Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Y escribí en la libreta del profesor:

«Somos «gemelos», a pesar de vivir en dos mundos diferentes y quizás en diferentes tiempos. Por desgracia, nuestro «encuentro» ocurrió durante la operación. No pude terminarla, pues en mi mundo tengo otra profesión. Busque, en Moscú, a dos científicos: Nikodímov y Zargarián. Ellos, posiblemente, le podrán explicar lo que le sucedió en el hospital».

Sin releer lo escrito, me dirigí a la puerta con un solo deseo: «adonde sea, pero lejos de esta aventura diabólica a lo Hoffmann». Y, antes de que tuviese tiempo de abrir la puerta, entró Lena. Estaba vestida de blanco con el gorro pero sin mascarilla. Di un paso atrás y, con el mismo temblor en la voz que aquellos que me interrogaron, inquirí:

—Bueno, ¿qué ocurrió?

Casi no había envejecido. Era la misma de hace diez años, cuando la vi por última vez. Sin embargo, aquí yo estaba íntimamente relacionado con esta Lena, pues nos unía una misma profesión.

—Le sacaron el casco de metralla —dijo, pegando a duras penas los labios.

—¿Y él?

—Va a vivir —respondió, y, después de un momento de silencio, agregó—: ¿Acaso esperabas lo contrario?

—¡Pero, Lena!

—¿Por qué lo hiciste?

—Porque ocurrió una desgracia. Perdí la memoria. Olvidé de pronto todo lo que sabía; hasta mis costumbres profesionales. En esas circunstancias, no debía, ni tenía derecho a continuar la operación.

—¡Estás mintiendo! —exclamó ella, mordiéndose los labios con furia.

—¡No! No miento.

—¡Estás mintiendo! ¿Improvisas o lo pensaste de antemano? ¿Piensas que habrá una persona que dé crédito a tus palabras? Exigiré expertos especiales en la investigación.

—¡Exige! —le respondí suspirando.

—Ya hablé con Kliónov. Escribiremos una carta en el periódico.

—No, no la podrán escribir. No estoy engañando a nadie.

—¿A nadie? Yo sé muy bien por qué lo hiciste: por celos.

—¿Celos de quién? —pregunté riendo.

—¡Hasta te ríes, canalla! —exclamó.

Y, antes de que pudiera agarrar su mano, me golpeó en la cara con tal fuerza, que a duras penas me mantuve de pie.

—Canalla —repitió ella, ahogándose en lágrimas; y en el paroxismo de su cólera, empezó a gritar desenfrenada e histérica—: ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Si no hubiera sido por Asáfiev, Oleg hubiese estado ahora muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muer…!

Una oscuridad súbita cortó sus gritos.

EL SUEÑO RABIOSO

Quedé ciego y sordo, mientras mi cuerpo paralizado caía al piso. No podía moverme, ni sentía nada, sólo el frío de la madera pulida en la sien. Ignoro las horas, minutos, quizá segundos, que se prolongó esta sensación. Perdí la noción del tiempo.

De pronto, la oscuridad se aclaró, como la tinta china en papel watman. Se veía un estrecho corredor, iluminado por una débil lámpara eléctrica, que terminaba bruscamente en una escalerilla escarpada conducente a. la luz diurna.

Permanecí parado, apoyando la cabeza en la pared pulida y agarrado al pasamanos que se extendía a todo lo largo del corredor.

Lena, parada ante mí, me miraba de otro modo, con una compasión incomprensible.

—¿Te mareaste? —inquirió—. ¿Tienes náuseas?

En realidad estaba mareado y sentía el suelo moverse como un columpio.

—Es por el cabeceo —aclaró ella—. Ya estamos entrando al puerto.

—¿Adonde? —indagué intrigado.

—Al puerto de Estambul, profesor. Despabílese.

—¿Qué dices?

Rió. Y yo , como antes, no podía atrapar el recuerdo de lo pasado. Esto era otra metamorfosis diabólica. Pasaba de un sueño a otro. ¡Era una función en colores!

—Salgamos a la cubierta. Allí, al viento, te sentirás mejor. —Diciendo esto, me arrastró consigo, agregando—: Además, miraremos cómo es la ciudad, aunque ya empieza a llover.

La lluvia no caía, sino que pendía en el cielo como una niebla. El panorama de la orilla, a través de la red de agua, parecía una mancha abstracta y amorfa donde fulgían, aislados y nebulosos, los minaretes y cúpulas azul y verde. Sobre nosotros se empujaban las nubes.

—Habrá que ponerse el capote —aseveró frunciendo el entrecejo y tapándose los ojos con la mano para evitar las pequeñas gotas de agua—: Espero que no bajes sin abrigo. ¿En qué camarote estás? ¿En el siete? Bueno, entonces espérame en la escala o en tierra. ¿Bien?

Ahora sabía el número de «mi» camarote. ¡Qué se le va a hacer! Buscaré mi capote. Las travesías por mares y países son siempre curiosas; hasta con lluvia y en sueños.

En el camarote, encontré a Sichuk agitado frente a su litera y metiendo apresuradamente en los bolsillos papeles y paquetes. Al verme, se turbó, y preguntó:

—¿Está lloviendo?

—Sí —respondí maquinalmente, preguntándome por qué los sueños me hacen tropezar con los mismos personajes—: ¿De qué te estás llenando los bolsillos?

Sichuk se desconcertó:

—No es nada… son souvenires para cambiar… ¡Así que está lloviendo! —musitó bajando la vista—. Qué malo. Nos agruparemos en el montón… sosteniéndonos mutuamente. Pero a pesar de esto, nos podríamos perder…

En este momento, recordé lo que Sichuk había hecho en la vida real en Estambul. En la realidad y no en sueños.

—¿Cómo se llama nuestro barco? —pregunté curioso.

—¡Qué! ¿Lo olvidaste? —inquirió a su vez, mirándome intrigado.

—No sé por qué no puedo recordarlo.

—Se llama «Ucrania». ¿Por qué? —indagó inquieto.

Todo coincidía. Este sueño tenía un mes de atraso. Mucho mejor, así podré cambiar el desarrollo de los acontecimientos.

Y, bostezando para darle confianza, repuse:

—Por nada. —Y diplomáticamente propuse—: Mejor no vamos: está lloviendo.

—¿A dónde no vamos?

—A tierra. Si vas, te harán recorrer bajo la lluvia museos, mezquitas y monumentos. Es aburrido. Sentémonos mejor en el bar y bebamos cerveza.

—¿Qué te ocurre? —exclamó riéndose—. ¡Estamos atracados en el último puerto extranjero y él quiere sentarse en un bar a beber!

—¿Por qué el último? Todavía faltan Varna y Constanza. Son ciudades muy bonitas.

—Y democráticas —dijo con sorna.

—¿Y sólo te gustan las de los países capitalistas?

—Yo pagué el pasaje y haré lo que quiera.

—Traicionarás por treinta monedas como Judas —le dije.

En el «Metropol», también en sueños, hablé sin rodeos con este Sichuk. Sin embargo, disparé al vacío, pues él, de todas maneras, no pudo conseguir el pasaje, ni realizó la travesía. Ahora lo sorprendía in fraganti.

—Sé muy bien lo que te traes entre manos —le dije—. En la primera parada del autobús hablarías con un policía y te irías a la embajada de los Estados Unidos. Sí, ¡no te agites, tranquilízate! Y allí, en la embajada, pedirías asilo político.

En el acto, Sichuk se transformó en una estatua de sal, como la mujer de Lot en la Biblia. Pero su inmovilidad fue efímera. El terror de saber que alguien conocía su más recóndita idea, brilló en sus ojos y desapareció. Como actor era excelente.

—Estás bromeando —dijo con aparente indiferencia, y alargó su mano hacia el capote.

—Sichuk, no estoy bromeando —le advertí.

—¿Qué significa esto?

—Que conozco tu intención y estoy dispuesto a impedirla.

—Qué interesante. ¿Y cómo? —preguntó con descaro.

—Muy simple. Te quedarás en este camarote hasta que zarpe el barco.

—El hipnotismo no influye en mí, así que, ¡largo de aquí! —gritó con insolencia y empezó a vestirse.

Me senté en el borde de la litera, cerca de la puerta, y envolví mi mano izquierda con el pañuelo.

Como soy zurdo, golpeo con el puño izquierdo, con la tensión de todos los músculos del brazo y el pecho. Cada golpe adquiere la carga complementaria de mi cuerpo. Así me había enseñado Sazhin, campeón de peso pesado de la URSS por los años cuarenta. En aquel entonces yo era muy joven y, con satisfacción, escuchaba sus consejos en la sala de entrenamiento adonde llegaba después del trabajo en la redacción. Allí le enmendaba los errores que cometía en las noticias que escribía: él quería ser periodista, y a cambio me enseñaba «algunos golpes». Él me decía: «Tú no serás un boxeador, naturalmente; estás un poco viejo y, además, te faltan muchas dotes… Pero en cualquier pelea te defenderás bien; sólo cuídate las manos». Sichuk, notando mis movimientos, preguntó:

—¿Para qué te envuelves la mano con el pañuelo?

—Para no golpearme los nudillos.

—¿Qué…? ¿Estás bromeando?

—Ya te afirmé, que no estoy bromeando.

—Sólo necesito gritar y…

—No gritarás —le interrumpí—. Te iría peor, pues les contaría todo lo que tramas y, adiós.

—¿Y quién te creerá?

—Creerán. En todo caso, en cuanto aparezca la duda, pensarán el cómo y el porqué… y no te dejarán bajar a la orilla.

—En ese caso yo también podría decir lo mismo de ti.

—Entonces nos quedaríamos los dos y resolveríamos todo en casa.

Sichuk se sentó frente a mí en su litera. Tenía puesto el capote y el quepi.

—Estás loco. Pero, ¿de dónde se te ha metido en la cabeza que quiero quedarme?

—Lo vi en mis sueños.

—Te estoy preguntando en serio.

—¿Y qué importancia tiene el saber cómo lo supe? Lo fundamental es que no me equivoco. En tus ojos veo que tengo razón.

—¡Serguéi, soy un ciudadano soviético!

—Tú eres un canalla. Ya lo sabía en el frente de guerra, pero no te pude desenmascarar a tiempo.

En su cuello aparecieron manchas rojas; los dedos jugaban nerviosamente con los botones del capote, abrochando y desabrochándolos, quizás comprendiendo que su plan, tan meticulosamente calculado, podía frustrarse.

—No gritaré, por supuesto; no haré un escándalo —apuntó con tono lloroso—. Pero te doy mi palabra, que todo lo que piensas es absurdo, un absoluto absurdo.

—¿Qué tienes en los bolsillos?

—Ya te dije que recuerdos, tarjetas postales, etc.

—¡Enséñalos!

—¿Y por qué te los debo enseñar?

—Entonces no los enseñes y acuéstate en la litera.

Se levantó y dio unos pasos hacia la puerta, pero yo me apoyé en ella impidiéndole el paso.

—¡Déjame salir! —gritó entre dientes y me agarró por los hombros. Era mucho más fuerte que yo, aunque era tanto el miedo que tenía, que no reparaba en ello. Pero ahora se lanzó sobre mí sin titubeos.

—¡Déjame salir! —gritó de nuevo, tirando de mí hacia sí.

Le golpeé con la rodilla y retrocedió, luego, enconado, arremetió contra mí, tratando de pegarme con la cabeza; pero no lo logró, porque al pegarle en la mandíbula con el puño izquierdo, se tambaleó, desplomándose al suelo entre la litera y el lavabo. De su labio roto brotaba un hilillo colorado. El se lo tocó con los dedos y, al ver la sangre, lanzó un aullido lastimero—: ¡Socorro!

Y se paró en seco.

—¡Grita! —le dije—. ¡Grita más fuerte, si crees que me aterrarás!

Sus ojos se estrecharon destilando odio.

—De todas maneras, ¡huiré! —balbuceó—. La próxima vez, ¡huiré!

—Ten por lo menos el coraje de decirlo oficialmente, en alta voz. Di ante todos que no te gusta nuestro sistema y mendiga la visa en cualquier embajada. ¿Acaso crees que te detendremos? No, no lo haremos. Te dejaremos ir con satisfacción: no necesitamos basuras.

—Si es así, ¿por qué no me dejas salir ahora?

—Porque lo haces subrepticiamente, con engaños. Porque le juegas una mala jugada a los que creyeron en ti.

Sichuk saltó de su sitio y, enseñando los dientes, se precipitó de nuevo sobre mí: se lanzó, no porque intentara salir del camarote de cualquier manera; sino porque un odio ciego, enfermizo, lo había privado de la razón. Y de nuevo lo golpeé con la rodilla. Después de todo, las lecciones de Sazhin me fueron útiles. Esta vez, él cayó en una de las literas, golpeándose fuertemente en la pared del camarote. Creí que había perdido el conocimiento; mas él, tras moverse un poco, empezó a gemir. Tomé una toalla, la mojé en el lavabo y se la puse en el rostro.

En la puerta se oyeron unos toques. Miré de soslayo a Sichuk: permanecía inmóvil. Le quité el seguro a la puerta y bajé el picaporte… Ante mí estaba un hombre desconocido con el capote empapado.

—¿Irá usted a tierra, Serguéi Nikoláevich? —preguntó.

—No, no iré —respondí—. Mi compañero se siente mal. Quizás esté mareado. Me quedaré aquí con él.