. ¿Debía yo quitarle a Yulia su derecho a la hazaña?

—Entonces —repetí pensativo las palabras de Aglaya—, el hombre no es el único dueño de su vida mientras exista el padre o la madre.

Ella apuntó:

—Tal es la tradición.

—Esta tradición es loable cuando se arriesga la vida de un modo irreflexivo y desatinado; pero ¿y si ocurre lo contrario? ¿Y si el hombre arriesga su vida en aras de intereses mucho más altos que lo que pueda significar la felicidad o la no felicidad de su familia?

—¿Y cuáles son esos intereses?

—La patria, por ejemplo.

—Nadie la amenaza.

—La ciencia.

—No necesita cadáveres. Si alguien perece en un experimento, no es la ciencia la culpable, sino los científicos.

—¿Y si no hay culpables, si el riesgo se transforma en hazaña?

Aglaya se levantó majestuosamente de su asiento y afirmó:

—Por lo visto, no te cambiaron sólo el corazón.

Y, sin mirarme, se alejó cruzando la pared.

—Ha actuado bien —apoyó Vera.

Suspiré: «¿Y si no es así?»

—Todavía le falta una entrevista. Cuando la concluya, suspenderemos nuestra observación —agregó ella.

La persona con quien tenía que hablar se encontraba ya en la habitación. Estaba vestida con una ropa cuya moda no se diferenciaba mucho de la nuestra. Involuntariamente, quedé cautivado por los rasgos severos y discretos de su rostro, con el aire de los Grómov.

—Estoy esperando, papá —dijo ella con sequedad—. Y en el instituto también esperan.

—¿Será posible que aún no te lo hayan dicho?

—¿Qué?

—Que no me opongo.

Se sentó y, rápida como un rayo, se levantó con los labios temblorosos.

—Papá querido… —dijo sollozando, y hundió su nariz en mi suéter.

Sentí el olor de un perfume delicado y desconocido, parecido al de las flores en la pradera después de la lluvia.

—¿Tienes tiempo para conversar conmigo? —le pregunté.

—Sí.

—Entonces, cuéntame algo sobre el experimento en que participarás, pues después del shock lo he olvidado todo.

—Lo sé. Pero no te preocupes, eso pasará.

—Naturalmente. Yulia, ¿es tuyo ese descubrimiento?

—¡Qué pregunta! No, no es mío… —respondió riéndose—, ni de Bogomólov, es un descubrimiento del futuro, de una de las fases vecinas. Gracias a él, es posible transformar objetos en nubes electrónicas enrarecidas. Su velocidad es gigantesca y ningún obstáculo es capaz de detenerlas, pues los atraviesan sin dificultad. Como nos enseñaron las pruebas, es posible trasladar a distancias indeterminadas y al instante, cuadros, estatuas, árboles, edificios, etc. Hace unos días, lanzaron un puente desde Moscú a Bakú a través del Mar Caspio, y allí lo instalaron, entre Bakú y Krasnovodsk. Ahora quieren hacer pruebas con personas, aunque sólo hasta los límites de la ciudad.

—No comprendo, cómo…

—Sí, y no comprenderás, papá, mi topo histórico. En palabras generales esto ocurre por las siguientes razones:

»En cualquier cuerpo sólido, los átomos, con sus capas electrónicas, se adhieren con fuerza. A su vez, debido a la fuerza electrostática de atracción y repulsión, no se dispersan en el espacio, ni penetran unos en otros. Ahora, imagínate que sea posible reconstruir estas relaciones atómicas internas y conducir la estructura atómica del cuerpo sin cambiarla al estado de enrarecimiento en el que se encuentran, por ejemplo, los átomos de los gases. ¿Qué se obtendría? Una nube electrónico-atómica que es posible condensar de nuevo hasta adquirir la estructura cristalino-molecular del cuerpo sólido.

—¿Y si…?

—¿Cuáles «si»? La tecnología de este proceso ha sido dominada hace tiempo. —Se levantó y agregó—: Deséame suerte, papá.

—Espera, quiero hacerte la última pregunta —le rogué reteniéndola por una mano—: ¿Conoces las fórmulas de la teoría de las fases?

—Por supuesto. Las estudiamos en las escuelas.

—Bueno, yo no las estudié, pero necesito saberlas, aunque sea mecánicamente.

—No hay nada más simple. Deberías pedírselo a Torik, el hipnólogo de mamá. Lo has olvidado todo, papá. Tenemos un concentrador hipnótico y un dispersador. —Levantó una mano y, por un micrófono diminuto incrustado en su pulsera, dijo—: Sí, sí, ahora, ahora ya estoy preparada. Todo está en orden. No, no es necesario, no envíen nada, llegaré en la calzada móvil. Naturalmente, es mucho más simple y cómodo. En dos minutos estaré con ustedes. —Me abrazó, y al despedirse, agregó—: Desconecté el super. Les informarán con regularidad y a su tiempo. Y diles a Erik y a Dir que no molesten ni conecten la red.

Y desapareció tras la pared.

Me acerqué a lo que parecía pared. Vera no hablaba. Mirando furtivamente como un ladrón hacia todos los lados di un paso hacia adelante y la atravesé. Frente a mí se extendía un pasillo que llegaba hasta el mirador. A través del vidrio de una de las puertas laterales se veía un cielo gris que ennegrecía y, a lo lejos, el contorno de un alto edificio. Me acerqué más a la puerta: no había vidrio. Entré en la habitación. Allí, ante una diminuta mesa, estaban sentados dos hombres y una mujer. Rem saltaba a la pata coja a lo largo del mirador cercado por arbustos pequeños. Sus colores vivos me parecían conocidos porque me recordaban los adornos de los arbolitos de Navidad.

—¡Llegó papá! —gritó Rem colgándose de mi cuello.

—¡Deja a tu papá tranquilo! —ordenó con severidad la mujer.

La débil luz que caía desde arriba deslizábase frente a ella, dejándola en las tinieblas.

«Seguramente es Ana» pensé.

—La observación fue suspendida, Serguéi —continuó ella.

—Ya tiene completa libertad para moverse —dijo riéndose el hombre de más edad.

«¿Será éste Erik?» me pregunté.

—No, todavía no es completa —corrigió la mujer—, ya que no puede salir del mirador.